CAPÍTULO DECIMOSEXTO,
donde Simplicius interpreta las profecías de Herzbruder en su provecho y acaba queriendo, por este motivo, a su peor enemigo
Comimos pan blanco y un asado frío de pierna de ternera, acompañados por un trago de vino, todo ello en una habitación caldeada.
—¡Qué, Simplicius! —dijo Olivier—. ¿No se está mejor aquí que en las trincheras de Breisach?
Yo le contesté:
—Por descontado, sobre todo si uno pudiera vivir así con mayor honra y seguridad.
Olivier se echó a reír estrepitosamente, y dijo:
—¿Están quizá más seguros los pobres diablos de las trincheras, siempre esperando un ataque? Querido Simplicius, ya veo que has abandonado tu traje de bufón, pero has conservado tu necia cabeza. No sabes distinguir lo bueno de lo malo. Y si fueras el Simplicius que, según la profecía de mi viejo Herzbruder, debe vengar mi muerte, ya te haría reconocer que mi vida es más noble que la de cualquier señor.
«¿Qué saldrá de aquí? —pensaba yo—, tienes que emplear otras palabras, de lo contrario este salvaje es capaz de jugarte una mala pasada ahora que cuenta con la ayuda del campesino». Por eso le dije:
—¿Dónde se ha visto que el aprendiz sepa más que el maestro? Hermano, si verdaderamente llevas una vida tan noble y feliz como indicas, déjame que participe de tu suerte, porque estoy muy necesitado.
—Hermano —respondió Olivier—, puedes tener la completa seguridad de que te quiero como a mí mismo, y de que todo el dolor que te he causado me duele mucho más que la bala que tú, defendiéndote como un valiente, me disparaste a la cabeza. ¿Cómo puedo negarte nada? Si así te place, permanece conmigo; cuidaré de ti como de mí mismo. Si no te satisface esa vida, te daré una buena bolsa de dinero y te acompañaré un trecho a donde quieras. Y para que veas que estas palabras salen del corazón, quiero confesarte el motivo por el que te aprecio tanto. Recordarás muy bien que las profecías del viejo Herzbruder se cumplían siempre. Pues bien, en Magdeburgo me dijo estas palabras que no se borrarán de mi memoria: «Olivier, fíjate bien en este pobre necio, cree de él lo que quieras, sin embargo, algún día te espantará por su valentía y te pondrá en la peor situación que hayas vivido jamás. Tú mismo la provocarás en un momento en que aún no os habréis reconocido. Pero no solamente te perdonará la vida, que tendrá en sus manos, sino que te acompañará durante un tiempo en el lugar donde serás asesinado, donde vengará tu muerte felizmente». Gracias a esta profecía, querido Simplicius, estoy dispuesto a compartir contigo mi corazón. Ya la he visto en parte confirmada, cuando aprovechaste la ocasión de defenderte como buen soldado de mi ataque, me disparaste a la cabeza y me arrebataste mi espada, lo que, ciertamente, nadie había aún logrado, me perdonaste finalmente la vida cuando yacía medio ahogado por tu sangre. Por tanto, no dudo que también lo referente a mi muerte se cumplirá al pie de la letra. Por la venganza que te cobrarás, querido hermano, debo deducir que eres mi amigo más fiel, de lo contrario no la asumirías. Ahora ya conoces el contenido de mi corazón, dime, entonces, cuáles son tus planes.
Yo pensé: «Que confíe en ti el diablo, no yo. Si acepto tu dinero y me voy, desearás quitarme de en medio. Si permanezco contigo, temo ser descuartizado como tú». Por todo ello, me propuse dejarlo con un palmo de narices, permaneciendo con él únicamente el tiempo suficiente para encontrar una buena ocasión de abandonarlo. Le dije que si podía aguantarme me quedaría unos cuantos años para ver si me acostumbraba a su modo de vida. Si me gustaba el asunto, tendría en mí un buen soldado y un amigo leal. Si ocurría lo contrario, siempre estaríamos a tiempo de separarnos. Después empezó a darme de beber, pero como yo no confiaba, me hice el borracho antes de estarlo, para comprobar si quería atacarme cuando no pudiera defenderme.
Entretanto me martirizaban los piojos, que había acaparado en enormes cantidades en Breisach, y que con el calorcito de la habitación no se conformaron con mis harapos, sino que salían de paseo a divertirse. Olivier se dio cuenta y me preguntó si tenía piojos. Yo contesté:
—¡Ciertamente, y más que ducados pienso ganar en toda mi vida!
—No hables así —replicó Olivier—. Si te quedas conmigo, tendrás más ducados que ahora piojos.
—Eso es tan improbable —le contesté— como que ahora mismo pueda librarme de ellos.
—Desde luego —respondió— que ambas cosas son posibles.
Y al instante ordenó al campesino que fuera a buscar un traje que se hallaba escondido en el hueco de un árbol, no muy lejos de la casa. Se trataba de un sombrero gris, un jubón de piel de alce, unos pantalones de un rojo escarlata y una chaqueta gris; zapatos y medias me los daría al día siguiente. Tras esta buena acción, confié en él más que hasta entonces y me fui contento a dormir.