CAPÍTULO DECIMOTERCERO,

en el que el príncipe del lago Mummel explica la naturaleza y el origen de los silfos

Plinio escribe, al final del libro segundo, acerca del geómetra Dionisio Doro, que los amigos de este encontraron en su tumba una carta de su puño y letra en la que refería su viaje desde el sepulcro hasta el centro de la Tierra, en un trayecto de cuarenta y dos mil estadios. Pero el príncipe del lago Mummel, que había subido a buscarme a la superficie y que ahora me acompañaba, me dijo que hasta el centro de la Tierra había exactamente novecientas millas alemanas, tanto desde Alemania como desde las antípodas. Un viaje hacia aquel lugar solo podía emprenderse desde uno de los lagos, de los que había el mismo número que el de días del año repartidos por la faz de la Tierra, en comunicación todos ellos con el palacio mismo del rey. Esta enorme distancia la recorrimos en una hora escasa, a una velocidad no menor que la de la luna. Sin embargo, aquel rápido viaje no me ocasionó ninguna clase de molestias ni experimenté ningún cansancio, sino que, por el contrario, pude conversar durante todo el trecho con el príncipe del lago Mummel sobre toda clase de asuntos. Cuando me di cuenta de su amabilidad, le pregunté por qué me había ido a buscar para conducirme a aquellas profundidades por aquel camino tan largo, tan peligroso e inusitado. Me contestó modestamente que el camino no era largo, pues podía hacerse en una hora, que no era tampoco peligroso, porque iba en su compañía y también porque llevaba conmigo aquella preciosa piedra, y que a mí me pareciera inusitado nada tenía de extraño. Había ido a buscarme no solamente por mandato expreso de su rey sino para mostrarme las maravillas de la naturaleza bajo la tierra y el agua, las cuales ya me habían causado asombro desde la superficie sin apenas haber visto ni una sombra de ellas. Le pedí una explicación del motivo por el cual el Creador había construido aquellos maravillosos lagos si, como me parecía, no serían de provecho a ningún hombre. Él contestó:

—Con razón preguntas lo que no comprendes ni entiendes. Estos lagos han sido creados por tres motivos bien distintos. Primeramente son como clavos que sujetan a la tierra todos los mares y grandes océanos. En segundo lugar, todos nosotros elevamos a través de estos lagos el agua de los abismos oceánicos a todas las fuentecillas y riachuelos del mundo, como por los tubos de vuestros surtidores, de manera que corra el agua en los pequeños y grandes ríos, se humedezca el suelo, se refresquen las plantas y abreven los hombres y animales, pues es una labor que nos corresponde. Y el tercer motivo es que nosotros, como seres razonables creados por la mano de Dios, aquí vivimos, trabajamos y contemplamos la grandeza de nuestro Señor a través de sus obras de maravilla. Por este motivo fuimos creados nosotros y estos lagos, donde sobreviviremos hasta el día del Juicio Final. Si descuidáramos nuestras obligaciones por cualquier motivo, desaparecería el agua y la tierra se encendería al calor del sol y sucumbiría bajo el fuego; pero tales hechos no acontecerán antes del día señalado a no ser que perdierais la luna (como indica el salmo 71) o Venus o Marte dejasen de seros los luceros del alba y de la tarde; y antes incluso deberían perecer todas las generationes fructu et animalium y esfumarse toda el agua para luego encenderse la tierra por acción del calor solar, calcinarse y regenerarse. Sin embargo, solo Dios sabe cuándo sucederán estas cosas que nosotros únicamente podemos conjeturar y vuestros químicos expresar en los balbuceos de su arte.

Oyéndolo hablar tan píamente, usando citas de las Sagradas Escrituras, tuve que preguntarle si eran criaturas mortales que también esperaban tras esta vida otra futura o si bien eran espíritus que debían cumplir con la tarea asignada mientras el mundo existiera. Me contestó:

—No somos espíritus sino hombrecillos mortales en posesión de almas racionales que morirán y desaparecerán junto con nuestros cuerpos. Quiero contarte concisamente en qué nos diferenciamos de las restantes criaturas de Dios. El Sumo Hacedor creó a los ángeles según su imagen, justos, inteligentes, libres, castos, luminosos, bellos, nítidos, ligeros e inmortales, hechos para alabar, honrar y glorificar a Dios en eterna dicha; pero en esta temporalidad deben servir a la Iglesia de Dios en la tierra y dar a conocer las sagradas órdenes divinas, por lo cual a veces se los llama también nuncios y fueron creados en número de centenares y miles de millones cuando así lo quiso la sabiduría de Dios. Pero cuando muchos de ellos quisieron exagerar su nobleza y estirpe, y cayeron por culpa de su soberbia, creó Dios entonces la Tierra, con todas sus criaturas, y también a los primeros padres, dotados de un alma racional e inmortal y un cuerpo, con la misión de crecer y multiplicarse para suplir en número a los ángeles caídos. En aquel entonces la diferencia entre el hombre y los santos ángeles era que el primero tenía que arrastrar el peso de su cuerpo terrenal y no sabía distinguir entre el bien y el mal, razón por la que no era tan fuerte y ligero como un ángel. Y pese a que no tenía nada en común con los animales irracionales, tras el episodio del pecado original en el Paraíso su cuerpo quedó sometido a la muerte. Por ello sucede que clasificamos al hombre entre los ángeles y los animales, pues si bien su alma sin cuerpo tiende hacia el cielo y dispone de todas las buenas cualidades de un ángel, el cuerpo sin alma de un hombre (tras la descomposición) se asemeja a la carroña de un animal irracional. En cuanto a nosotros, nos consideramos entre los hombres y el resto de las criaturas del mundo, pues si bien tenemos almas racionales como las vuestras, estas desaparecen al morir nuestros cuerpos como ocurre con los espíritus vivos de los animales irracionales al fin de su vida. Cierto es que sabemos que el hijo de Dios, que también nos creó a nosotros, os ennobleció al adoptar vuestra apariencia y en ella impartir la justicia divina, apaciguar la cólera de Dios y lograr nuevamente para vosotros la eterna bienaventuranza, razones por las cuales vuestra especie aventaja en mucho a la nuestra. Pero veo que estoy hablando de la eternidad sin saber nada de ella, porque nosotros no podemos gozarla y solo acertamos a comprender esta temporalidad en la que la bondad del Señor nos ha provisto de una razón sana y, además del conocimiento de Su sagrada voluntad, también de cuerpos sanos, una vida larga, suficiente ciencia, arte y comprensión de todo lo natural y, lo que es más importante, nos ha librado de la sumisión al pecado, de lo que se deriva la exención del castigo, de la ira de Dios y de las enfermedades. Te explico con tanto detalle todo lo que atañe a los ángeles, el hombre y los animales irracionales para que me puedas entender mejor.

Le indiqué que no me cabía en la cabeza cómo podían necesitar un rey si no estaban sometidos a su majestad ni a ninguna clase de castigo, luego cómo podían alabarse de su libertad si no estaban sujetos a ninguna clase de enfermedades o dolores. Me contestó el pequeño príncipe que no tenían un rey para que les dictara justicia o para obligarles a que le sirvieran, sino para que les dirigiera en sus negocios y empresas, como la abeja reina en los panales; y añadió que, como sus hembras no sentían placer alguno durante el coito, tampoco sufrían dolor en el parto, para lo que adujo el ejemplo de los gatos, que engendran con sufrimiento y paren con placer. Dijo que tampoco había agonía en su muerte ni a causa de las lacras de una edad avanzada o de una enfermedad, sino que el final de su vida era como el de una luz que va consumiéndose, hasta que finalmente desaparecían cuerpo y alma juntamente. Su libertad no tenía comparación con la del mayor monarca de la tierra, porque no podían morir violentamente a manos de ninguna criatura ni ser obligados a nada o encarcelados, porque podían atravesar el fuego, el agua, el aire y la tierra sin penas ni trabajos.

—Si así habéis sido creados —le dije—, entonces vuestra estirpe ha sido mucho más favorecida por el Creador que la nuestra.

—Oh, no —contestó—. Si así pensáis, incurrís en el pecado de culpar a la bondad de Dios por algo que no es cierto, pues habéis sido creados para contemplar en la bienaventurada eternidad el rostro de Dios, y el que de vosotros alcanza tal felicidad goza en un instante mayor alegría y deleite que toda nuestra estirpe desde la Creación hasta el día del Juicio Final.

—¿Acaso no te olvidas de los condenados? —inquirí.

Y él me replicó con otra pregunta:

—¿Y qué puede hacer Dios si los hombres se olvidan de sí mismos y se entregan a las criaturas mundanas y sus vergonzosos placeres de modo que, desobedeciendo a Dios, se asemejan más a los animales e incluso a los espíritus infernales, en vez de a los celestiales? Las eternas lamentaciones de los condenados, a las que ellos mismos se han precipitado, no privan de soberanía y nobleza a su especie, porque podrían haber obtenido, como sus congéneres, la eterna bienaventuranza si durante su existencia temporalidad no se hubiesen apartado del buen camino.

El aventurero Simplicissimus
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