CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO,

que trata de cómo pensaba pasar el Cazador aquellos seis meses, y de algunas cosas sobre la adivina

No creo que haya nadie en el mundo que no tenga su punto flaco, pues todos estamos moldeados con el mismo barro, y yo sé lo que me puede ocurrir cuando veo pelar las barbas de mi vecino. «¡Ah, truhán!, puede alguien replicarme ¿Crees que por estar tú loco, también tienen que estarlo los demás?». No, no digo yo tanto. Pero creo que unos saben esconder su necedad mejor que otros. No es loco quien en su juventud comete locuras, porque todo el mundo las comete. Pero solo el que da a conocer su locura por tal es tomado, y es que hay muchos que la disimulan y otros que solo en parte la delatan. Los que la reprimen totalmente son los avinagrados, y los que dejan que asome alguna que otra vez el hocico para que no se ahogue del todo son, a mi ver, los más sensatos. Yo permitía que la mía asomara en exceso, porque disfrutaba de una gran libertad y disponía de mucho dinero. Tomé a mi servicio a un muchachuelo a quien vestí con un traje de colores tan absurdos y llamativos como son el violeta y amarillo, así me gustaba mi librea. Su obligación era esperarme, como si yo fuese un hidalgo y no un dragón, y algo antes un mísero mozo de cuadra plagado de pulgas.

Esta fue la primera estulticia que se me ocurrió en aquella ciudad; aunque era de bulto, fueron pocos los que la advirtieron y menos los que la censuraron. ¿Qué importancia tenía? Hay en el mundo tanta locura que ya nadie la percibe, ríe de ella o se sorprende, porque todos se le han acostumbrado. Así pues, mantuve la fama de buen soldado y persona juiciosa, pese a merecer la de un loco que se porta como un niño. Mi paje se hospedaba conmigo, en casa de mi buen posadero, al cual yo le había pagado con la carne y leña que el comandante me regaló a cambio del caballo. Mi paje conservó la llave de las bebidas, puesto que yo quería obsequiar a los que acudían a visitarme. Como yo no era ni burgués ni soldado, tenía amigos en ambos estamentos, camaradas que acudían a verme cada día y a los que yo no quería dejar sin bebida. De entre los burgueses, trabé relación con un organista, porque yo amaba sobre todo la música y no quería descuidar mi voz; este hombre me enseñó a componer y a tocar mejor el clavicémbalo y el arpa. De todas formas era ya un maestro en el laúd, por lo que me hice con uno, encontrando verdadero placer en tocarlo. Si me cansaba de la música llamaba al maestre de armas, que antaño me enseñara el uso de las mismas en el Paraíso; con él me entrenaba, para adquirir mayor destreza y perfección en su manejo. También me permitió el comandante que aprendiera el uso de la artillería. Por lo demás yo era reservado y tranquilo, tanto que la gente pudo asombrarse de ello; parecía un estudiante dedicado todo el día a sus libros. ¡Yo, que estaba acostumbrado a robar y a verter sangre sin medida!

Mi anfitrión, que en realidad era mi carcelero y el espía del comandante, seguía todos mis pasos. Yo me adapté a la situación, sin comentar en ningún caso cuestiones militares; si la conversación tomaba tales derroteros, me conducía como si nunca hubiera sido soldado. Ciertamente, expresaba con frecuencia mi deseo de que pasaran pronto los seis meses, pero sin delatar en cuál de los dos bandos prestaría mis servicios una vez transcurrido este plazo. Cada vez que acudía a ofrecer mis respetos al coronel, este me retenía invitado a su mesa; luego daba siempre a la conversación un giro tal que me veía precisado a hablar con un gran tiento para no manifestar mis intenciones. Un día me dijo:

—¿Cómo va nuestro asunto? ¿No queréis servir en las filas suecas? Ayer se murió un abanderado de mi guarnición.

Yo contesté:

—Señor coronel, si para una mujer es indecente volverse a casar inmediatamente después de muerto su marido, ¿por qué no he de esperar yo estos seis meses?

Así escapaba siempre de los lazos que me tendía, al mismo tiempo que aumentaba su aprecio, tanto que incluso me permitió pasearme por el interior y exterior de la fortaleza. Iba a la caza de liebres, perdices y pájaros, lo que ni a los soldados les estaba permitido. Pescaba también en el Lippe y con tal éxito que no parecía sino que hechizaba a los peces y cangrejos del río. Me hice coser un sencillo traje de cazador y por la noche, como yo conocía al dedillo todos los caminos y senderos, me arrastraba hasta la región de Soest en busca de los tesoros que allí tenía escondidos y los transportaba luego a la fortaleza, como si quisiera vivir ya para siempre entre los suecos.

En una de estas caminatas me encontré un día con la adivina de Soest que, al reconocerme, me dijo:

—¿No ves, hijo mío, cómo tenía razón al advertirte para que escondieras tu dinero fuera de la ciudad de Soest? Créeme, fue una gran suerte para ti haber caído prisionero: Unos sujetos que te aborrecían porque eras el favorito de las damas se habían juramentado para asesinarte en el curso de una cacería.

Yo le contesté:

—Y ¿cómo es posible que estuvieran celosos de mí, si ni siquiera buscaba yo a las mujeres?

—Ni las busques. Ten por seguro que si cambias de actitud en este aspecto, serás bochornosamente echado del país a causa de ellas. Te aseguro que te aman todas demasiado, que este amor será tu desgracia si no eres prudente.

Le pregunté, puesto que tanto sabía, qué era de mis padres y si volvería alguna vez a verlos; pero debía exponerlo claramente y no con un fraseo equívoco, como era su costumbre. Me contestó que se lo preguntara a mi tutor cuando lo encontrara inesperadamente conduciendo a la hija de mi niñera de una soga. Echose a reír estrepitosamente y se fue con gran prisa, dejándome plantado.

Por aquel tiempo había yo reunido un buen capitalito en dinero y alhajas. Estas me incitaban todo el día a volver a lucirlas. No pude resistir la tentación, y por dármelas de cortesano le mostré a mi patrón el tesoro. Este cuidó de aumentar su importancia y el asombro cundió cuando el corneta divulgó que aquello no era nada en comparación con el tesoro que yo tenía en Colonia.

El aventurero Simplicissimus
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