CAPÍTULO TRIGÉSIMO,

donde entra en escena el cazador, que aprende el oficio de las armas, y de cómo puede formarse un joven soldado

Como al comandante de Soest le hiciera falta un buen mozo de cuadra, y por tal me tenía, no vio con buenos ojos que me hiciera soldado y quiso quedarse conmigo. Tomando mi excesiva juventud como excusa convenció al capitán y mandó a buscarme.

—Oye, cazadorcillo —dijo—, tú serás mi sirviente.

Le pregunté cuáles serían mis obligaciones y me contestó:

—Ayudar a mis caballos a esperarme.

—Señor —le repliqué—, no nos avenimos. Yo querría mejor tener un amo a cuyo servicio me esperaran los caballos a mí. Como no podré tenerlo nunca, prefiero seguir siendo soldado.

—Pero si aún eres barbilampiño —opuso él.

—¡Oh, no! —le repliqué—. Me atrevo a aguantar a un hombre que me lleve ochenta años. La barba no hace al hombre, o de lo contrario los chivos se llevarían la palma.

—Si tu coraje iguala a tu bravuconería, harás que me convenza.

—Puedo demostrároslo en la primera ocasión que se presente —dije yo, dándole a entender que no estaba dispuesto a dejarme emplear como mozo de cuadra.

Y así me dejó ser lo que ya era.

Luego tomé las viejas calzas del difunto dragón y, cuando les hube hecho la autopsia, compré con el producto de sus intestinos un excelente caballo de guerra y el mejor mosquete que pude encontrar. Puse buen cuidado en mantenerlo todo reluciente como un espejo. Me hice de nuevo un traje verde, pues el nombre de Pequeño Cazador que ya me daban era de mi agrado, y mi viejo traje se lo di a mi mozo, porque se me había hecho pequeño. Cabalgué, pues, por aquellos lugares como un joven hidalgo, sin creerme ya un paria. Me atreví a adornar con una pluma mi sombrero, como los oficiales, a causa de lo cual me granjeé envidiosos y enemigos. Entre estos y yo se produjo muy pronto un cambio de palabras fuertes y, finalmente, golpes. Pero apenas hube enseñado a tres o cuatro lo que en el Paraíso había aprendido con el maestro de armas, demostrando que sabía repartir mandobles, no solamente me dejaron tranquilo, sino que más de uno trató de buscar mi amistad. Hice que se me encargaran cometidos a pie y a caballo en toda clase de incursiones, ya que iba bien montado y era más ligero de pies que ninguno de mis compañeros. En todas las acciones frente al enemigo quise ir siempre por delante, y de esta forma me hice pronto famoso y fui temido entre amigos y enemigos. Se me confiaron las más peligrosas hazañas y, para tales fines, también el mando de compañías enteras. Empecé a atacar como un bohemio y, cuando atrapaba algo valioso, les daba a mis oficiales tan generosas partes que pude realizar las más arriesgadas acciones en los puntos de más peligro: en todas partes encontraba ayuda. El general conde Götz había dejado en Westfalia tres poderosas guarniciones emplazadas en Dorsten, Lippstadt y Koesfeld, sobre las que ejercí un constante acoso. Con mis reducidas guerrillas estaba yo en continuo acecho frente a sus mismas puertas, pescando siempre algún rico botín. Y como de todas partes salía con bien, la gente dio en creer que podía hacerme invisible y que era tan invulnerable como el acero o el hierro. Por este motivo era yo más temido que la peste, y treinta hombres del campo enemigo no se avergonzaban de huir cuando me sabían por las cercanías con quince de los míos.

Llegó el momento en que hubo que echar mano de mí siempre que había que imponer una contribución en un lugar cualquiera o cada vez que era preciso cobrar los impuestos por la fuerza, y mi bolsa engordó enormemente, tanto como mi fama. Mis oficiales y camaradas estimaban a su cazador y los más destacados jefes enemigos se atemorizaban solo de oír mi nombre. Al campesino lo mantenía a mi lado por el miedo y el aprecio; sabía castigar a mis adversarios, pero, al mismo tiempo, premiaba largamente a los que me hacían algún favor por pequeño que fuera. Así, a cambio de las confidencias, gastaba más de la mitad de mi botín, pero de esta manera no había ronda, ni viajero, ni carreta que partiera del campo enemigo sin que se me comunicara su salida. Basándome en estas confidencias hacía yo planes, y comoquiera que siempre obtenían éxito, todo el mundo se asombraba de mi juventud. Incluso muchos oficiales y soldados del bando contrario sentían curiosidad por verme. A mis prisioneros los trataba tan bien que, frecuentemente, me costaban mucho más dinero de lo que me valía luego el rescate. Y cuando a mis adversarios, sobre todo a los oficiales, podía complacerles sin mengua de cumplir con mi deber, tampoco dejaba de hacerlo.

Gracias a esta conducta habría sido prontamente ascendido a oficial si mi juventud no lo hubiera impedido, pues quien a mi edad pretendiera llevar banderín tenía que ser, por lo menos, de noble familia. Además, mi comandante no podía promoverme porque no había sitio en su compañía y tampoco quería cederme a cualquier otra, pues conmigo habría perdido algo así como una mina, y terminó por nombrarme cabo. Este honor de ser preferido a los viejos soldados y las alabanzas que me tributaban continuamente me espolearon a cometer nuevas hazañas. Pensaba día y noche cómo podría hacer algo que me diera mayor renombre, fama y gloria, y estos absurdos pensamientos me impedían dormir muchas noches. Cuando vi que solo me faltaban ocasiones para demostrar mi valor, me puse a cavilar en cómo podría cruzar mis armas con las enemigas. Deseaba haberme encontrado en tiempos de Troya o en el cerco de Ostende sin pensar, ¡oh locura!, que tantas veces va el cántaro a la fuente que, por fin, se rompe. Pero así ocurre, y no de otra manera, con todo joven e imprudente soldado que, además de dinero, tiene suerte y coraje, a los cuales siguen indefectiblemente insolencia y endiosamiento. A causa de este orgullo mantenía dos mozos en vez de uno, a los cuales había vestido suntuosamente, dándoles, además, espléndidos caballos. De esta manera me atraje los celos de aquellos oficiales que envidiaban en mí lo que no habían tenido valor de conquistar.

El aventurero Simplicissimus
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