CAPÍTULO DECIMOSEXTO,
que trata de la vida y milagros de los soldados de hoy, y de cuán difícil es lograr un ascenso
Y así, entre penas y gemidos, era mucho lo que tenían que soportar las raíces de aquel árbol. Las gentes de las ramas inferiores tenían que esforzarse denodadamente para abrirse paso, y aunque eran más desenfadadas que las otras, tenían asimismo temperamentos insolentes, tiránicos e impíos. Para las raíces resultaban los demás una carga en todo momento insoportable. En torno a ellos flotaba una guirnalda con esta leyenda:
No importa hambre o sed, frío o calor, trabajo o miseria: violencias y abusos los cometemos los lansquenetes por doquiera.
Esta leyenda correspondía en verdad a sus obras: saciarse y embriagarse, padecer hambre y sed, cometer tropelías y yacer con putas, jugar y matraquear, vivir en la disipación, asesinar y ser asesinados, azotar y ser azotados, meterse en cuitas una y otra vez, perseguir y ser perseguidos, robar y ser robados, saquear y ser saqueados, sembrar el pánico por doquiera y cosecharlo, vencer y ser vencidos; en suma, causar dolores y sufrir dolorosamente, este era todo su quehacer y todo su vivir. Ni el frío o el calor, ni la nieve o el hielo, ni la lluvia o el viento, ni los montes o valles, campos y pantanos, ni hondonadas, desfiladeros, mares, murallas, agua o fuego, ni padres o hermanos, ni siquiera la pérdida de la vida o del cielo podían librarles de tal existencia. No, seguían ardorosamente, hasta que sucumbían, morían y se pudrían en batallas, asedios, asaltos, campañas; incluso en los mismos cuarteles, que para los soldados son el paraíso terrenal, y esto con muy pocas excepciones, quizá las de aquellos que por no haber matado y robado lo bastante en su mocedad, se convierten a una edad avanzada en los mejores pordioseros y salteadores del país. Inmediatamente, por encima de estos personajes, tenían su asiento antiguos ladronzuelos de gallinas que, tras largos años de dura lucha, se habían librado de las más bajas ramas. La suerte les había preservado hasta entonces de la muerte. Estos tenían un aspecto algo más satisfecho porque habían ascendido un grado más. Pero sobre ellos se encontraban aun otros más pagados de sí mismos porque tenían algún mando. Se les llamaba «azotajubones» porque encontraban gran placer en sacudir sus látigos sobre las espaldas y cabeza de los simples soldados. El árbol mostraba después una especie de interrupción o claro: una parte del tronco lisa, libre de ramas, embadurnada con el curioso jabón de la mala suerte. Casi nadie, como no fuera noble, tenía suficiente destreza para subir por aquel punto, tan pulido como una columna de mármol o un espejo de metal bruñido. Por encima estaban los de los escudos y blasones, jóvenes y viejos. A los jóvenes los habían subido sus parientes; los viejos habían ascendido por la escalerilla de plata de la adulación o por cualquier otro medio semejante que los llevara de la carestía a la fortuna. Algo mejor sentados estaban los de encima, pues aunque no dejaban de tener sus penas, trabajos y luchas, disfrutaban de la ventaja de poder engordar sus bolsas con el tocino que cortaban de las raíces merced a un cuchillo llamado «contribución». Cuando más contentos se ponían era cuando un recaudador volcaba sobre el árbol para calmar su sed un cubo lleno de dinero. Lo mejor se lo quedaban los de encima; los de abajo recibían tanto como nada. Por eso los que estaban más cerca de tierra solían morir antes de hambre que a manos del enemigo, peligros ambos de los que quedaban exentos los de arriba. De ahí ese incansable afán por trepar. Cada uno quería subir al lugar más elevado, al más feliz. Había tipos taimados, vagos y hasta indignos de comer del pan de munición que tampoco se esforzaban en alcanzar puestos superiores pero que seguían, como los demás, el camino que el deber marcaba. De entre los más ambiciosos de abajo, si entre mil había alguno que alcanzaba el lugar deseado por la caída de otro, era tal el número de años que exigía la lucha que, logrado el objetivo, se veían en una edad más apta para sentarse al lado del hogar que para enfrentarse en batallas. Si, por casualidad, se trataba de un hombre verdaderamente justo y animoso, que se portaba con arrojo ante cualquier peligro, entonces todos le envidiaban y se exponía a perder por una nimiedad el cargo y la vida. Si un oficial tenía un buen sargento hacía lo posible para no perderlo, cosa que ocurría no bien ascendía. Por ello en lugar de los soldados veteranos, ascendían los chupatintas, lavaplatos, tiralevitas, nobles arruinados y demás parásitos hambrones que una vez ascendían robaban la comida de la boca a los dignos soldados.