CAPÍTULO DECIMOTERCERO,
que trata de la orden de los hermanos de Merode
Herzbruder decidió conmigo durante el camino que debía hacerme pasar por su primo, para hallarme más cerca del favor de los grandes. Quería proporcionarme aún otro caballo y un criado y colocarme luego en el regimiento de Neuneck. Allí debería permanecer como voluntario de caballería, hasta que quedara libre una plaza de oficial en la que pudiera colocarme.
En poco tiempo me vi convertido de nuevo en un sujeto parecido a un bravo soldado. Durante aquel verano apenas realicé ningún hecho reseñable aparte de robar vacas en la Selva Negra y conocer mejor Brisgovia y Alsacia. Por lo demás, tuve poca suerte. Los de Weimar me confiscaron en Kenzingen el caballo y el criado, por lo que me vi obligado a esforzar mi otro caballo hasta que lo agoté. Por esta razón entré en la orden de los hermanos de Merode. Herzbruder me habría ensillado de nuevo gustosísimamente, pero como había terminado tan deprisa con los dos caballos anteriores, creyó preferible abstenerse hasta que aprendiera un poco de prudencia. Yo tampoco deseaba nada más, porque había encontrado unos compañeros tan a mi gusto que nada mejor podía desear hasta el próximo cuartel de invierno.
Y aquí tengo que dar alguna información acerca de estos hermanos de Merode, porque debe de haber unos cuantos, sobre todo aquellos que no tienen experiencia en la guerra, que no saben nada de ellos, pues no sé de ningún escribiente que haya incorporado a su obra sus usos y costumbres, sus derechos y privilegios, aunque a todos conviene saber qué tipo de gremio es este; no solo a los generales sino también a los simples campesinos. Por lo que respecta a su nombre, espero que sea un insulto para el valiente caballero que la fundó y porque si no yo no lo haría público. Una vez vi una clase de zapatos que, en lugar de agujeros, tenían costuras torcidas, para poder caminar mejor sobre el barro, pero si alguno se reía de Mensfeld por esta causa y le llamaba remendón, se le consideraría un iluso. De la misma manera, se ha de comprender este nombre, que no desaparecerá mientras los alemanes hagan la guerra. Pero todo tiene un motivo. Una vez, incorporó este caballero al ejército un recién formado regimiento, compuesto por individuos tan delicados y finos como bretones, de modo que no podían resistir las marchas, ni las demás incomodidades que constituyen la vida de un soldado en campaña. Por este motivo, en poco tiempo la fuerza de este regimiento fue tan ínfima que apenas si podía cubrir una bandera. Siempre que en mercados y casas o a la sombra de setos y muros encontraba unos enfermos y agotados y les preguntaba: «¿Qué regimiento?», la respuesta usual era: «¡El de Merode!». Así llegó un día en que a todos los que enfermos o sanos, heridos o no, que deambulaban, sin orden ni concierto alrededor de las columnas en marcha, o que no acudían a sus cuarteles, se les llamó merodeadores. A estos mozos se les llamaba antaño zánganos, porque son como los de las colmenas, que en cuanto pierden sus aguijones no trabajan ni producen miel, únicamente comen. Cuando un jinete pierde su caballo o un mosquetero su salud, o cuando enferman sus mujeres e hijos y necesitan rezagarse, se convierten en hermanos de Merode. Es esta una gentuza comparable únicamente a los gitanos, no solo porque estos vagabundean delante, detrás, al lado y en medio de los ejércitos, sino porque poseen parecidos usos y costumbres. Se les ve en invierno yacer a montones como las perdices, detrás de los setos, a la sombra o al sol, según el tiempo, o también alrededor del fuego, fumando o ganduleando, mientras que en cualquier lado un honrado soldado de las compañías sufre calor, sed, frío y toda clase de miserias. Toda una horda de ellos marcha al lado de las compañías dedicados a la rapiña mientras cualquier soldado esté a punto de caer agotado bajo el peso de sus armas. Antes, y al lado o detrás del ejército, roban todo lo que encuentran. Lo que no pueden utilizar lo destruyen, de manera que los regimientos llegados a nuevos cuarteles no suelen encontrar ni un trago de agua que beber. Si alguna vez se les obliga a permanecer junto al bagaje, se puede observar en ellos una energía y una resistencia superiores a los del propio ejército. Cuando marchan, acampan o acuartelan, no tienen brigadas que les manden, sargentos que les sacudan, cabos que organicen las guardias, ni siquiera tambores que toquen a retreta o a diana. No tienen tampoco quien les coloque en orden de combate ni furier que los aloje. Viven como caballeros libres. Pero cuando la soldadesca consigue algún botín, ellos son los primeros en reclamar su parte, aunque no la tengan merecida. El alguacil y el corregidor son la peor peste para ellos, porque cuando las hacen muy gordas, les adornan pies y manos con cadenas de plata o incluso les colocan un collar de cáñamo en el cuello y los cuelgan.
No hacen nunca guardia, nunca cavan fortificaciones, nunca atacan, no intervienen en ninguna batalla y, a pesar de todo, nunca les falta la comida. Pero los disgustos que le ocasionan al general, al campesino o al ejército que tenga que aguantarlos no son para ser descritos. El peor de los jinetes, que no sirve más que para forrajear, es de más valor para su jefe que mil de tales hermanos, que del no hacer nada hacen su oficio y se tumban a la bartola todo el día sin preocuparse de nada. A veces son apresados por el enemigo o escarmentados por los campesinos; de esta manera el ejército queda debilitado y el enemigo, fortalecido. Cuando un libertino semejante, y no me refiero a los enfermos, sino a los jinetes sin montura que, por negligencia, arruinan sus caballos y se dedican al pillaje para poder salvar la piel, sobrevive al verano, nada se obtiene de él durante el invierno como no sea el trabajo y el gasto de darle una nueva cabalgadura para que tenga algo que malgastar durante la próxima campaña. Deberían ser atados como los lebreles, y obligarles a ejercitarse en guarniciones, o condenados a galeras, ya que no quieren cumplir su obligación en el campo de batalla hasta poseer su nuevo caballo.
No quiero hablar siquiera de cómo intencionadamente hacen de un pueblo pasto de las llamas, de cómo privan a algún soldado de sus armas, le saquean y le roban a hurtadillas, y hasta le matan; ni de lo bien que puede esconderse entre ellos un espía, ya que solo precisa conocer el nombre de cualquier regimiento o compañía. Uno de estos honrados hermanos era yo hasta la batalla de Wittenweier; por entonces estaba el cuartel general en Schutter. En una ocasión en que me dirigía con mis camaradas a robar vacas, según nuestra costumbre, en los caseríos cercanos, fui atrapado por los de Weimar. Supieron tratarnos mucho mejor. Nos cargaron con un mosquete y nos repartieron en distintos regimientos. Yo fui a parar al de Hattstein.