CAPÍTULO DECIMOCTAVO,

donde Olivier relata sus orígenes y lo que le pasó cuando era pequeño, sobre todo en la escuela

Mi padre —comenzó Olivier— nació no muy lejos de la ciudad de Aquisgrán, de gentes muy humildes, por lo que en su más temprana juventud tuvo que entrar al servicio de un rico comerciante en cobres. Se portó tan bien que este le hizo aprender a leer, escribir y contar, y finalmente lo puso a la cabeza de todos sus negocios, como había hecho Putifar con José para mayor fortuna de ambos, pues el comerciante, gracias a la habilidad y aplicación de mi padre, era cada día más rico; mi padre, gracias a los buenos tiempos, se volvió tan orgulloso que incluso llegó a despreciar a sus padres y a avergonzarse de ellos a pesar de sus continuas y varias quejas. Al cumplir mi padre veinticinco años, murió el comerciante, dejando toda su herencia a su viuda y a su única hija, la cual poco antes había sufrido un grave tropiezo con el mancebo de una tienda, de quien había tenido un hijo que siguió al poco tiempo a su abuelo a la tumba. Cuando mi padre vio que la hija quedaba sin padre y sin hijo, pero no sin dinero, no tuvo en cuenta la pérdida de su doncellez y, tras sopesar su riqueza, le hizo la corte. La madre lo vio con buenos ojos, no solamente para devolver el honor a su hija, sino por la habilidad de mi padre en el negocio y en el trato con los usureros. Inesperadamente, mi padre se encontró convertido en un hombre riquísimo gracias a la boda, y yo en su primer heredero, quien, debido a la abundancia, fui finamente criado; mis ropas eran las de un noble, mi comida la de un barón y, por cómo me cuidaban, podía creérseme un conde. Antes de cumplir los siete años, ya empecé a dar muestras de lo que sería de mayor, y es que las ortigas escuecen ya desde que nacen. Ninguna bribonada me parecía excesiva. Y cuando podía hacerle a alguien una trastada, no dejaba de hacerlo. Pasaba la mayor parte del día correteando con una patulea de arrapiezos y me peleaba incluso con chicos que me superaban en fuerza y en edad. Si me tocaba recibir mis padres decían: «Pero ¡qué es esto! ¡Que un bellaco de esta edad se pegue con nuestro pequeño!». Si era yo quien vencía, mordiendo, arañando y pegando, entonces exclamaban: «¡Nuestro Olivier será un chico muy valiente!». Y así me hice cada vez más osado. Todavía era demasiado pequeño para rezar, pero cuando renegaba como un carretero, decían que no entendía. Me volví cada vez peor hasta que me enviaron a la escuela. Lo que allí otros pillastres ideaban maliciosamente sin atreverse a llevarlo a cabo yo lo llevaba a término. Cuando manchaba o rompía los libros, mi madre me compraba otros para que el avaro de mi padre no se enfadara. Tenía amargado a mi maestro, pues no podía tratarme con mano dura ya que recibía muchos regalos de mis padres y conocía el amor ciego que me tenían. En verano cazaba grillos y los metía a escondidas en la clase, donde nos regalaban con sus alegres cantos. Durante el invierno robaba polvos que hacían estornudar y los esparcía por donde se castigaba a los más revoltosos. Si algún tozudo se resistía, se los echaba alrededor y hacían estornudar a todo bicho viviente, lo que era mi gran diversión. Pero después me pareció que estas pequeñas bromas eran poco para mí y las hice más gordas: robaba cualquier cosa de una bolsa y la metía en la de alguno a quien quisiera jugar una mala pasada y como sabía hacerlo tan bien, nunca me pillaban. En las guerras que organizábamos, solía ser el capitán, y de los golpes que recibía a menudo (siempre tenía la cara llena de arañazos, y la cabeza, de chichones) prefiero no hablar, porque ya se sabe las que suelen hacer los chicos. Por lo que te he contado, ya puedes hacerte una idea de cómo pasó mi infancia.

El aventurero Simplicissimus
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