CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO,

en el que el monje concluye su historia y pone fin a estos seis libros

Aún no había pasado una semana desde la muerte de mi compañero, cuando advertí que un monstruo rondaba mi casa. «Muy bien —pensé—, Simplicius, estás solo, ¿no tratará el maligno de vejarte? ¿No crees que intentará, con alegría por el mal ajeno, de amargarte la vida? ¿Para qué le necesitas, teniendo a Dios por amigo? Tan solo necesitas algo que hacer, porque de lo contrario el ocio y la abundancia te llevarán a la caída. Salvo él, no tienes más enemigo que tú mismo y la abundancia y placeres de esta isla, por lo que debes prepararte a luchar con aquel que se cree más fuerte, y si lo vences con ayuda de Dios seguirás siendo, si Dios quiere y por medio de su gracia, dueño de ti mismo».

Estuve dando vueltas varios días a tales pensamientos, que me ayudaron a sentirme bastante mejor y aumentaron mi devoción, porque me preparaba para un combate que sin duda tendría que librar con el maligno. Pero en esta ocasión me engañaba, porque una noche volví a oír algo, salí de mi choza, que estaba junto a una roca de la montaña bajo la que brotaba el manantial de agua dulce que va de la montaña de esa isla al mar, y vi a mi compañero en pie junto a la pared de roca, hurgando con los dedos en una grieta. Me asusté, como es fácil de suponer, pero rápidamente me rehíce, me puse, persignándome, bajo la protección de la santa cruz, y pensé: «Si tiene que ser, mejor hoy que mañana». Me dirigí al espíritu y empleé con él aquellas palabras que suelen decirse en tales ocasiones. Comprendí enseguida que era mi fallecido camarada, que en vida había escondido allí sus ducados, pensando que si un día, a la corta o a la larga, llegaba a la isla un barco, los recogería y se iría con ellos. También me dio a entender que había confiado más en ese poco dinero con el que volver a casa que en Dios, por lo que ahora tenía que penar con esa inquietud después de su muerte, y molestarme a mí contra su voluntad A petición suya saqué el dinero, pero lo aprecié menos que a nada, lo que se me puede creer tanto más cuanto que para nada podía necesitarlo. Este fue el primer sobresalto que me llevé desde que me encontré solo. Más adelante me los dieron otros espíritus distintos de este, pero de eso no voy a decir nada más, salvo esto: que gracias a la ayuda y clemencia de Dios logré no sentir más enemigo que mis propios pensamientos, que a menudo eran variables, porque no están libres de tributo ante Dios, como suele decirse, sino que en su momento también se nos pedirán cuentas por ellos.

Para mancharme tanto menos de pecado, no solo me ocupaba en rechazar todo lo que de nada me servía sino que me imponía todos los días un trabajo físico que hacer junto a la habitual oración. Porque, igual que el hombre ha nacido para el trabajo como el pájaro para volar, así el ocio causa enfermedades al cuerpo y al alma y, cuando menos queremos darnos cuenta, la final perdición; así que planté un jardín, que necesitaba menos que un carruaje una quinta rueda, porque la isla entera no podía llamarse más que agradable jardín. Mi trabajo no servía más que para poner lo uno o lo otro en un orden más confortable, aunque habrá a quien el natural desorden de las plantas le parezca más encantador, y, como he dicho arriba, para abolir la ociosidad. Oh, con cuánta frecuencia deseaba, cuando mi cuerpo estaba agotado y tenía que darle su descanso, tener libros religiosos con los que consolarme, regocijarme y edificarme, pero no los tenía. Como había leído a un hombre santo, que había dicho que el mundo entero era para él un gran libro en el que reconocer las maravillas de Dios y poder refrescarse con su alabanza, pensé en seguirle aunque, como he dicho, ya no estaba en el mundo, y la pequeña ínsula tenía que ser para mí el mundo entero, y en ella cada cosa, cada árbol, un impulso hacia la beatitud y un recuerdo de los pensamientos que todo cristiano debe tener. Así que si veía un arbusto espinoso me acordaba de la corona de espinas de Cristo, si veía una manzana o una granada me acordaba de la caída de nuestros primeros padres, y la lamentaba; si obtenía vino de palma de un árbol, me imaginaba lo humildemente que mi redentor había derramado ante mí su sangre en el madero de la Santa Cruz; si veía el mar o la montaña, me acordaba de este o aquel milagro o parábola protagonizada por nuestro Salvador en similares lugares; si encontraba una piedra adecuada para ser lanzada, veía ante mis ojos cómo los judíos querían lapidar a Cristo; si estaba en mi jardín, pensaba en la angustiada oración en el huerto de los olivos o en la tumba de Cristo, y cómo se le había aparecido a María Magdalena tras la resurrección, etcétera. Con tales pensamientos y otros parecidos me ocupaba todos los días. No había vez que comiera en que no pensara en la Ultima Cena, y jamás cocinaba sin que el fuego me recordase las penas eternas del infierno.

Por fin, hallé que con zumo de naranja, de la que hay distintas especies en esta isla, mezclado con zumo de limón, se podía escribir sobre una especie de grandes hojas de palma, lo que me alegró sobremanera, porque en adelante podía concebir y escribir oraciones como es debido. Al contemplar con sincero arrepentimiento toda mi vida y poner ante mis ojos las calaveradas que había hecho de joven, y ver que Dios misericordioso, a pesar de tan graves pecados, hasta ahora no solo me había salvaguardado de la condenación eterna sino que me había dado tiempo y ocasión de mejorar, convertirme, pedirle perdón y darle gracias por sus dones, escribí en este libro todo lo que se me ocurrió, como he hecho en las páginas anteriores, y lo deposité junto con los ducados legados por mi compañero en este lugar, para que quizá en un momento u otro vengan gentes que lo hallen y puedan desprender de aquí quién habitó esta isla. Si hoy o mañana, antes o después de mi muerte, alguien lo encuentra y lo lee, le ruego que no se enfade al encontrar palabras que no corresponde decir, y no digamos escribir, a alguien que haya querido corregirse, sino que tenga en cuenta que la narración de actos e historias ligeras también requiere palabras sencillas para ponerlas de manifiesto. Y lo mismo que el culantrillo no se moja fácilmente con la lluvia, tampoco un ánimo recto y pío puede ser contagiado, envenenado y echado a perder por un discurso cualquiera, por frívolo que parezca. Un lector honestamente cristiano se admirará más bien, y ensalzará la misericordia de Dios, al encontrar que un mal individuo como yo he sido ha tenido la gracia de Dios de renunciar al mundo y vivir en un estado así, en el que espera alcanzar la gloria eterna y la eternidad dichosa, siguiendo los sagrados sufrimientos del Redentor, mediante un feliz FIN.

El aventurero Simplicissimus
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