CAPÍTULO CUARTO,
que es una disputa entre la prodigalidad y la codicia, y también un capítulo un poco más largo que el anterior
El se abrió paso hasta el propio Lucifer y dijo:
—¡Poderoso príncipe! Casi nadie hay en toda la tierra que me repugne más que esta perra, que presume de generosidad entre los hombres para, con tal nombre, llevarme a mí al desprecio y someterme con ayuda del orgullo, de la lujuria y de la gula. ¡Esta es la que, como la peor espuma que flota en una bañera, me estorba en mis obras y tareas, y echa abajo todo lo que levanto con gran esfuerzo y trabajo en beneficio y utilidad de tu reino! Es conocido en todo el imperio infernal que a mí hasta los hijos de los hombres me llaman la raíz de todo mal. Pero ¿qué alegría o qué honor he de sacar de tan grandioso título si se prefiere a esta mocosa? ¿He de ver cómo yo, ¡yo, digo!, ¡yo!, el mas meritorio consejero y más distinguido servidor, uno de los grandes, o el gran promotor de tu infernal Estado e interés, debo en mi ancianidad ceder el paso a esta joven, engendrada contra mí por la lujuria y el orgullo, y dejarle la preferencia? ¡Jamás! Poderoso príncipe, no correspondería a tu alteza ni a tu intención para la posteridad de atormentar al género humano en todas partes el dar la victoria a esta loca moderna que actúa contra mí con su proceder. Sin duda he hablado mal al decir que obro bien, porque lo bueno y lo malo me dan lo mismo; con eso yo solo quería decir que va en demérito de tu reino que el celo que tan infatigablemente despliego desde hace innumerables años se vea recompensado con tal desprecio; que mi prestigio, estimación y valía entre los hombres se vea menoscabado; y, por fin, que yo mismo haya de ser arrancado y expulsado de todos sus corazones. Por eso ordena a esta joven e inexperta vagabunda que me ceda el paso como a uno de sus mayores. Que ceda en adelante a mis esfuerzos y me deje proseguir sin estorbo y en toda regla mis asuntos en tu reino como ocurría cuando en el mundo no se sabía nada de ella.
Una vez que la codicia alegó esto, junto con muchas más razones, respondió la prodigalidad que no le sorprendía que su abuelo atacara a su estirpe tan desvergonzadamente como Herodes Ascalonita había hecho con la suya:
—Me llama —dijo— perra. Me corresponde sin duda tal título, porque soy su nieta, pero por mis propias cualidades nunca podría serme atribuido. Me acusa de que hasta ahora me muestro generosa y hago mis negocios bajo tal apariencia. ¡Ah, qué simple acusación de un viejo loco! Es más para reírse que para castigar mis acciones. ¿Es que ese viejo loco no sabe que no hay, entre los espíritus infernales, ninguno que en caso de necesidad y conforme a la fuerza de las circunstancias se disimule bajo la luz de un ángel? Sin duda mi respetable antepasado se burla de sí mismo. ¿Acaso no convence él a los hombres, cuando llama a su puerta para visitarles, diciendo que es el ahorro? ¿Voy yo a censurarle, y menos a acusarle, por eso? No, por cierto, ni siquiera voy a serle hostil. Tanto más cuanto que todos tenemos que ayudarnos con tales trampas y engaños para tener acceso a los hombres y deslizamos sin ser advertidos. Me gustaría ver qué diría un hombre justo y devoto (pues a estos debemos engañar, porque los impíos no van a escapársenos aunque no lo hagamos) si uno de nosotros llegara y le dijera: «¡Soy la codicia, quiero llevarte al infierno! ¡Soy la prodigalidad, quiero arruinarte! ¡Soy la envidia, sígueme y vendrás a la condenación eterna! ¡Soy el orgullo, déjame habitar en ti y te haré igual al diablo, y serás apartado de la presencia de Dios! ¡Soy este o aquel y, si me imitas, te arrepentirás después, porque ya no podrás escapar al castigo eterno!». ¿No crees —dijo a Lucifer—, gran y poderoso príncipe, que un hombre así diría: «Vete pronto, en nombre de todos los cien mil que quieras, a los abismos del infierno con tu abuelo, el que te ha enviado, y déjame en paz?». ¿Quién hay entre vosotros —dijo a los circundantes— que no rechazase a tal personaje que se atreviera a tomarnos el pelo con la verdad, de cualquier modo odiada en todas partes? ¿He de ser yo pues la única necia que ande a rastras con la verdad? ¿La única que no pueda seguir la huella de nuestros antepasados, cuyo mayor arcano es la mentira?
»Lo mismo que cuando ese viejo avaro quiere decir, en demérito mío, que el orgullo y la lujuria me acompañan: si lo hacen, no hacen más que cumplir su deber y lo que el acrecentamiento del imperio infernal exige de ellos. Me sorprende que quiera reprochar lo que él mismo no puede dejar, ¿o acaso no dice el protocolo infernal que esos dos dejan caer unas gotas en el corazón de algunos desgraciados para preparar a la codicia el camino, antes de que la codicia piense o pueda osar atacar a un hombre así? Que se busque, y se hallarán, que a aquellos a los que la codicia seduce antes les ha insuflado el orgullo. Algo han de tener antes de dejarse poner en la picota; o eso, o es que han caído en las incitaciones de la lujuria y tienen que trapichear un poco antes de poder vivir entre las alegrías y placeres. ¿Por qué entonces mi abuelo no me deja ayudar a aquellos que le han hecho tan buen servicio? En lo que a la gula y la glotonería se refiere, no puedo creer que la codicia trate a sus inferiores con tanta dureza para no poder aceptarlos, como tampoco a mí; sin duda yo los acepto, porque es mi profesión, y él tampoco los rechazará mientras no le superen. Y no digo que esté haciendo algo malo, pues en nuestro infernal imperio es vieja tradición que unos miembros ofrezcan su mano a los otros y todos juntos estemos como unidos en una cadena. En lo que se refiere al título de mi antepasado, que se llama raíz de todo mal, y al que según él quiero empequeñecer con mi presencia o incluso aventajar, mi respuesta es que ni le niego ni trato de robarle el bien ganado honor que le corresponde y que incluso los hijos de los hombres le dan. Pero tampoco a mí puede censurarme ninguno de los espíritus infernales si me esfuerzo en superar a mi abuelo con mis propias cualidades, o ser al menos apreciada como su igual: eso es más en su honor que en su vergüenza, porque reconozco tener en él mi origen. Sin duda algo hay erróneo en mi ascendencia, pues se avergüenza de mí. Pero yo no desciendo, como él dice, de la lujuria, sino de su hija la abundancia, que me tuvo como hija mayor del orgullo, el más grande de los príncipes, que precisamente entonces engendró a la lujuria de la necedad. Así que por mi origen soy tan noble como lo pueda ser Mammón, tanto más cuanto que por mis cualidades (aunque no parezca tan inteligente) creo valer más que ese viejo escandaloso. Como no pienso postergarlo, sino incluso afirmar su preeminencia, que el gran príncipe y todo el ejército infernal me aplauda y le obligue a retirar la calumnia vertida sobre mí. Y que en adelante no me moleste en mis acciones y se me considere de alta condición y miembro distinguido del reino infernal.
—A quién no le dolería —respondió la codicia subida en su lobo— engendrar un hijo tan repugnante y tan distinto de sí. ¿Y todavía tengo que esconderme y callar, cuando esta arrastrada no solo hace contra mí todo cuanto cabe imaginar sino que además amenaza con destruir con tal rebeldía mi venerable ancianidad y piensa superarme?
—Oh, anciano —respondió la prodigalidad—, puede que un padre haya engendrado hijos mejores que él.
—¡Pero aún más a menudo —respondió Mammón— han tenido los padres que quejarse de sus descastados hijos!
—¿De qué sirve toda esta disputa? —preguntó Lucifer—. Que cada parte muestre en qué es útil a nuestro reino y entonces juzgaremos a cuál corresponde la preeminencia. En nuestro juicio no pesarán ni edad ni juventud, ni sexo ni ninguna otra cosa. Quien sea más repugnante a los ojos del Gran Numen y sea hallado más nocivo a los humanos será, conforme a nuestros viejos usos y tradiciones, el más distinguido.
—Gran príncipe —respondió Mammón—, desde el momento en que se me permite poner de manifiesto mis cualidades y detallar por cuántos conceptos merezco formar parte de la corte infernal, no dudo (si he oído bien y todo se ha alegado de forma minuciosa y felizmente) que no solo todo el reino infernal me otorgará la preferencia frente a la prodigalidad sino que además se me otorgará y concederá el honor y la cátedra del viejo y extinto Plutón, bajo cuyo nombre fui respetado antaño ante nuestra suprema cabeza. No voy a jactarme sin duda de ser yo mismo la raíz de todo mal para los hombres, esto es, la cloaca y el fango originarios, pues todo lo que es dañino para sus cuerpos y almas es sin duda provechoso a nuestro infernal reino. ¡Son estas cosas tan conocidas que hasta los niños las saben! Tampoco quiero enorgullecerme de cómo los adeptos al Gran Numen me elogian todos los días y me hago odioso entre los hombres como la cerveza agria. Sea como sea, habré alcanzado no pequeño honor si de esto resulta que, sin perjuicio de todas las persecuciones piadosas, sigo practicando mi acceso a los hombres, consigo entre ellos el mejor de los asientos y me afirmo al fin contra toda tempestad. Si todo esto no fuera suficiente honor, domino a aquellos a los que el propio Numen advirtió que no podían servirle al mismo tiempo a él y a mí, la palabra del cual se ahoga bajo mi peso como la buena semilla bajo los espinos. Si bien acerca de esto voy a guardar silencio, porque, como he dicho, son cosas tan viejas que son ya conocidas. Pero sí voy a jactarme, sí voy a jactarme, digo, de que ninguno entre todos los espíritus y miembros del reino infernal lleva a la práctica la intención de nuestro gran príncipe mejor que yo, porque él quiere y no desea otra cosa que el que los hombres no tengan en su vida un momento de paz y satisfacción, y que tampoco en la eternidad tengan y disfruten de vida dichosa alguna.
»Sorprendeos de cómo aquellos a los que tengo siquiera un mínimo acceso empiezan a sufrir, de cómo se atemorizan aquellos que empiezan a ofrecerme alojamiento en su corazón, contemplad solo un poco a aquellos de los que he tomado entera posesión, y decidme luego si vive sobre la tierra una criatura más desdichada, o si algún espíritu infernal consigue un martirio mayor o más persistente que el que sufre aquel al que atraigo a nuestro reino. Le privo continuamente del sueño que su naturaleza tan seriamente le exige, y cuando no puede por menos que entregarse a él le atribulo y atormento de tal modo con tan terribles y molestos sueños que no solo no puede descansar sino que, durmiendo, peca más que los despiertos. Agasajo mucho menos a los pudientes con comida, bebida y todos los cuidados agradables al cuerpo de lo que suelen disfrutar otros más menesterosos, y si no cerrara de vez en cuando un ojo por respeto al orgullo, se vestirían de forma más mísera que los más miserables de los mendigos. No les concedo alegría, ni descanso, ni paz ni placer ni, en suma, nada que pueda ser llamado bueno y vaya en beneficio de sus cuerpos, y no digamos de sus almas. No les concedo ni aquellos placeres que otros hijos del mundo buscan y a los que se arrojan, pues les especio de amargura incluso los placeres de la carne, a los que son afectos por naturaleza todos los seres que en la tierra se mueven, porque uno y hago desdichado al joven floreciente con la vieja gastada, repugnante y estéril, y a la más dulce de las doncellas con viejos toscos, fríos y celosos. Su mayor goce ha de ser amargarse con penas y preocupaciones, y su máxima satisfacción gastar su vida, con pesados y agrios esfuerzos y trabajos, en conseguir duramente un poco de oro que poder llevar consigo al infierno.
»No les concedo oración honesta, ni menos aún dar limosnas de buena voluntad. Si ayunan a menudo, o mejor dicho, pasan hambre, no lo hacen por devoción, sino por ahorrar algo en honor mío. Los lanzo al peligro de su cuerpo y su vida no solo en barcos sobre la mar sino incluso bajo las olas, al abismo mismo, para que revuelvan por mí las vísceras de la tierra, pues si hay algo que pescar, lo aprenden a pescar para mí. No hablaré de las guerras que provoco, ni de los males que ellas causan, porque de todo el mundo son conocidos. Tampoco contaré cuántos usureros, robabolsas, rateros, ladrones y asesinos hago, porque de lo que más me jacto es de que cuanto tiene que ver conmigo arrastra consigo amarga preocupación, miedo, angustia, esfuerzo y trabajo. Y lo mismo que martirizo cruelmente sus cuerpos hasta que no precisan ningún otro verdugo, también les atormento en su ánimo de modo que no necesitan otro espíritu infernal que les haga sentir el anticipo del infierno, y no digamos encaminarse a nuestra devoción. ¡Yo atemorizo a los ricos! ¡Yo oprimo a los pobres! ¡Yo ciego a la justicia! ¡Yo ahuyento el amor cristiano, sin el que nadie asciende al cielo! ¡La clemencia no encuentra su lugar junto a mí!