CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO,

de cómo viaja Simplicius a Egipto a través del mar Mediterráneo y es llevado al mar Rojo

Así que me fui, con la intención de visitar en tan pobre estado los más sagrados y famosos lugares del mundo, porque me imaginaba que Dios me había dedicado una mirada especialmente clemente, pensaba que se complacía en mi paciencia y voluntaria pobreza, y que por eso me ayudaría, como había sentido y gozado tangiblemente su ayuda divina y su clemencia en el mentado castillo. En el albergue en que pasé la primera noche, se me acercó un mensajero a pie que dijo que pensaba recorrer el camino que yo tenía ante mí, es decir hacia Loreto. Como yo no sabía el camino ni entendía bien la lengua, y él decía que no era un corredor especialmente rápido, nos pusimos de acuerdo en ir juntos y hacernos compañía el uno al otro. Se suponía que él también tenía que ir a los lugares donde yo debía entregar los escritos de mi señor, donde nos trataban de manera principesca, pero cuando tenía que ir a una posada me obligaba a ir con él y pagaba por mí, lo que a la larga no quise aceptar, porque pensaba que de ese modo estaba ayudándole a despilfarrar el salario que había ganado con tanto esfuerzo. Pero él decía que también se aprovechaba de mí donde yo tenía que entregar escritos, donde era un parásito mío y podía ahorrarse su dinero. De este modo cruzamos las altas montañas y llegamos juntos a la fértil Italia, donde mi acompañante me contó por vez primera que había sido enviado por el antedicho señor del castillo para acompañarme y hacer que no pasara necesidad. Por eso, me pedía que me contentara con él y no desdeñara la voluntaria limosna que su señor me enviaba, sino que la disfrutara mejor que aquella que tenía que sacarle a toda clase de gentes mal dispuestas. Me maravilló el honesto ánimo de aquel señor, pero no por eso quise que el disfrazado mensajero se quedara más tiempo conmigo ni gastara más por mí, con el pretexto de que había recibido de él demasiados honores y bondades, que no me creía capaz de compensar. Pero en realidad me había propuesto desdeñar todo consuelo humano y quedar, con la mayor humildad, sufrimiento y cruz, tan solo en manos del buen Dios. No habría aceptado de mi compañero ni orientación ni alimento si hubiera sabido que había sido enviado con ese fin.

Cuando vio que ya no quería aceptar de ninguna manera su compañía, sino que me apartaba de él con el ruego de que saludara de mi parte a su señor y le diera las gracias por todas las bondades mostradas, se despidió con tristeza y dijo:

—Muy bien, querido Simplicius, si no queréis creer ahora el bien que mi amo os hacía de corazón, ya os daréis cuenta cuando el forro de vuestro hábito se rompa o queráis arreglarlo de otro modo.

Y, con esto, se fue como llevado por el viento.

Yo me quedé pensando qué había querido decir con esas palabras. No podía creer que su señor se arrepintiera de haberme dado aquel forro. «No, Simplicius —me decía a mí mismo—, él no ha enviado a ese mensajero a recorrer un camino tan largo a su costa solo para reprocharte que te ha forrado el hábito. Hay algo más detrás». Y cuando examiné el hábito, encontré que debajo de las costuras había un ducado tras otro, así que sin saberlo había llevado conmigo una gran cantidad de dinero, con lo que me sentí muy intranquilo, porque había querido que él se quedara con lo suyo. Me hice toda clase de preguntas acerca de cómo iba a invertir y utilizar ese dinero: ora pensaba devolverlo, ora pensaba comprar una casa o conseguir una renta vitalicia con él. Pero finalmente decidí ir con tales medios a Jerusalén, viaje que no era posible hacer sin dinero.

Luego me puse en camino directamente hacia Loreto, y de allí hacia Roma. Después de estar allí un tiempo, hacer mis devociones y trabar conocimiento con varios peregrinos que también tenían la intención de visitar Tierra Santa, fui a su patria con uno de ellos que era genovés. Allí buscamos oportunidad de cruzar el mar Mediterráneo. Tras poco preguntar encontramos un barco de carga listo para zarpar hacia Alejandría con mercancías, que tan solo esperaba buen viento. ¿No es maravilloso, por no decir divino, el efecto del dinero sobre los mortales? El patrón o capitán del barco no me habría aceptado, debido a mi mísero aspecto, si hubiera tenido una devoción de oro y un dinero de plomo, porque cuando me vio y oyó por vez primera rechazó en redondo mi petición; pero en cuanto le mostré un puñado de ducados que pensaba emplear en mi viaje, el trato le pareció bien sin más ruegos, sin ponernos de acuerdo en el pago. Luego me instruyó acerca de qué provisiones y otras cosas necesarias debía adquirir para el viaje. Yo seguí su consejo y fui con él en nombre de Dios.

No tuvimos en todo el viaje peligro alguno debido a tormentas o vientos contrarios, pero nuestro capitán tuvo que escapar a menudo de los piratas, que se dejaron ver varias veces e hicieron ademán de atacarnos, porque sabía muy bien que debido a la velocidad de su barco tenía más que ganar con la fuga que defendiéndose. Y así llegamos a Alejandría antes de lo que esperaban todos los marinos de nuestro barco, lo que consideré un buen presagio de que iba a culminar felizmente mi viaje. Pagué mi pasaje y me fui al barrio francés, donde suelen parar los que vienen de todos los lugares, y me enteré por ellos de que por el momento era imposible proseguir mi viaje a Jerusalén, porque el bajá turco de Damasco había tomado las armas y se había rebelado contra su emperador, por lo que ninguna caravana, ya fuera fuerte o débil, podía pasar de Egipto a Judea si no quería ponerse de manera blasfema en peligro de perderlo todo.

Por aquel entonces se había producido en Alejandría, que de por sí suele tener un aire insano, una venenosa epidemia, por lo que muchos que venían de otros lugares se retiraban, especialmente los mercaderes europeos, que temían más a la muerte que los turcos y árabes. En esta compañía me trasladé por tierra a Rosetta, una gran ciudad junto al Nilo. Allí embarcamos y remontamos el Nilo a toda vela, hasta un lugar situado más o menos a una hora de la gran ciudad de Al Cayr, también llamada Al Cairo, y una vez que desembarcamos a medianoche y nos recogimos a esperar el día, fuimos todos a Al Cairo, la actual gran ciudad en la que me encontré por así decirlo a todas las naciones. Allí también hay más plantas extrañas que gentes, pero lo que más extraño me pareció fue que sus habitantes, en hornos preparados para eso que había por todas partes, incubaban pollos, a cuyos huevos no se acercaban las gallinas desde que los ponían, y normalmente ese negocio lo atendían mujeres viejas.

Nunca he visto una ciudad tan grande y populosa y donde sea más barato comer que aquella. Pero como mis ducados iban disminuyendo poco a poco, aunque no era caro, bien podía hacerme la cuenta de que no conseguiría mantenerme hasta que el motín del bajá de Damasco se calmara y el camino fuera lo bastante seguro para mi proyecto de visitar Jerusalén. Así que di rienda suelta a mi deseo de ver otras cosas, a lo que me incitaba la curiosidad. Entre otros, visité varias veces un lugar al otro lado del Nilo en el que se entierran las momias, así como las dos pirámides de Faraón y Rodope. El camino llegó a serme tan familiar que podía guiar de incógnito a los forasteros. Pero la última vez no me salió bien, porque en una ocasión en que iba con otros a sacar momias a las tumbas egipcias, donde también hay cinco pirámides, nos sorprendieron unos ladrones árabes que habían salido a saquear los pueblos de los cazadores de avestruces. Nos cogieron por las cabezas y nos llevaron, a través de desiertos y caminos extraviados, al mar Rojo, donde nos vendieron el uno a este y el otro a aquel.

El aventurero Simplicissimus
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