CAPÍTULO CUARTO,
que trata de quien trae la paga y de los servicios bélicos que prestó Simplicius a la corona sueca, merced a los que recibió el nombre de Simplicissimus
Mientras se charlaba de tal guisa y cuando ya se disponían a repetir lo del día anterior, un centinela trajo un escrito para el gobernador, anunciándole que un comisario de guerra sueco esperaba ante la fortaleza con el propósito de visitar la ciudadela e inspeccionar la guarnición. Esto les agrió a todos el humor y la alegría, y las carcajadas se apagaron como gaitas sin aire. Los músicos y los invitados desaparecieron como desaparece el humo del tabaco, dejando tras de sí únicamente un leve aroma. El señor se trasladó en persona a la puerta de la fortaleza, junto con su ayudante, que llevaba las llaves, y una compañía de la guardia para rendirle los honores debidos al cagatintas, pues así le llamó, a quien le deseaba que el diablo desgarrara en mil pedazos la garganta antes de que entrara en la fortaleza. Cuando el sueco hubo entrado y mi amo le recibió ante el puente levadizo, la cosa cambió radicalmente de aspecto. No faltó mucho para que el gobernador sostuviera el estribo de su superior para así demostrarle su devoción, y la cortesía y el respeto con que se saludaron alcanzó tales caracteres que el comisario incluso descabalgó y marchó a pie al lado de mi señor hasta el cuartel general, queriendo cada uno dejarle al otro la derecha y haciéndose objeto de toda clase de atenciones.
Yo pensé, entre mí, en el espíritu hipócrita que rige a los humanos y que les lleva a hacer recíprocas majaderías. Nos acercamos al cuerpo de guardia y el centinela nos gritó su «¿Quién vive?», a pesar de que bien claramente veía que era el gobernador, pero este no quiso responder sino dejarle a su huésped tal honor, por lo que el centinela repitió su grito con más énfasis. Finalmente respondió el comisario de guerra:
—¡Quién trae la paga!
Tras pasar por delante del centinela, que como luego supe era un nuevo recluta y hasta entonces un joven y rico campesino de Vogelsberg, como iba yo en último lugar, le oí murmurar:
—¡Un sucio embustero eres tú! ¿El que trae la paga? Dirás un perro asqueroso que se nos lo lleva todo. Tanto me robaste a mí que querría que el granizo te matara antes de salir de esta ciudad.
Sin embargo, antes de una hora aprendía a considerar a aquel sueco como algo sagrado y divino, pues no solamente se silenciaban todas las maldiciones ante él sino que sus enemigos, que le aborrecían de todo corazón, le demostraban únicamente respeto, amor y bondad. Fue tratado principescamente, cebado a rebosar y se le destinó luego, por la noche, un lecho señorial.
Durante la revista de la mañana siguiente todo fue miel sobre hojuelas. Incluso yo, miserable de mí, fui capaz de embaucar al inteligente comisario, y ello a pesar de que para cargos semejantes no se eligen precisamente niños inexpertos: como era demasiado pequeño para suplantar a un mosquetero, en menos de una hora aprendí la ciencia de tocar el tambor. Se me disfrazó, pues, con un traje prestado de tamborilero y se me proveyó de un tambor (mis arremangados pantalones de paje no debían de servir a tal propósito), y esto sin reparo alguno porque también mi nuevo destino era prestado, y pasé felizmente la revista. Como no se podía confiar en que, con mi majadería, recordara un nombre extraño al que contestar y presentarme, tuve que continuar siendo Simplicius; el apellido me lo encontró el propio gobernador, y me hizo apuntar en la hoja de reclutamiento como Simplicius Simplicissimus. Así me convirtió, cual hijo de ramera, en el primero de mi estirpe, si bien él mismo había reconocido que parecía yo el vivo retrato de su propia hermana. Desde entonces conservé este nombre y apellido (hasta que averigüé cómo me llamaba realmente) y con él presté mi único servicio militar, en provecho del gobernador y apenas perjuicio a la corona sueca y aliados, por el cual sus enemigos no han de hallar motivos de envidia.