CAPÍTULO DECIMOTERCERO,
de los curiosos proyectos y castillos en el aire de Simplicius, y de cómo conservó su tesoro
A los que sabiendo cuánto puede el dinero lo divinizan, no les faltan motivos para ello; si alguien hay en el mundo que de verdad haya experimentado el mágico poder del dinero y sus virtudes casi milagrosas, este soy yo sin duda. Sé bien en qué estado de ánimo se encuentra aquel que nada en oro y plata y sé asimismo lo que siente aquel que no posee ni un céntimo. Incluso me atrevería a afirmar que el dinero tiene más poderes y propiedades que las piedras preciosas, porque con él desaparece la melancolía, como ocurre con los diamantes; vuelve placenteros los estudios, como ocurre con las esmeraldas, y por ello suele haber más estudiantes ricos que pobres; disipa la timidez y convierte a la gente en personas alegres y felices, como ocurre con los rubíes; a menudo no deja dormir, como ocurre con los granates, aunque a veces tiene la facultad de sosegar y facilitar el sueño, como ocurre con los jacintos; vigoriza el corazón y vuelve a las personas honestas, despejadas y tranquilas, como ocurre con los zafiros y las amatistas; libra de las pesadillas, favorece el buen humor, agudiza el ingenio y, cuando se bate uno en duelo, lo ayuda a salir victorioso, como ocurre con la sardónica, sobre todo si se emplea con el juez; y elimina la lujuria y los deseos deshonestos, porque con él se consiguen bellas mujeres. En resumen, se me hace difícil dar la relación de lo que se puede conseguir con dinero, un tema que ya traté en mi Negro y blanco, si se sabe administrar y emplear como es debido.
Mi tesoro era de una naturaleza muy curiosa, pues no solamente me hizo más orgulloso de lo que era, sino que me arrastró a incluso despreciar mi oscuro nombre de Simplicius. Como si de amatistas se tratara, me quitaba el sueño y me hacía pasar las noches en vela, pensando en qué podría emplearlo para medrar. Me convirtió en un perfecto contable, y es que me empeñé en calcular lo que podía valer mi plata y mi oro en bruto. Y, finalmente me hizo tan suspicaz que en todas partes veía yo enemigos. Me llenó la cabeza de quimeras y me hizo idear locos planes, aunque ni intentaba llevar a la práctica tamañas ideas. Se me ocurrió incluso la idea de abandonar el servicio militar, establecerme en cualquier parte y con la andorga llena mirar los acontecimientos desde mi ventana, pero enseguida me arrepentía de tales pensamientos, acordándome de la presente libertad y de que quizá algún día podría llegar a ser todo un personaje. Pensaba entonces: «Vaya, Simplicius, si con lo que has reunido consigues un título nobiliario y reclutas para el emperador tu propia compañía de dragones, serás un joven caballero que llegará lejos con el paso del tiempo». Pero en cuanto caía en la cuenta de que mi fama podía terminar con un enfrentamiento desafortunado con el enemigo o si se firmaba la paz antes de lo esperado, me olvidaba de tales quimeras con suma rapidez. Otras veces maldecía de mi edad temprana: «Si fueras ya un hombre hecho y derecho —me decía—, podrías tomar por esposa a una rica y hermosa heredera, comprarte cualquier noble propiedad y llevar una vida tranquila y placentera». También pensé en dedicarme a la cría de ganado y con ello conseguir un capital honrado y suficiente para mis necesidades, pero para todo era yo demasiado joven. Tuve yo muchas ocurrencias semejantes hasta que decidí entregar mis valiosos objetos a un personaje acaudalado de cualquier ciudad bien fortificada, y luego esperar hasta ver lo que me reservaba mi próximo destino. En aquel entonces aún tenía conmigo a Júpiter, porque no podía librarme de él. De vez en cuando hablaba con toda cordura, se pasaba semanas enteras con todo su sano entendimiento y me quería por encima de toda medida. Como me viera deambular tan preocupado, me dijo un día:
—¡Querido hijo, regala todo tu vergonzoso dinero, todo el oro y la plata!
—Pero ¿por qué, mi querido Júpiter? —le pregunté.
—Para que puedas librarte de todas tus inútiles preocupaciones.
—¡Quién sabe si todavía puedo necesitar de mi fortuna! —le dije.
Y él me replicó:
—Deja a los viejos asnos ser avariciosos y mantente como corresponde a un joven y fuerte corazón. Más necesitado estarás de buenos amigos que de ese dinero.
Reflexioné sobre el asunto y vi que Júpiter tenía razón. Pero la avaricia me tenía aprisionado entre sus garras y ni llegué a pensar siquiera en regalarle nada a nadie. Finalmente, y a pesar de todo, le regalé a mi comandante un par de copas y vasos de plata y a mi capitán dos o tres saleros de plata también; no conseguí otra cosa que hacerles la boca agua, puesto que se trataba de valiosas antigüedades. A mi más fiel camarada Springinsfeld le regalé doce táleros, y me aconsejó que me desprendiera de toda mi fortuna a fin de no caer en desgracia, pues los oficiales no veían con buenos ojos que un subordinado tuviera más dinero que ellos: muchos habían asesinado a sus compañeros para robarles. A nadie podía yo ahora hacer creer que no era inmensamente rico, porque cada uno se imaginaba mayor el tesoro de lo que en realidad era, pese a que mi liberalidad había disminuido. Springinsfeld, que había oído los rumores que circulaban entre la soldadesca, me dijo que, en mi lugar, él lo abandonaría todo y se retiraría para encomendarse a Dios.
—Oye, hermano —le respondí—, ¿cómo puedo abandonar al viento mi esperanza de poder mandar una bandera?
—¡Oh, sí! ¡Que el diablo se me lleve, si es que la consigues! Los demás, que la esperan como tú, te romperán la crisma mil veces antes de dejar que les pases delante. ¡No quieras enseñarme lo que es una carpa, que mi padre era ya pescador! ¿No ves cómo muchos sargentos ven encanecer sus cabellos detrás del mosquete, habiendo merecido antes que nadie el mando de una compañía? ¿Crees tú que estos no son dignos de haber ascendido? Además, como tú mismo sabes muy bien, el ascenso les corresponde por derecho mucho antes que a ti.
Me callé porque Springinsfeld me hablaba con el corazón en la mano, noblemente y sin ambages. Pero tuve que morderme los labios porque, en aquel entonces, había llegado a creerme todo un personaje. Sopesé este discurso y el de Júpiter, y me percaté de que no tenía a mi alrededor amigos que pudiesen valerme en caso de necesidad ni vengar mi muerte, tanto si esta llegaba a escondidas como ante los ojos de todos. Pero pese a que no me resultaba difícil concebir el estado en que yo me encontraba, ni las ambiciones de riqueza y honores que me asediaban, así como la esperanza de convertirme en alguien de valía, no abandoné las filas ni me retiré, y seguí aferrado a mis propósitos. Como precisamente se me ofreció la oportunidad de visitar la ciudad de Colonia para acompañar a cien dragones que escoltaban una caravana de comerciantes con sus mercancías, empaqueté todo mi tesoro y se lo entregué en Colonia a uno de los más acaudalados comerciantes de la ciudad, a cambio de un recibo especificando la entrega. Era un monto total de setenta y cuatro marcos de la más fina plata, quince marcos de oro, ochenta táleros antiguos y un cofre sellado que contenía varios anillos y joyas que, junto con el oro y las piedras preciosas, pesaba ocho libras y media, además de las ochocientas noventa y tres monedas de oro antiguas, cuyo peso en oro era de un florín y medio por cada una. También había llevado conmigo a Júpiter, el cual tenía acaudalados parientes en la ciudad, a los que habló de mi bondad para con él, de manera que se mostraron muy honrados recibiéndome. Pese a todo, no evitaba el aconsejarme que diera mejor empleo a mi dinero, dedicándolo a ganar amistades, pues estas me serían más útiles en la vida que el oro en mi cofre.