CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO,
de cómo le fue en adelante a Simplicius en Moscú
Desde aquel día fui vigilado cuidadosamente y sin que yo me diera cuenta. No vi al coronel ni a los suyos, de manera que no pude saber adónde había ido a parar. Me mantuve sumido en mis cavilaciones, que sin duda alguna enriquecieron mi caudal de canas para la vejez. Trabé conocimiento con comerciantes y obreros alemanes que vivían en Moscú y les conté mis penas. Me consolaron, indicándome el modo de volver a Alemania en la primera ocasión que se me presentara. Pero en cuanto olieron que el zar estaba dispuesto a retenerme en el país, se quedaron más mudos que piedras. Procuraron deshacerse de mí, de manera que me fue harto difícil encontrar alojamiento. Ya me había comido el caballo con todos sus arreos y me veía obligado a descoser uno por uno todos los doblones con los que tan cuidadosamente forrara mi chaqueta en días más venturosos. Finalmente empecé a vender mis anillos y alhajas, con la esperanza de resistir hasta que se me ofreciera la oportunidad tan deseada. Pasaron casi tres meses desde que el coronel abjurara de su religión con todos los suyos, recibiendo en pago una enorme propiedad con muchos súbditos.
Se promulgó un decreto por el que se condenaba con graves castigos a los vagos y ociosos, tanto extranjeros como indígenas, bajo el pretexto de que les quitaban los alimentos de la boca a los trabajadores. El extranjero que no quisiera trabajar estaba obligado a abandonar el país en el plazo de un mes y la ciudad en el de veinticuatro horas. Cincuenta de nosotros nos reunimos con la sana intención de marchar juntos y a la buena de Dios, a través de Podolia, hacia Alemania. Apenas a dos horas de la ciudad fuimos apresados por algunos jinetes rusos, con la excusa de que no le satisfacía a su imperial majestad el zar que nos atreviéramos a atravesar sus tierras en tan gran número sin pasaportes ni visados, y añadieron que el zar tenía motivos suficientes para mandarnos a todos a Siberia por nuestras malas intenciones. Por el camino de regreso me enteré de mi verdadera situación. El que acaudillaba a los jinetes me dijo precisamente que su majestad imperial no me dejaría salir de sus tierras. Su mejor consejo era que me acomodara a sus deseos, me convirtiera a su religión y no despreciara tontamente tanta riqueza como la que había obtenido el coronel. Me aseguró que contra mi voluntad tendría que ser su servidor, si rechazaba la ocasión que se me ofrecía y me negaba a ser señor donde era esclavo. Era imposible imaginar que el zar permitiera salir de sus tierras a un hombre del cual el coronel había dado tan buenas referencias. Yo me sentí modesto y dije que seguramente el coronel me había atribuido más virtudes y sabiduría de la que verdaderamente poseía; ciertamente había acudido a aquella tierra para servir al zar y a la nación rusa, incluso ofreciéndole mi sangre, si bien no me era posible poder cambiar de religión como si fuera una camisa. Pero mientras dejaran mi conciencia en paz, no regatearía esfuerzos en servir a su majestad.
Fui separado de los demás y hospedado en casa de un comerciante, donde fui abiertamente vigilado; en cambio, se me proveía desde la corte con toda clase de manjares exquisitos y vinos excelentes. Diariamente me visitaban altos y encumbrados personajes que me invitaban a sus fiestas y banquetes. Había entre ellos uno al que parecía estar encomendado. Diariamente discutía amistosamente conmigo de todo lo imaginable, porque yo ya sabía hablar bastante bien el ruso. Casi siempre hablábamos de las ciencias que están en relación con la mecánica, con las máquinas de guerra, la construcción de fortalezas, de la artillería y cosas semejantes. De vez en cuando me preguntaba si por fin me mostraba dispuesto a satisfacer los deseos del zar, pero yo no daba mi brazo a torcer ni le daba esperanza alguna de que pudiera cambiar de opinión algún día. Finalmente, me exigió que por lo menos, ya que no quería ser ruso, le comunicara al zar, como tributo a su grandeza, alguno de mis conocimientos. El zar me estaría altamente agradecido y sabría recompensar mi buena voluntad. Le contesté que mis deseos siempre habían sido servir a su majestad voluntariamente, ya que por aquel motivo había emprendido tan largo viaje y continuaba pensando lo mismo, aunque se me trataba como a un prisionero.
—¡Oh, no, señor, no estáis prisionero, sino que, al contrario, el zar os ama de tal modo que no se resigna a permitir que abandonéis su reino!
—¿Por qué razón, entonces, tengo en la puerta plantados a estos dos fantoches armados?
—Porque su majestad teme que pueda sucederos alguna desgracia.
Sin embargo, viendo mi disposición de ánimo, me explicó que su majestad intentaba extraer de sus propias tierras salitre para fabricar por su cuenta pólvora, pero como entre ellos no había nadie entendido en la materia, sería muy del agrado de su majestad el que yo me encargara de dirigir dicho trabajo. Para ello pondría a mi disposición toda la gente y medios necesarios. Mi amigo me aconsejó luego de todo corazón que no despreciara aquella excelente oportunidad de obtener el favor de su majestad: el zar ya estaba suficientemente informado de que yo entendía de aquellas cosas y podía sentarle muy amargamente que yo me negase a servirlo de nuevo. Yo contesté:
—Señor, sigo en mis trece: si en algo puedo servir a su majestad y se complace a su vez a tolerar mi credo religioso, no ha de faltarle mi colaboración.
El ruso, que era un boyardo de los más distinguidos, se puso tan contento que en el brindis que siguió me deseó muchas más cosas que si fuera un alemán de pura cepa.
Al día siguiente me mandó el zar dos boyardos acompañados de un intérprete, los cuales llegaron a un acuerdo conmigo y me entregaron un precioso traje ruso, regalo de su majestad. Así empecé unos días después a buscar salitre y después a enseñarles a los rusos que habían sido puestos a mi disposición cómo debían separarlo de la tierra y luego purificarlo. A otros les enseñé a quemar el carbón debidamente, y también esbocé los planos de un molino de pólvora, de manera que, en corto plazo de tiempo, obtuvimos una respetable cantidad de la mejor pólvora fina para los fusiles y más basta para los cañones y morteros. Tenía suficiente gente para ello y, además, a mis criados particulares, siempre al alcance de mi voz para servirme, o mejor dicho, para guardarme y vigilarme.
Mientras tan bien me portaba, vino a visitarme aquel tantas veces nombrado coronel, fastuosamente vestido y rodeado de innumerables criados, sin duda alguna para hacerme ver las conveniencias de cambiar de religión. Pero yo sabía muy bien que toda aquella riqueza pertenecía al guardarropía del zar y que solo le había sido prestado para hacerme la boca agua, tal es la costumbre en la corte de los zares. Véalo si no el lector del siguiente relato.
Me encontraba un día en mis molinos de pólvora, construidos junto al río en las afueras de Moscú, y cuando iba a dar las instrucciones de trabajo para el día siguiente, se dio señal de alarma porque los tártaros, con una fuerza de más de cien mil caballos, estaban a menos de cuatro millas, saqueando el país y acercándose. Sin dilación tuve que trasladarme a la corte con todo el personal de los molinos, donde fuimos equipados en la armería del zar. En vez de una coraza de acero, tuve que vestirme con una de seda forrada, que seguramente paraba las flechas pero que no podría resistir un balazo. Recibí, además, botas, espuelas, un yelmo principesco con un penacho de plumas de águila y una espada de agudo filo, grabada en oro y cubierta de piedras preciosas. De las caballerizas imperiales se me confió un corcel tan maravilloso como nunca me había sido dado ver y menos montar. Yo y el caballo relucíamos de oro, plata y pedrería como una de las beldades de la corte. Tenía también una acerada maza de combate, que relucía como un espejo, tan cuidadosamente trabajada y de tanto peso que casi sin esfuerzo podría matar al primero que se me plantara delante. Ni el zar mismo habría podido ir montado con mayor elegancia. Me seguía una bandera con el águila imperial bicéfala tras la que se unían, en todos los pueblos, hombres armados hasta los dientes, de manera que en el transcurso de dos horas alcanzamos una fuerza de cuarenta mil guerreros y, a las cuatro, sesenta mil, avanzando en dirección a los tártaros. Cada cuarto de hora recibía órdenes orales del propio gran príncipe, que repetía siempre la misma cantinela: hoy debía mostrarme como el valiente soldado por el que se me tenía, para que su majestad pudiera comprobarlo y reconocerme como tal. A cada instante aumentaba nuestro ejército, porque continuaban afluyendo hombres a nuestras filas, pero con las prisas no me fue dado reconocer a nadie que mandara a tantos hombres y estableciera un orden de combate y, francamente, no creo que lo hubiera.
No pretendo narrar aquellos detalles de la acción bélica, porque no se precisa para mi relato. En un terreno llano y sin obstáculos de ninguna clase, sorprendimos a los tártaros con sus caballos cansados y cargados de botín, y nos precipitamos sobre ellos con tal furia que les deshicimos sus líneas. Al lanzarnos sobre el adversario, grité a mis gentes en ruso:
—¡A mí! ¡Seguid mi ejemplo!
Se lo gritaron unos a otros y fue su grito de combate mientras yo me lanzaba al galope de mi caballo desenfrenado sobre los enemigos. Al primero que me plantó cara, un príncipe, le partí la cabeza en dos y su cerebro ensangrentado se quedó colgando de mi clava. Los rusos siguieron mi ejemplo y los tártaros, no pudiendo resistir nuestro ataque, se desbandaron en vergonzosa huida. Yo me batía como un desesperado o un loco y derribaba todo lo que se me ponía en el camino, mis hombres me seguían valientemente, de manera que siempre tenía cubiertas las espaldas. El aire estaba cuajado de flechas que zumbaban como las abejas llevando la muerte consigo; una se me clavó en un brazo del que llevaba la manga arremangada para poder manejar mejor mi espada y la clava, matando a diestra y siniestra. Antes de recibir el flechazo, el corazón se me alegraba al ver tanta sangre vertida, pero luego la emoción se convirtió en terrible rabia.
Cuando los peligrosos enemigos hubieron sido puestos totalmente en fuga, me fue ordenado por un boyardo llevar la noticia de la victoria al zar. Regresé con la escolta de unos cien jinetes a Moscú, cabalgué a través de la ciudad en dirección al palacio del zar y fui recibido por todo el pueblo con vítores y gritos de jubilosa y feliz alegría. Pero en cuanto hube rendido cuenta de la batalla al gran príncipe, aunque ya estaba enterado del transcurso de la lucha, tuve que entregar de nuevo mis ropas, sin olvidar ni una sola prenda, que fueron colgadas de nuevo en los almacenes del zar pese a que tanto mis trajes como los arneses del caballo estaban sucios de sangre y lodo, seguramente inaprovechables: yo había creído que por lo menos se me entregaría el caballo como premio a mi heroico comportamiento en la lucha. De ello pude deducir a quién pertenecían aquellos ricos trajes con los que fanfarroneaba el coronel: todo eran prendas prestadas que, como todo lo ruso, pertenecían al zar única y exclusivamente.