CAPÍTULO PRIMERO,

que trata del origen rústico de Simplicius y su pareja educación

En estos tiempos (que muchos creen los últimos) las gentes humildes han dado en someterse a la manía de aparentar más de lo que son, pues apenas consiguen reunir y encerrar en sus bolsas cuatro cuartos, lucen ya un extravagante traje de moda, con infinidad de cintas y aderezos; apenas, por un puro azar, consiguen renombre o importancia, pretenden ser hidalgos, caballeros y nobles personajes de ilustre prosapia. Investigando escrupulosamente en su pasado se llega a la conclusión de que sus padres no fueron más que jornaleros, carreteros o esportilleros; sus primos, acaso, borriqueros; sus hermanos, alguacilillos y justicias; sus hermanas, putas; y sus madres, alcahuetas y hasta incluso brujas. En fin, que, a lo largo de treinta y dos generaciones, toda su estirpe está más mancillada y llena de oprobio que el gremio de rateros que capitaneaba aquel Juckerbastel de Praga. Estos nuevos nobles son de una ralea más oscura que si hubieran nacido y se hubieran criado en la Guinea.

Yo no estoy en el caso de estos pobres orates. He de reconocer, eso sí, que más de una vez he imaginado descender de algún señor o, por lo menos, de un modesto noble, pues por naturaleza siento cierta inclinación por los menesteres de hidalgo, solo que me ha faltado oportunidad para ejercerlos. No es chanza: mi procedencia y educación fueron principescas, si, naturalmente, se prescinde de ciertos detalles. ¿Miento acaso? Mi knan (así se le llama al padre en Spessart), mi knan, digo, tenía su palacio propio, uno tal que ningún rey habría podido construirlo con sus propias manos en todos los días de su vida. Este palacio estaba esmaltado de lodo y, en vez de la estéril pizarra, del frío plomo y del rojo cobre, estaba cubierto de paja. Y para hacer ostentación de su riqueza y de su ilustre estirpe, no levantó mi knan los muros del palacio con piedras, de las que están sembrados los caminos y los baldíos, y menos con adobes chapuceramente amasados, que pueden ser rápidamente fabricados y cocidos. No, empleó madera de encina, noble y útil árbol del que crecen las longanizas y los jamones más gordos. ¿Dónde está el monarca que en esto se atreva a imitar a mi knan? Las habitaciones, salas y aposentos de su palacio los dejó ennegrecer por el humo del hogar, que proporciona la pintura más duradera del mundo; el acabar una obra así exige bastante más tiempo que el mejor cuadro de un gran artista. Los tapices eran del más delicado tejido que imaginar cabe, pues los tejía quien de antiguo compite con la mismísima Minerva. Las ventanas estaban consagradas a san Diáfano y por ello no tenían cristal; el cáñamo o el lino lo sustituían, pues una de estas ventanas de lienzo cuesta más tiempo y trabajo que la mejor y más clara vidriera de Murano. Dado su rango, suponía mi padre que únicamente aquello que se obtenía con mucho trabajo podía constituir un objeto precioso y que solamente lo precioso era digno de su nobleza. En vez de lacayos, pajes y palafreneros tenía mi padre corderos, carneros y cerdos, todos ellos pródigamente engalanados con sus libreas naturales. ¡Cuántas veces me habían esperado paciendo para que los condujera a casa! La armería del castillo estaba ampliamente provista de arados, picos, hachas, azadones, palas y horquillas para heno y estiércol; con estas armas se ejercitaba a diario mi knan como en tiempos de paz los antiguos romanos, cavando y desbrozando. Capitaneaba bueyes unciéndolos; las pilas de estiércol eran sus fortificaciones; los sembrados, sus campos de batalla, y limpiar la cuadra, su noble diversión y sus torneos. Con todo campeó el globo terráqueo (o lo que tuviera más a alcance) y cada cosecha le dejó valioso botín. Si digo aquí todo esto es solo de paso, sin envanecerme en absoluto de ello, y a fin de no dar pie a que alguien pueda burlarse de mí como de los restantes nobles, pues en nada me tengo por mejor que mi knan, quien vivía en Spessart, lugar muy divertido donde los lobos se dan las buenas noches con cumplidos mutuos. Pero no me detengo a hablar con más detalle de la estirpe, rango y nombre de mi padre por intención de ser breve; después de todo, no es este el lugar para discurrir sobre las nobles instituciones a las que yo pueda estar vinculado. Baste saber, únicamente, que Spessart es mi lugar de nacimiento.

De lo dicho acerca del régimen reinante en la noble casa de mi knan, cualquier experto puede imaginar la clase de educación que he recibido; a quien piense así no conduciré a engaño si apunto que, al cumplir diez años, yo conocía ya los rasgos esenciales de las nobles artes de mi padre arriba mencionadas. En lo que a los estudios se refiere, puedo compararme con el famoso Amplístides, de quien refiere Suidas que apenas sabía contar hasta cinco. Y es que mi knan poseía quizá un espíritu demasiado elevado para no sustraerse a las costumbres de la época, en que la mayoría de los caballeros distinguidos no solía preocuparse por los estudios o, como ellos decían, los ademanes de escuela, pues para sus papeleos disponían de covachuelistas. Por lo demás, yo era un virtuoso de la gaita, con la que ejecutaba bellas y quejumbrosas melodías. Finalmente hablaré de mis relaciones con la teología, no vaya a olvidar mencionarlo. No creo que en aquel entonces existiera en la cristiandad nadie de mi edad que me igualara: nada sabía de Dios ni de los hombres; nada del infierno, ni del cielo, ni de los ángeles, ni de los demonios, y no sabía distinguir lo bueno de lo malo. Puede fácilmente suponerse que con tal religión vivía como nuestros primeros padres en el Paraíso, quienes, en su inocencia, nada sabían de las enfermedades, del morir y la muerte, y menos todavía de la resurrección. ¡Oh, vida elemental (o, mejor dicho, jumental) en la que nadie se preocupaba tampoco de la medicina! Parejos eran también mis conocimientos del derecho y, en general, de todas las demás artes y ciencias: tan perfecta era mi ignorancia que ni podía saber que no sabía nada. Y repito: ¡Oh, vida elemental y regalada! Pero mi knan no tuvo a bien dejarme por más tiempo en tan dichoso estado. Considerando que a la nobleza de mi cuna correspondía una vida y un quehacer más elevados, comenzó con sus duras lecciones a ponerme en contacto con lo más sublime de la vida.

El aventurero Simplicissimus
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