La autonomía de las universidades: una impostura

17 de febrero de 2009

¿Por qué la idea de la autonomía de las universidades, en teoría seductora, provoca tanta cólera? ¿Por qué designio Nicolas Sarkozy y la ministra Valérie Pécresse lograron unir a todo el mundo en su contra, a los mandarines de la izquierda y los de la derecha, a los estudiantes y a los jóvenes investigadores? Y lo hicieron con un tema al que consideran «el campo de trabajo prioritario del quinquenio», la «prioridad de las prioridades». Es muy simple: porque en la esfera superior del Estado reinan la ideología, la incompetencia y la improvisación.

Estrictamente, no tenía ningún sentido embarcarse en tales reformas con los recursos humanos y financieros en baja, o mejor dicho, estancados. Se pueden analizar todos los documentos presupuestarios de arriba abajo: la verdad es que no se ha asignado ningún aumento regular de fondos a las universidades, escuelas y centros de investigación, contrariamente a lo que pretende el poder. El único aumento significativo es el que proviene de la explosión del denominado «crédito fiscal para la investigación» (reducción del impuesto a las ganancias para las empresas en función de sus gastos en investigación y desarrollo), medida discutible (a primera vista, las utilizaciones interesadas predominan) pero que no concierne de ninguna manera a los presupuestos de los establecimientos de enseñanza superior y de investigación. Que Nicolas Sarkozy siga afirmando lo contrario no hace más que reforzar la sensación de desprecio para con los universitarios, que a priori conocen y constatan cotidianamente la falta de renovación de los puestos de trabajo y la reducción de fondos en los laboratorios. Tomar a las personas por imbéciles no es la mejor manera de desarrollar una cultura de la autonomía y la responsabilidad.

Más allá del error político, el estancamiento de los recursos da cuenta de un enorme error de análisis. Las universidades francesas están fuertemente subfinanciadas en comparación con sus competidoras extranjeras. Además, no puede haber autonomía exitosa sin un manejo de los recursos correspondientes, con progresiones regulares y previsibles. La libertad en la pobreza y la penuria no funciona. La cuestión inmobiliaria lo ilustra perfectamente. En términos ideales, darles el pleno manejo de su patrimonio inmobiliario a las universidades es una buena idea: dada la incapacidad del ministerio para tomar decisiones correctas, esta hipercentralización solo conduce a demoras inverosímiles o a proyectos faraónicos mal concebidos. Pero como el gobierno no puso un centavo para asegurar el mantenimiento de los edificios, ninguna universidad quiso transformarse en propietaria. En ese caso, hubiera hecho falta darles, al mismo tiempo que la propiedad de sus edificios, fondos que permitieran cubrir los gastos de mantenimiento y de inversión para los diez o quince años que vienen. Esto habría representado sumas considerables (decenas de miles de millones de euros) a desembolsar de inmediato. Pero la autonomía tiene este precio: ninguna universidad puede ser autónoma si no dispone de una dotación en capital de la que pueda disponer plenamente para su uso. Y como hacen falta decenios antes de que el mecenazgo privado desempeñe plenamente su rol, corresponde al Estado hacerse cargo mediante la asignación de fondos iniciales significativos para cada universidad.

Con el Plan Campus[63], el gobierno hizo todo lo contrario: no se giró ni un euro al puñado de establecimientos seleccionados, y no se desembolsará nada antes de la construcción efectiva, lo que permite conservar un control férreo sobre las decisiones inmobiliarias y científicas y, de manera accesoria, aplazar la carga financiera para los gobiernos futuros, haciendo olvidar así que «las cajas están vacías», sobre todo para los universitarios. Además, la ley relativa a las libertades y responsabilidades de las universidades (la denominada Ley de Reforma Universitaria, impulsada por la ministra Pécresse) fue votada a las apuradas en el verano de 2007 y, en líneas generales, se limitó a reducir el tamaño de los consejos directivos de 60 a 30 miembros y no sentó las bases de un gobierno equilibrado en las universidades.

Hoy se ve claro: los profesores-investigadores no confían en el poder local de los rectores de las universidades, en particular para las decisiones de promoción o modificación de servicios. A tal punto que muchos prefieren volcarse a las agencias y comisiones nacionales hipercentralizadas, pero de las que por lo menos conocen los límites. Esta confianza en el gobierno local, elemento clave de la autonomía, solo se podrá construir en forma progresiva: por un lado, otorgando a las universidades los medios para desarrollar proyectos y no repartiendo más penurias (no es fácil construir confianza en estas condiciones) y, por otro lado, reflexionando cuidadosamente sobre la estructura de los contrapoderes en el seno de los establecimientos.

En todas partes del mundo, los rectores de las universidades son ante todo gestores: no son necesariamente universitarios y, en cualquier caso, son elegidos por consejos no exclusivamente universitarios, y rinden cuentas ante ellos. En contrapartida, solo intervienen excepcionalmente en las elecciones científicas, que se hacen siempre sobre la base de propuestas de especialistas de diferentes disciplinas. Estos delicados equilibrios nunca fueron analizados por el gobierno.

Esperemos al menos que esta política cínica no aniquile la idea misma de libertad, de descentralización y de autonomía. Tener que lidiar con una derecha telepolítica no debería conducirnos a refugiarnos en una izquierda soviética. La izquierda inventó las radios libres[64], y deberá algún día inventar las universidades realmente libres, autónomas y prósperas.