CAPÍTULO OCTAVO,
de cómo Simplicius, con elevados discursos, da a conocer sus excelentes dotes
¿Cómo te llamas?
—Me llamo niño.
—Ya veo que no eres una niña. ¿Cómo te llamaban tu padre y tu madre?
—Yo no tengo padre ni madre.
—¿Quién te ha dado la camisa que llevas?
—Mi meuder.
—¿Cómo te llamaba tu meuder?
—Me llamaba niño, y también sinvergüenza y carne de horca.
—¿Quién era el marido de tu madre?
—Nadie.
—¿Con quién dormía tu meuder por la noche?
—Con mi knan.
—¿Cómo te llamaba tu knan?
—Niño.
—¿Cómo se llamaba él?
—Se llamaba knan.
—¿Cómo le llamaba tu meuder?
—Knan, y también maestro.
—¿Nunca de otra manera?
—Sí, le llamaba belitre, grosero, puerco del diablo y otras muchas cosas cuando estaban de gresca.
—Pues eres un insecto ignorante si no conoces siquiera tu nombre ni los de tus padres.
—¡Tampoco tú los sabes!
—¿Sabes orar al menos?
—No; mi padre era el único que araba la tierra.
—¡Oh, Dios me valga! Te pregunto si sabes al menos el padrenuestro.
—¡Ah, eso sí! A ver.
—Padre nuestro querido que estás en los cielos, santificas el nombre, viene el reino y tu voluntad en el cielo y en la tierra, danos la culpa como se la damos nosotros a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del reino, el poder y la gloria eterna, amén.
—Pero ¿no conoces el culto cristiano?
—Bueno, sobre él me siento ahora mismo.
—No, criatura, te he preguntado si has asistido a misa alguna vez.
—En casa teníamos una. ¿No es ese tablero con patas?
—Dios te ampare, ¿es que no sabes nada de nuestro Señor?
—Sí, en casa teníamos uno detrás de la puerta. Mi madre lo trajo de una romería y lo pegó allí.
—¡Santo Dios! ¡Ahora comprendo la gracia que deriva de tu conocimiento, y de cómo no llega a hombre quien no lo recibe! Señor, déjame honrar tu santo nombre y que sea digno de agradecerte la suprema gracia que me concediste. En cuanto a ti, Simplicius, porque así he de llamarte de aquí en adelante, escucha lo que voy a decirte: para rezar el padrenuestro tienes que decir así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y…
—Oye, y queso también, ¿eh?
—Querido niño, calla y aprende, que lo necesitas más que el queso. A un arrapiezo como tú no le está permitido interrumpir a un anciano. Debes callar, escuchar y aprender. Si supiera dónde viven tus padres, me llegaría prestamente hasta ellos para enseñarles cómo deben educarse los hijos.
—Ni yo mismo sé adónde dirigirme. Nuestra casa se quemó y mi meuder salió corriendo y luego volvió con Ursele y con mi knan también, y nuestra doncella se puso mala y se quedó en el establo.
—¿Quién quemó vuestra casa?
—¡Oh! Vinieron unos hombres de hierro, sentados sobre unos bichos grandes como bueyes pero sin cuernos. Estos hombres destrozaron el lar y las ventanas, acuchillaron corderos, vacas y cerdos, luego yo me escapé y más tarde se quemó la casa.
—¿Dónde está tu padre?
—Pues mira, los hombres de hierro lo ataron y nuestra vieja cabra tuvo que lamerle los pies; mi padre se vio obligado a reír horriblemente y después les dio a los hombres de hierro muchas monedas de plata, grandes y pequeñas, también otras amarillas muy bonitas y muchas más cosas brillantes, así como unos relucientes cordones de bolitas blancas.
—¿Cuándo ocurrió todo esto?
—Pues cuando tenía que cuidar las ovejas, y también quisieron quitarme la gaita.
—Pero ¿cuándo estabas vigilando las ovejas?
—¿Es que no atiendes? Cuando llegaron los hombres de hierro y luego Ann dijo que tenía que irme porque si no se me llevarían los guerreros, se refería a los hombres de hierro, y entonces me eché a correr y llegué hasta aquí.
—¿Y adónde quieres ir ahora?
—¡Si no lo sé! Quiero quedarme aquí contigo.
—No puedes quedarte aquí. Anda, come ahora, después te llevaré a donde haya gente.
—A ver, dime qué cosa es esa de la gente.
—La gente son personas como yo y tú. Tu knan, tu meuder y vuestra Ann son personas, y cuando hay muchas juntas entonces se las llama gente.
Así transcurrió nuestra conversación, durante la cual el ermitaño me miró repetidas veces suspirando profundamente. El motivo podría haber sido la compasión por mi ignorancia o, quizá, lo que descubrí unos años más tarde.