CAPÍTULO QUINTO,
en el que cuatro demonios transportan a Simplicius al infierno, donde le sirven vino español
Cuando hubo partido el comisario, el cura me hizo ir secretamente a su casa y me dijo:
—Me apena tu juventud, Simplicius, y el cruel destino que te espera me mueve a compasión. Atiende lo que voy a decirte, pobre niño: tu señor está decidido a quitarte la razón y convertirte en un idiota. Ya ha mandado escoger para ti un traje especial y mañana serás llevado a la escuela donde perderás la poca inteligencia que te queda; te martirizarán tan cruelmente que, sin Dios y sin la ayuda de medios naturales, enloquecerás sin duda alguna. Como considero que este plan es repugnante y vergonzoso y me acuerdo de la piedad del ermitaño y de tu inocencia, quiero aconsejarte y ayudarte con los medios a mi alcance. Toma estos polvos y trágatelos: fortalecerán de tal modo tu corazón y tu cerebro que podrás resistir a todo sin perder la razón. Luego, aquí tienes un bálsamo: úntate con él las sienes, la coronilla, el pescuezo y la nariz. Emplea ambas cosas esta misma noche, cuando vayas a dormir, pues ten la certeza de que te sacarán de la cama a cualquier hora. Procura que nadie tenga conocimiento de mi aviso ni advierta el remedio, pues sería tan fastidioso para ti como para mí, y no creas nada de lo que te digan durante esta maldita cura pero haz como si lo creyeras; habla poco, para que tus verdugos no se den cuenta de que están segando paja vacía, de lo contrario únicamente conseguirías prolongar tus martirios, y no sabemos de qué manera se comportarían contigo. Cuando te den el traje de bufón, vuelve a mí para que pueda ofrecerte nuevos consejos. Mientras tanto quiero rogar a Dios te conserve el entendimiento y la salud.
Me dio luego dichos polvos y el bálsamo, y con ellos regresé a casa.
Todo sucedió como había dicho el cura. Durante el primer sueño entraron cuatro individuos en mi habitación, disfrazados con horrorosos trajes de demonios, y se acercaron a mi cama; saltaron a mi alrededor como hechiceros con máscaras de carnaval. Uno llevaba en la mano un gancho reluciente; el otro, una antorcha encendida; los dos restantes se precipitaron sobre mí, me sacaron de la cama, bailaron un instante conmigo y me ordenaron vestirme. Yo me comporté como si en realidad les tomara por verdaderos trasgos: mis quejidos lastimosos habrían conmovido un corazón de piedra y mis gestos demostraban un miedo horroroso. Me anunciaron que debía partir con ellos; con un pañuelo me vendaron la cabeza de modo que no podía oír, ver ni gritar. Me condujeron, pobre y temblorosa hojilla, dando un gran rodeo, subiendo y bajando escaleras, hasta un sótano donde ardía un enorme fuego. Allí me quitaron el pañuelo y me dieron a beber vino español y malvasía. Les fue muy fácil convencerme de que había muerto y me encontraba en lo más profundo de los infiernos, pues me apliqué en mostrarles mi absoluta credulidad a sus embustes.
—Bebe tanto como puedas —me decían—, ya que tienes que permanecer una eternidad entre nosotros. Si te niegas y no quieres ser buen compañero nuestro, irás al fuego.
Los pobres diablos procuraban cambiar el lenguaje y la voz para que yo no los reconociera, sin embargo pronto descubrí en ellos a los guardias de corps de mi señor. Mostré no conocerlos pero reí interiormente: los que me querían convertir en bufón eran mis propios juglares. Bebí mi parte del vino español, pero ellos se embriagaron aún mucho más que yo, y puedo jurar que perdieron la cabeza mucho antes, pues tenían los tales sujetos muy pocas oportunidades de gozar de aquel néctar divino. Finalmente, creí llegado el momento de fingirme borracho. Empecé, pues, a tambalearme, como había visto recientemente a los invitados de mi amo, me negué a beber de nuevo e intenté dormir. Pero ellos me golpearon y persiguieron por el sótano con sus ganchos, que habían tenido todo el rato en el fuego. Parecía como si los locos fueran ellos. Seguramente perseguían con esta cacería el medio de obligarme a beber más aún, o por lo menos no dejarme dormir, y cada vez que caía, lo que hacía a propósito frecuentemente, me cogían y simulaban querer tirarme al fuego. Me sentía yo como un halcón que debe mantenerse despierto a todas horas, esa era la mayor cruz. Habría podido resistir el sueño y la borrachera mucho mejor que ellos si hubieran actuado a un tiempo, pero se iban turnando de modo que a la larga tenía yo que ceder. Tres días y dos noches había permanecido ya en aquella renegrida bodega en la que no había más luz que la del resplandor del fuego, la cabeza empezaba a zumbarme y a dolerme, como si quisiera partirse en dos. Tenía que encontrar, y muy pronto, el medio de librarme del martirio y de mis verdugos. Imité, pues, al zorro, que se orina en los ojos de los perros cuando no puede escapar de ellos: aproveché el momento en que mis necesidades (con la venia) reclamaban imperativamente sus derechos y, metiendo un par de dedos en la boca, arrojé tales brebajes que con ellos empapé mi precioso jubón. Contra la insoportable peste, resultado natural de mi acción, no tenían mis diablos defensa alguna, y no la pudieron soportar. Primero me envolvieron en un saco y me azotaron tan cruelmente que junto a las vísceras me pareció también perder el alma. Perdí los sentidos y quedé en el suelo como muerto. Por eso no sé lo que después hicieron conmigo.