CAPÍTULO SÉPTIMO,

de cómo se comporta Simplicius en semejante estado animal

Valiéndome del agujero que había cortado el alférez en la puerta habría podido fugarme, pero como estaba decidido a hacer el loco lo dejé para más adelante, y no solamente me comporté como un loco al que le falta suficiente chispa para salir solo de su cárcel sino que representé a las mil maravillas el papel de becerro hambriento que desespera por ver a su madre. Mi lloriqueo fue prestamente oído por aquellos que ya estaban encargados de ello, dos soldados que se acercaron al corral de los gansos y preguntaron quién estaba allí.

—¡Imbéciles! —les respondí—, ¿no oís que soy un becerro?

Abrieron la puerta y me sacaron del corral fingiéndose muy asombrados de que un becerro pudiera hablar. Pero lo hicieron tan mal como recién instruidos comediantes que no saben representar bien su papel, así que decidí ayudarles a llevar a buen fin la comedia. Consultaron entre sí lo que tenían que hacer conmigo, y como yo sabía hablar decidieron llevarme al gobernador, que daría más por mí que el carnicero. Me preguntaron después cómo me encontraba y yo les contesté:

—Bastante mal. Al parecer aquí hay costumbre de encerrar honrados becerros en los corrales. Sabed, bellacos, que si se quiere obtener de mí un toro como Dios manda, tengo que ser cuidado como corresponde a tan noble astado.

Después de este breve discurso me condujeron por las calles al cuartel general del gobernador. Nos siguió una gran multitud de chiquillos, y como estos me ayudaban en mis mugidos, cualquier ciego habría creído que era conducido a través de la ciudad todo un rebaño de becerros. Sin embargo, lo más que habría podido ver en caso de sanar de su ceguera era una horda de locos, jóvenes y viejos, a escoger.

Así fui presentado al gobernador por los soldados, quienes fingieron haberme encontrado durante una de sus correrías. El gobernador les dio una propina y a mí me prometió que lo pasaría muy bien a su lado. Yo pensé: «A mí con esas», pero dije:

—Lo creo, señor —dije—, pero a nosotros, los becerros, no se nos debe encerrar en corrales. No lo podemos soportar. De lo contrario no crecemos ni nos convertimos en robustas cabezas de ganado como es nuestro deber.

El gobernador me consoló con la promesa de algo mejor y se consideró muy listo por haberme convertido en semejante loco. Yo pensaba entre mí: «Señor, querido señor, resistí la prueba del fuego y ella me endureció. Ya veremos cuál de nosotros conduce al otro del bozal». Mientras tanto un campesino refugiado en la fortaleza condujo su ganado al abrevadero. Vi las vacas y corrí a ellas dejando plantado a mi señor, e hice como si quisiera mamar de ellas. Pero en cuanto las vacas me vieron venir se asustaron como del lobo, aunque llevaba la misma piel que ellas. Como si hubieran visto echárseles encima un enjambre de abejas, se dispersaron con angustias de muerte, y su dueño no pudo detenerlas. ¡Qué risa! En un abrir y cerrar de ojos se reunió una multitud que contemplaba gratuitamente el espectáculo. Mi señor reventaba de risa y, finalmente, consiguió exclamar:

—¡He ahí un loco que vale por ciento!

Pero yo pensé: «Habla siempre quien menos debe».

Desde entonces, todo el mundo me llamó becerro. En cambio, yo les daba a cada uno su mote que, generalmente, era muy chistoso; así al menos le parecía a la gente y sobre todo a mi señor, debido, sin duda, a que yo bautizaba a cada uno según sus verdaderas cualidades. Bien considerado, a mí se me tomaba por un loco falto de entendimiento y yo a los demás por idiotas razonables. Esta costumbre es, a mi parecer, seguida por todo el mundo. Cada uno está conforme con su propio ingenio y se imagina ser el más sensato de todos.

El pasatiempo que organicé con las vacas del campesino acortó la ya de por sí corta mañana; aquello fue por el tiempo del solsticio de invierno. En la comida del mediodía me tocó de nuevo servir pero se la pegué a más de uno. Cuando me dieron de comer, nadie pudo hacerme tragar alimentos ni bebidas humanos. Quería a toda costa que me dieran hierba, que en aquel tiempo era imposible de conseguir. Finalmente, mi señor mandó buscar dos pieles de becerro al carnicero y ordenó se las pusieran encima a dos muchachos, a quienes hizo sentar junto a mí y les fue servida como primer plato lechuga de invierno; luego ordenó que introdujeran un auténtico becerro en la sala, el cual fue alimentado también con lechugas a la vinagreta. Yo miraba fijamente todas aquellas maniobras como si me asombrara enormemente, pero las circunstancias me obligaron a tomar parte en el festín.

—Pues sí, señor —dijeron algunos al verme tan preocupado—; no es nada nuevo el que un becerro coma carne, pescado, manteca y cosas semejantes. ¿No es cierto? Los hay que incluso llegan a emborracharse algunas veces. También los animales saben lo que es bueno.

Y proseguían:

—Hoy día se ha llegado tan lejos que entre los becerros y los hombres no existe ya tanta diferencia. ¿Quieres ser tú el único que no se comporte de igual manera?

Me dejé convencer tanto más aprisa cuanto que ya tenía hambre. No necesitaba tanta explicación, pues yo ya había observado que los hombres pueden ser más puercos que los cerdos, más feroces que los leones, más lujuriosos que los machos cabríos, más celosos que los perros, más indómitos que los caballos, más tercos que los asnos, más bebedores que los bueyes, más astutos que los zorros, más carniceros que los lobos, más locos que los monos y más venenosos que las serpientes y los sapos, y sin embargo todos gozaban de alimentos humanos y solamente se distinguían de los animales por su aspecto. Desde luego no poseían ni de lejos la inocencia de un becerro. Comí, pues, con mis cobecerros según me ordenaba mi apetito, y si entre nosotros se hubiese encontrado un extraño habría creído que la antigua Circe estaba de nuevo en la tierra pues poseía aquella el secreto de convertir en animales a los hombres, una ciencia que mi amo conocía sobradamente por aquel entonces. Así como mis compañeros de mesa, o parásitos, tuvieron que comer conmigo para que yo comiera, así tuvieron también que acostarse en mi cama. De lo contrario habría tenido mi amo que dejarme pasar la noche en el establo. Yo lo exigía porque quería enloquecer a los que creían haberme vuelto loco. De todo ello saco una conclusión, y es que el buen Dios da a cada uno, según su condición, tanto ingenio como para subsistir le es necesario, y que estos que creen ser solamente ellos los ingeniosos y se las dan de doctores resultan ser sabihondos que no ven mucho más allá de su parco entendimiento.

El aventurero Simplicissimus
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