CAPÍTULO UNDÉCIMO,
que trata de por qué los religiosos no pueden comer liebres cazadas a lazo
Ya ha podido comprobar el buen lector en qué líos me metía, siempre poniendo mi vida en peligro. Por lo que respecta a mi alma, debe quedar claro que, como mosquetero, me convertí de nuevo en un mozo indómito. No tenía temor de Dios ni mantenía la palabra dada, y ninguna maldad me parecía excesiva. Eché en olvido todas las gracias y bondades que había recibido de Dios, y no me preocupaba ni por el presente terrenal ni por la vida eterna; me limitaba a vegetar como una bestia. Nadie podría creer que había sido educado por un viejo ermitaño. Raramente acudía a la iglesia, a la confesión nunca, y como ya no me preocupaba de la salvación de mi alma ni de las cosas de Dios, me dedicaba a amargar tranquilamente la vida de mis conciudadanos. Siempre que podía jugarle a alguien una mala pasada, no dejaba de hacerlo y aun me congratulaba por ello; por lo tanto, nadie escapaba a mis insultos. Recibía a menudo grandes palizas y con más frecuencia aún me hacía subir al potro, incluso me amenazaron con la horca y el garrote vil; mas no sirvió de nada. Yo continué en mis trece, como si estuviera decidido a ir de cabeza a los infiernos. Y aunque no cometí ningún delito por el que pudieran condenarme a muerte, era tan malvado que, a excepción de tahúres y sodomitas, era difícil encontrar alguien más licencioso. Esto lo observó el capellán del regimiento, y como era varón piadoso y santo, mandó a buscarme por Pascua, para saber por qué no iba a confesarme ni a comulgar. Después de que me hubo sermoneado largamente, hablándome con el corazón en la mano, obtuvo el mismo resultado que el cura de Lippstadt, y así el buen sacerdote perdió el tiempo con sus pláticas. Finalmente creyó en mí perdidos los sacramentos del bautismo y de la confirmación, y exclamó:
—¡Oh, tú, mezquina criatura! Creí que pecabas por ignorancia, pero advierto que pecas por simple maldad y a conciencia. ¿Quién va a tener compasión de tu pobre alma pecadora y su condenación? Por mi parte, declaro ante Dios y los hombres que no he tenido ninguna culpa en la condenación de tu alma, porque he hecho todo cuanto estuvo en mi mano para la salvación de tu alma. Pero me temo que si abandono tu alma en tan malditas circunstancias no podré enterrarte en ningún camposanto, sino que tendré que arrojarte a un muladar, donde se pudrirá tu cuerpo junto con despojos de animales, o en ese lugar donde son sepultados los dejados de la mano de Dios y desesperados.
Esta terrible amenaza me asustó tan poco como las anteriores advertencias. Me negué a confesar porque me avergonzaban mis pecados. ¡Oh, necio de mí! Frecuentemente yo había narrado mis canalladas en concurridas reuniones y aun añadiendo sucesos imaginarios de propina. En cambio, ahora que se trataba de mi conversión, de reconocer mis pecados ante un ministro de Dios, y arrepentirme de ellos, me quedaba obstinadamente callado. Y digo bien, obstinadamente, porque seguí con mi obstinación cuando le dije:
—Sirvo al emperador como soldado. Si muero como tal, seguramente tendré que conformarme con que mis huesos se pudran donde caigan. No se acostumbra enterrar a los soldados en los cementerios, sino que permanecen abandonados para siempre en el campo, si no cuidan de darles albergue en sus estómagos los lobos y los cuervos.
Con estas palabras me despedí del cura, que con su piadosa inquietud por mi alma no había conseguido nada más que un día me negase a darle una liebre, algo que me pedía con insistencia, con la excusa de que, al colgarlo de una cuerda, el animal se había quitado la vida y que, como desesperado, no le tocaba enterrarse en lugar santo.