CAPÍTULO DECIMOQUINTO,

de cómo le fue a Simplicius en varios albergues

Tuve bastante suerte en el camino porque topé con gente de buen corazón que, de lo que les sobraba, compartieron gustosos conmigo alojamiento y comida, de tanto mejor grado cuanto que veían que en ningún sitio pedía ni aceptaba dinero cuando me querían dar uno o dos céntimos. En la ciudad vi a un hombre muy joven y bien arreglado en torno al cual corrían varios niños que le llamaban padre, de lo que me asombré, porque aún no sabía que allí se casan muy jóvenes para llegar pronto a ser personas de respeto y poder ocupar antes las prefecturas. Este me vio mendigar ante algunas puertas y cuando iba a pasar ante él con una profunda reverencia (porque no podía quitarme el sombrero, que no tenía), sin correr tras él por las calles como es desvergonzado uso de algunos mendigos, echó mano a la bolsa y dijo:

—Eh, ¿por qué no me pides limosna? Mira, aquí tienes un cuartillo.

Yo respondí:

—Señor, podía imaginar que no llevabais pan encima, y por eso no os he molestado. Yo no pido dinero, porque no corresponde tenerlo a los mendigos.

Entretanto se estaba congregando un círculo de toda clase de personas, a lo que yo ya estaba acostumbrado, pero él me respondió:

—Me pareces un mendigo orgulloso, puesto que desprecias el dinero.

—No, señor, debéis creer —dije yo— que lo desprecio para que no me vuelva orgulloso.

Él preguntó:

—¿Dónde vas a alojarte, si no tienes dinero?

Yo respondí:

—Si Dios y las buenas gentes me permiten descansar bajo este cobertizo de aquí, que considero espléndido, quedaré atendido y bien contento.

Él dijo:

—Si supiera que no tienes piojos, te alojaría y daría una buena cama.

Yo en cambio respondí que tenía tan pocos piojos como céntimos, pero no sabía si me era aconsejable dormir en una cama, porque eso podía gustarme y apartarme de mi costumbre de vivir con dureza. Entonces apareció un anciano y respetable señor, al que dijo el joven:

—¡Mirad, por el amor de Dios, otro Diógenes de Sinope!

—Eh, eh, señor primo —dijo el anciano—, qué decís, si ha ladrado o mordido a alguien[7], dadle una limosna y dejad que siga su camino.

El joven respondió:

—Señor primo, no quiere dinero, ni aceptar nada que le haga bien.

Le contó al anciano todo lo que yo había dicho y hecho.

—¡Ah! —dijo el anciano—. ¡Gran cabeza, gran sensatez!

Luego dio orden a sus criados de que me llevaran a una posada y le pagaran al posadero todo lo que yo consumiera esa noche. Pero el joven gritó a mis espaldas que fuera a verle al día siguiente temprano, que me daría algún fiambre para el camino.

Así escapé del grupo que me rodeaba, que me acosaba más de lo que he dicho, pero pasé del purgatorio al infierno, porque la posada estaba llena de gentes borrachas y alborotadoras que me humillaron más de lo que nunca había experimentado en mi peregrinación. Todos querían saber quién era: el uno decía que yo era un espía o informante, el otro que era un renegado, el tercero me tenía por loco, el cuarto me creía un santo profeta, pero la mayoría creía que yo era el judío errante, de lo que ya he hablado antes, y estuvieron a punto de obligarme a demostrar que no estaba circuncidado. Por fin el posadero se apiadó de mí, me arrancó de sus garras y dijo:

—Dejad a este hombre en paz, no sé quién es más loco, si él o vosotros. —Y con estas palabras me llevó a dormir.

Al día siguiente me presenté ante la residencia del joven señor a recibir el prometido desayuno, pero él no estaba en casa. Entonces bajaron su mujer y sus hijos, quizá para ver a ese ser tan extraño del que su marido debía de haberles hablado. Yo comprendí enseguida por el discurso de la señora (como si hubiera tenido que saberlo) que su marido estaba en el concejo y que tenía indudables esperanzas de recibir ese mismo día el cargo de prefecto o consejero. Solo tenía, dijo, que esperar un poco, pronto volvería a estar en casa. Mientras estábamos así hablando, apareció él, y en mi opinión no estaba ni con mucho tan contento como la tarde anterior. En cuanto llegó a la puerta, ella le dijo:

—Ah, tesoro mío, ¿en qué os habéis convertido?

Pero él subió corriendo la escalera, y al pasar le dijo:

—En un canalla, en eso es en lo que me he convertido.

Entonces yo pensé: «Aquí no habrá buena voluntad esta vez», y me aparté a hurtadillas de la puerta, pero los niños me siguieron, y fue cosa de maravillarse, porque se les juntaron otros, a los que dijeron con gran alegría el título honorífico que su padre había recibido: sí, le decían a todo el que se acercaba, nuestro padre se ha convertido en un canalla, ante cuya inocencia y simplicidad no pude por menos de reír.

Cuando me di cuenta de que en las ciudades no me iba tan bien como en el campo, me propuse no ir a ninguna otra si podía evitarlo, así que en el campo me alimentaba de leche, queso, queso de hierbas, mantequilla y un poco de pan que los campesinos me daban, hasta que llegué cerca de la frontera de Saboya. En una ocasión, en esa zona, me dirigía a una casa señorial hundido en fango hasta los tobillos, porque llovía como si arrojaran cubos. Cuando me aproximé a la noble casa, me vio para mi fortuna el señor del castillo en persona, quien se asombró no solo de mi extraño aspecto sino también de mi paciencia. Y como en medio de esa fuerte lluvia ni siquiera quería resguardarme, aunque tenía ocasión suficiente para ello, casi me tomó por un puro loco. Pero envió a mi encuentro a uno de sus criados, no sé si por compasión o por curiosidad, que dijo que su señor deseaba saber quién era yo y qué significaba que anduviera en torno a su casa en medio de una tormenta tan terrible.

Yo respondí:

—Amigo mío, decid a vuestro señor que soy una pelota en manos de la cambiante suerte. Un ejemplo del cambio y un espejo de la inconstancia del ser humano. Pero el que camine de este modo en medio de la tormenta no significa más que, desde que ha empezado a llover, nadie me ha ofrecido albergue.

Cuando el criado llevó el mensaje a su señor, este dijo:

—Esas no son las palabras de un loco. Además, se aproxima la noche, ¿vamos a echar a alguien como un perro a este tiempo espantoso?

Acto seguido me hizo llevar al castillo y al cuarto de la servidumbre, donde me lavé los pies y volví a secar mi ropa.

Este caballero tenía consigo un sujeto que era su administrador, el preceptor de sus hijos y al mismo tiempo su escribiente o, como ahora lo llaman, su secretario. Este me examinó preguntándome de dónde venía, adónde iba, cuál era mi país y mi condición. Yo le di a conocer la situación de todas mis cosas, dónde vivía, y que ahora tenía la voluntad de visitar los santos lugares, todo lo cual él transmitió a su señor, tras de lo cual este me hizo sentar a su mesa para cenar, donde fui bien atendido y, a instancias del señor del castillo, hube de repetirle todo lo que antes había contado a su escribiente sobre mi actividad y carácter. Él preguntó por todos los detalles, con tanta exactitud como si también se sintiera en su casa en mi país, y cuando me llevaron a dormir, él mismo acompañó al criado que alumbraba mis pasos, y me llevó a un aposento tan bien equipado que hasta un conde habría podido contentarse con él. Me sorprendió tan enorme cortesía, y no pude pensar otra cosa salvo que lo hacía por pura devoción, porque según me imaginé gozaba del prestigio de ser un peregrino en gracia de Dios. Pero había un pero detrás, porque una vez que entró con luz y criados y yo me hube tendido, dijo:

—¡Muy bien, señor Simplicius! Dormid bien. Sé que no acostumbráis temer a los fantasmas, pero en esta habitación andan algunos que no se dejan ahuyentar con un látigo.

Con estas palabras cerró la puerta, y me dejó presa de la preocupación y el miedo.

Yo le daba vueltas al asunto y no podía acordarme de dónde tenía yo que conocer o podía haber conocido a aquel señor, para que me llamase por mi nombre anterior. Tras larga reflexión se me ocurrió que un día, después de la muerte de mi amigo y hermano del alma, estuve hablando en Saurbrunnen de fantasmas y espíritus nocturnos con varios caballeros y estudiantes, entre los que había dos suizos, hermanos los dos, que habían contado prodigios al respecto de cómo en la casa de su padre se oían ruidos no solo de noche sino también de día, a lo que yo había replicado y dicho con desmesura que quien temía a los espíritus nocturnos no era más que un bobo cobarde. Por la noche, uno de ellos se había vestido de blanco y deslizado dentro de mi habitación, y había empezado a armar escándalo con intención de asustarme y, cuando me quedara tumbado por miedo, quitarme la manta y, una vez descubierta la farsa, burlarse de mí y así castigar mi desmesura. Pero en cuanto empezó a moverse me desperté, salté de la cama y cogí a tientas un látigo, agarré al espíritu por un brazo y dije:

—¡Hola! Cuando los espíritus van de blanco las doncellas se vuelven mujeres, como se suele decir, pero aquí el señor espíritu se ha equivocado.

Y con estas palabras le zurré de lo lindo, hasta que por fin se soltó de mí y alcanzó la puerta. Al acordarme de esta historia y considerar las últimas palabras de mi anfitrión, pude imaginarme sin mucho esfuerzo por dónde había sonado la campana, y me dije a mí mismo: «Si decían la verdad en lo que contaban de los terribles fantasmas de la casa de su padre, sin duda estás en una de las estancias en las que más ruido arman. Pero si solo lo decían por matar el tiempo, sin duda van a darte tal paliza que tendrás que quedarte un tiempo aquí». Con tales pensamientos me levanté, con intención de saltar por la ventana, pero estaba de tal modo enrejada de hierros que me fue imposible poner en efecto tal idea, y lo peor era que no tenía conmigo ninguna arma. Ni siquiera llevaba conmigo mi recio bastón de peregrino, con el que en caso necesario me habría defendido a las mil maravillas. Así que volví a tumbarme en la cama, aunque no pude dormir, esperando con miedo y preocupación lo que esa áspera noche me deparase.

Cuando llegó la medianoche la puerta se abrió, aunque yo la había cerrado por dentro, y el primero que entró fue un personaje digno y grave, con una larga barba blanca, a la antigua usanza, vestido con un largo traje talar de terciopelo blanco con flores doradas guarnidas de retama. Le seguían otros tres hombres de elegante aspecto, y cuando entraron, la habitación entera se iluminó como si llevaran consigo antorchas, aunque no vi ninguna luz ni cosa parecida. Yo metí la nariz bajo la manta y no dejé fuera más que los ojos, como un ratoncillo asustado y temeroso que se mete en su guarida y trata de ver si es oportuno o no salir. Ellos en cambio se acercaron a mi cama y me miraron; yo a ellos también. Al cabo de un rato se reunieron en un rincón de la estancia, levantaron una losa de piedra que tapaba el lugar y sacaron de allí todos los accesorios que suele utilizar un barbero cuando arregla la barba a alguien. Con tales instrumentos regresaron junto a mí, pusieron una silla en mitad de la habitación y me dieron a entender por señas que me levantase de la cama, me sentara en la silla y me dejara afeitar por ellos. Como me quedé tumbado e inmóvil, el más distinguido tiró en persona de la manta para levantarla y sentarme en la silla por la fuerza. Cualquiera puede imaginar el escalofrío que me corrió por la espalda. Sujeté la manta con fuerza y dije:

—¿Qué queréis, señores, por qué queréis raparme? Soy un pobre peregrino que no tiene más que su propio pelo para proteger su cabeza de la lluvia, el viento y el sol. Además, tampoco me parecéis pinches de barbería, así que dejadme en paz.

El más distinguido respondió:

—Nosotros somos archibarberos. Pero puedes ayudarnos, y prometerte ayuda a ti mismo, si quieres salir indemne.

Yo respondí:

—Si ayudaros está en mi poder, prometo hacer todo lo que me sea posible y necesario para prestaros esa ayuda. Decidme tan solo cómo he de hacer.

A esto respondió el anciano:

—Soy el tatarabuelo del actual señor del castillo, y emprendí con mi primo, de la familia N., una ilegítima disputa por dos pueblos, N. y N., que él tenía con justicia, y mediante astucias y manejos logré que tres personas fueran arbitrariamente elegidas jueces, y luego, tanto con promesas como con amenazas, hice que los antedichos me reconocieran la propiedad de ambos pueblos. Entonces empecé a rapar, sangrar y acosar a los súbditos de esos lugares de tal modo que reuní una notable cantidad de dinero, que está en aquel rincón y con el que he tenido que afeitarme hasta ahora, para pagar de ese modo mis rapados. Si ese dinero regresa a la gente (porque poco después de mi muerte las dos poblaciones volvieron a su legítimo señor), me será de más ayuda que lo que tú puedes ayudarme contando a mi tataranieto esta condición mía, y para que te conceda mejor crédito, haz que mañana te lleve al llamado salón verde; allí encontrarás mi retrato. Cuéntale delante de él lo que de mí has oído.

Cuando hubo dicho esto, me pidió que le diera mi mano y mi palabra de que haría todo aquello, pero como yo había oído decir muchas veces que no se debe dar la mano a un espíritu, le tendí la punta de la sábana, que ardió en cuanto él la tocó. Los espíritus devolvieron sus instrumentos de rasurar al lugar en el que estaban, volvieron a poner la losa encima, colocaron la silla también donde estaba antes y salieron del cuarto uno tras otro. Yo sudaba como un asado puesto al fuego, y aun así, tuve la audacia de quedarme dormido presa de tal miedo.

El aventurero Simplicissimus
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