CAPITULO NOVENO,

donde se elogia descomedidamente a una dama

En cuanto llegué a casa tuve que presentarme al instante en la sala donde mi señor había invitado a unas nobles damas para que vieran y oyeran al nuevo bufón gustosamente. Aparecí yo, y me quedé tan silencioso como un mudo, lo que dio motivo a la que yo había agarrado durante el baile para decir que le habían dicho que aquel becerro podía hablar, pero que ahora veía que no era cierto. Yo contesté:

—Hasta ahora también había creído yo que los monos no sabían hablar. Me estoy enterando de que esto tampoco es verdad.

—¿Cómo? —preguntó mi señor—. ¿Crees, acaso, que estas damas son monos?

—Si no lo son, pronto lo serán. ¿Es que quizá puede saberse lo que vendrá? Tampoco podía prever que me vería convertido en un becerro y aquí me tienen.

Mi señor me preguntó que en qué notaba yo que aquellas podían quedar convertidas en monos. Yo le contesté:

—El mono lleva el trasero al descubierto; estas damas, sus pechos. Otras señoritas acostumbran llevarlos cubiertos.

—¡Ah, mal bicho! —dijo entonces mi amo—. ¡Eres un choto loco y como tal hablas! Estas damas tienen el buen gusto de enseñar lo que es digno de ver; en cambio los monos van desnudos por necesidad. ¡Rápido, repara tu desaguisado! De lo contrario mandaré que te azoten y que los perros se te coman en el corral, tal como se hace con los becerros desmandados. Deja que te oigamos: ¿sabes acaso cómo se debe alabar a una dama?

Miré a las damas susodichas de abajo arriba y luego otra vez de arriba abajo. Me mostré tan embargado y enamorado como si hubiera querido casarme con ellas. Finalmente dije:

—Señor, ahora veo dónde está la falta. ¡Un sastre ladrón tiene la culpa de todo! La tela que correspondía a la parte superior para cubrir los senos la ha dejado colgando de las faldas, por eso arrastra tanto por detrás. A este chapucero deberían cortarle las manos por no saber usar mejor sus tijeras. Doncella —dije volviéndome hacia mi pareja—, despedidle si tan mal os sirve y procurad encontrar el sastre de mi knan; se llama maese Pablito. Le hizo a mi meuder, y a nuestra Ann y Ursele unos trajes lindamente plegados que por abajo eran muy cortos y gracias a ello no se arrastraban por la inmundicia como el vuestro. ¡Ni os imagináis con qué bellos ropajes vestía a aquellas putas!

Mi señor preguntó si Ann y Ursele, las hijas de mi knan, eran tan bellas como esta señorita.

—¡Que va! —contesté—. Esta joven tiene unos cabellos tan amarillos como la caca de un recién nacido, tan bellamente peinados como un cepillo de cerdas y tan lindamente rizados que parecen pequeñas trompetillas, o como si a cada lado le colgaran un par de libras de salchichas ahumadas. ¡Oh, mirad qué bella y lisa frente! ¿No ofrece una curva más fina que unas posaderas y más blanca que un cráneo pulido por el tiempo en pleno campo? Da, sin embargo, verdadera pena que sus polvos echen a perder su fina piel. Quien no supiera nada de ello podría creer que tiene tiña, porque en esa clase de calvicie aparecen también estas escamas. ¡Y sus chispeantes ojos! En su negrura brillan más profundamente que el hollín de la chimenea de mi knan, cuando Ann la encendía para calentar la habitación, como si en ellos hubiera suficiente fuego para incendiar el orbe entero. Sus mejillas están deliciosamente enrojecidas, pero no tan rojas como los bordados con que se adornan la bragueta los cocheros suabos. Pero el rojo color de sus labios los supera con mucho. Y cuando ríe o habla (por favor, que el señor pare mientes en ello) se ven en sus morritos dos hileras de pequeños dientes, bellamente arqueados y tan parecidos al azúcar como si hubieran sido tallados de un trozo de rábano. ¡Oh, maravilla! ¡No puedo creer que duela un mordisco suyo! Su cuello es poco más o menos tan blanco como la leche cuajada, y sus pechos del mismo color; sin duda alguna son tan duros al tacto como las ubres rebosantes de leche de una cabra. Seguramente no son tan flácidos como los de aquellas viejas mujerucas que no hace mucho me limpiaron el trasero cuando llegué al cielo. ¡Ah, señor, mirad sus dedos! Tan finos, tan largos y delgados, tan ágiles como los de aquellas gitanas que parecen hechos adrede para pescar en los bolsillos del prójimo. Pero todo esto qué importancia tiene ante su cuerpo, que por desgracia no puedo ver desnudo. ¿No es tan delicado, fino y gracioso como si hubiera tenido escurribanda durante ocho semanas enteras?

Estalló tal tempestad de carcajadas que acallaron mi voz, y tuve que salir de allí por patas y aun así que otros me vejaran hasta cansarme.

El aventurero Simplicissimus
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