CAPÍTULO DECIMOCUARTO,

donde cinco campesinos ofrecen una curiosa comedia

Para exteriorizar mi decisión y convertirme en un verdadero anacoreta, me vestí con la basta hopalanda del ermitaño muerto y me até a la cintura su larga y pesada cadena de hierro. Así mi semejanza con mi antecesor se extendió no solamente en la mortificación de mis impías carnes y el régimen de vida, sino también en el hábito, que de aquella forma me protegía, además, mejor contra el frío del ya cercano invierno.

Cuando al día siguiente me hallaba entregado a la oración en mi cabaña mientras se asaban al fuego unos amarillentos nabos, me vi, de repente, rodeado por unos cuarenta o cincuenta mosqueteros, cuyo asombro ante mis desusados porte y apariencia no impidió que invadieran y registraran mi cabaña. Naturalmente, no encontraron nada a excepción de mis libros que, después de revolver, desecharon por no serles de ninguna utilidad. Cuando finalmente me observaron con más detenimiento y vieron, por mis manos, qué clase de pájaro les había caído entre las suyas, perdieron toda esperanza de botín. Admiraron entonces la dureza de mi vida y mostraron no poca compasión hacia mi tierna juventud. Uno de los oficiales, sobre todo, me hizo objeto de grandes muestras de respeto. Luego me pidió muy cortésmente que les mostrara a él y a los suyos la salida del bosque, en el que llevaban extraviados largo tiempo. No me negué y les conduje hacia el pueblo donde tan vilmente había sido tratado el párroco, porque otro camino no sabía. No habíamos abandonado todavía el bosque cuando encontramos a unos diez campesinos, unos pocos de los cuales, armados con arcabuces, hacían centinela mientras los demás se ocupaban en enterrar algo. Nuestros mosqueteros les dieron inmediatamente el alto y se abalanzaron sobre ellos, a lo que los campesinos respondieron abriendo fuego. Pero en cuanto advirtieron que los otros les llevaban ventaja se desbandaron con tal rapidez que los cansados mosqueteros no consiguieron atrapar a ninguno. Los soldados acudieron a desenterrar lo que los otros habían ocultado, tarea nada difícil ya que, en su huida, los campesinos habían abandonado picos y palas. Apenas empezado el trabajo oyose, procedente de lo hondo de la tierra, una grave voz que habló de este modo:

—¡Ah, malditos bribones! ¡Archirredomados asesinos! ¿Creéis que el cielo olvidará vuestra crueldad anticristiana y habrá de dejar sin castigo vuestras atrocidades? ¡No, aún viven hombres justos que me vengarán e impedirán que prosigáis en vuestro inhumano proceder! ¡Solo sois dignos de lamer el trasero de vuestros semejantes!

Los soldados cambiaron entre sí perplejas miradas, sin saber qué hacer ni qué decir. Algunos creyeron estar oyendo la voz de un fantasma en pleno día. Yo mismo creí estar soñando. El oficial, con decidido arrojo, ordenó que prosiguieran la tarea. Pronto encontraron un barril, lo abrieron y extrajeron de él a un infeliz con las orejas y la nariz terriblemente mutiladas. En cuanto el pobre hombre se hubo recobrado y tras haber reconocido a algunos del grupo, contó lo siguiente: El día anterior, mientras se incautaban de alimentos, él y otros cinco hombres de su regimiento habían sido apresados por los campesinos. Hacía apenas unas horas que los habían atado a todos en reata, atravesándolos luego de un balazo. Los otros cinco murieron al instante, pero hasta él no llegó la bala por hallarse situado en último lugar. Los campesinos le obligaron entonces a que les lamiera (con perdón) el trasero a cinco de ellos; luego le cortaron las orejas y la nariz y le dejaron libre. Les insultó e injurió con todas sus fuerzas, tratando de ofenderles con la esperanza de que alguno de aquellos descreídos infames le metiera una bala en la cabeza. No quería sobrevivir a tal vergüenza. Como tanto deseaba la muerte, lo metieron en aquel tonel y lo enterraron vivo.

Mientras el mutilado explicaba todo esto apareció un segundo grupo de soldados a pie. Habían encontrado a los campesinos en su huida y traían a cinco prisioneros. Al resto los habían fusilado. Entre los rehenes figuraban cuatro de aquellos ante (o tras de) quienes el maltratado jinete había tenido que humillarse. Una vez que las dos partidas se hubieron reconocido como amigas, con sus gritos y contraseñas, se acercaron, y el jinete repitió ante ellos lo que le había sucedido. Entonces pude ver milagros en cuestión de azotes y de vergajazos. Unos opinaban que había que matar enseguida a aquellos pájaros; otros querían que primero pagaran su hazaña, que sufrieran martirio para purgar lo sucedido con el pobre jinete mutilado. Entonces les golpearon las costillas hasta que les hicieron escupir sangre. Por último, se adelantó un soldado y dijo:

—Caballeros, como es un deshonor para todo el ejército que cinco campesinos hayan maltratado de tal manera a este bribón —opinó, y señaló al jinete—, tenemos que limpiar la mancha obligando a estos pillos a que le laman al jinete cien veces el trasero.

Otro se opuso a tal proyecto.

—No —dijo—, este indigno jinete no merece semejante honor. Si no fuese un granuja no habría cometido un hecho tal y habría preferido mil veces la muerte a la deshonra.

Finalmente, se llegó a la solución de que cada uno de los campesinos que habían sido lamidos tendría que lamer a diez soldados y decir cada vez:

—Con esto borro y limpio la mancha que los soldados creen haber recibido porque un bellaco nos lamió el trasero.

El ulterior castigo sería acordado una vez terminada esta labor. Se procedió a cumplir la sentencia, pero no hubo modo de llevarla a cabo, pues los campesinos eran tan tozudos que ningún poder mortal habría logrado obligarles. Ni con toda suerte de martirios, ni con la promesa de salir con vida de aquel trance, se pudo convencerles. Uno de los soldados llevó aparte al quinto campesino y le dijo:

—Si reniegas de Dios y de todos los santos te dejaré marchar a donde quieras.

Contestó el campesino que no había tenido en su vida trato con los santos y muy pocos con Dios. Juró muy solemnemente no conocer al Todopoderoso ni querer parte de su reino. El soldado, sin pensarlo mucho, disparó su mosquete contra la frente del campesino, pero la bala le produjo tan poco daño como si hubiera chocado contra una montaña de acero. Se estremeció el soldado, empuñó el sable y gritó:

—¡Hola! ¡Conque eres invulnerable a las balas…! He jurado dejarte huir a donde tú quieras. No quieres ir al cielo, vete entonces al infierno. —Y de un mandoble le partió la cabeza hasta los dientes—. Así tenemos que vengarnos ——dijo el soldado cuando se desplomó el campesino—; tenemos que castigar a estos granujas hasta la eternidad.

Entretanto, habíales llegado su turno a los cuatro campesinos restantes. Les ataron de pies y manos a un tronco derribado, de tal modo que levantaban (con perdón) sus traseros al aire; bajáronles los pantalones y, con unas brazas de mecha, les curtieron las posaderas con una disciplina que no tardó en extraer rojo jugo. Aunque los flagelados gritaban lastimeramente, no hubo compasión para ellos: los soldados estaban en forma y no terminaron hasta dejarles los huesos descarnados. A mí me permitieron volver a mi cabaña, pues ya no me necesitaban. Ignoro la suerte final que corrieron los campesinos.

El aventurero Simplicissimus
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