CAPÍTULO NOVENO,

en el que Tanpronto conoce a Simplicissimus y le enseña a hablar con las cosas muebles e inmuebles y a entenderse con ellas

En una ocasión estaba paseando por el bosque prestando oídos a mis vanos pensamientos cuando encontré una efigie de piedra de tamaño natural que tenía el aspecto de haber sido algún día una estatua de un antiguo héroe alemán, porque llevaba las antiguas vestimentas franconias de los soldados romanos, con un gran peto suabo delante, la cual estaba en mi opinión esculpida de forma muy natural y artística. Mientras contemplaba la efigie y me maravillaba de cómo había podido llegar a aquel paraje, me vino a la memoria que en algún sitio de aquellas montañas debía de haber estado hacía largo tiempo un templo pagano al que aquel ídolo no podía sino pertenecer. Miré a mi alrededor para ver si veía algo de sus cimientos pero no vi tal cosa, mas sí encontré una palanca que habría dejado tirada algún leñador; la cogí y la apliqué a la efigie para darle la vuelta y ver de qué condición era por los otros lados. Apenas le había puesto la palanca en el cuello y empezado a empujar, empezó a moverse por sí misma y a decirme:

—Déjame en paz, soy Tanpronto.

Yo me sobresalté sin duda en alto grado, pero me recobré y dije:

—Ya veo que tan pronto eres otro, porque hace un instante eras una piedra muerta y ahora un cuerpo mueble. ¿Quién eres, el diablo o su madre?

—No —respondió él—, no soy ninguno de ellos, sino tan pronto otro, que es por lo que me has llamado así y reconocido, ¿cómo podrías no reconocerme, si he estado contigo todos los días de tu vida? El que nunca haya hablado contigo, como por ejemplo hice el último día del año mil quinientos treinta y cuatro con Hans Sachs, el zapatero de Nuremberg[6], es la causa de que nunca te hayas fijado en mí, sin darte cuenta de que yo, más que otros, te he hecho tan pronto grande como pequeño, tan pronto rico como pobre, tan pronto ensalzado como humillado, tan pronto alegre como triste, tan pronto malo como bueno y, en suma, tan pronto de una forma como de otra.

Yo dije:

—Si no sabes hacer más que eso, bien podrías haberte mantenido lejos de mí.

Tanpronto respondió:

—Si bien mi origen está en el Paraíso y mi acción y mi esencia persistirán mientras exista el mundo, no te abandonaré hasta que vuelvas a la tierra de la que viniste, te guste o no.

Yo le pregunté si no servía para otra cosa que para cambiar de tantas maneras a las personas y a sus acciones.

—¡Oh, sí! —respondió Tanpronto—, puedo enseñarles el arte de hablar con todas las cosas que por naturaleza son mudas, como sillas y bancos, cacerolas y puertos, etcétera, de la misma manera en que instruí para hacerlo a Hans Sachs, como puede verse en su libro, en el que cuenta un par de conversaciones que mantuvo con un ducado y un corcel.

—También yo, querido Tanpronto —dije—, te querría por el resto de mi vida si pudieras, con la ayuda de Dios, enseñarme ese arte.

—Por supuesto —respondió él—, lo haré gustoso.

Cogió el libro que yo llevaba, y, después de transformarse en un escribiente, trajo las siguientes palabras en él:

Yo soy el principio y el fin, y en todas partes válido.

Manohdy gilos, timad, isaser, sale, lacob, salet, enni nacob idil dadele neuaco ide ges Eli neme meodi eledid emonatan desi negogag editor goga nanegeriden, hohe ritatan auilac, hohe ilamen eriden diledi sisac usur sodaled auar, amu salifononor macheli retoran; Vlidon dad amu ossosson, Gedalamu bede neuaw, alijs, dilede ronodaw agnoh regnoh eni tatae hyn lamini celotah, isis tolostabas oronatah assis tobulu, Wiera saladid egrivi nanon aegar rimini sisac, heliosole Ramelu ononor windelishi timinutur, bagoge gagoe hananor elimitat.

Una vez hubo escrito esto, se convirtió en una enorme encina, poco después en una cerda, rápidamente en una salchicha y, de repente, en una gran cagada de campesino (con placer). Se convirtió también en un hermoso prado de tréboles y, antes de que me diera cuenta, en una bosta de vaca, ítem en una hermosa flor o rama, en una morera y luego en un hermoso tapiz de seda, etcétera, hasta que volvió a adoptar figura humana, cambiando la misma con tal frecuencia como el antedicho Hans Sachs de él decía. Y como yo no había leído tan variadas y rápidas metamorfosis ni en Ovidio ni en ninguna parte (porque por aquel entonces no había leído al tantas veces dicho Hans Sachs), pensé que el viejo Proteo había resucitado de entre los muertos para reírse de mí con sus trucos, o que quizá era el mismo diablo el que, por ser yo eremita, me tentaba y engañaba. Pero una vez que hube entendido, pues llevaba en sus armas la luna con más derecho que el emperador turco, que la inconsistencia era su estado y la persistencia su peor enemiga, se transformó en un pájaro, salió volando y me dejó con las ganas.

Yo volví a sentarme en la hierba y empecé a contemplar las palabras que Tanpronto me había dejado, y a intentar aprender su arte. Pero no tuve valor para pronunciarlas yo mismo, porque me parecía que iban a conjurar a los demonios y espíritus infernales y producir magia; en efecto, me parecían extrañas, poco alemanas e incomprensibles. Me dije a mí mismo: «¿Si empiezas a decirlas, quién sabe qué clase de fantasmas y brujas atraerás? Quizá ese Tanpronto haya sido Satán, que quiere seducirte. ¿Acaso no sabes lo que les ocurría a los antiguos eremitas?». Pero, al mismo tiempo, mi curiosidad no dejaba de mirar y remirar las palabras escritas, porque me habría gustado hablar con las cosas mudas en cuanto se suponía que también otros habían entendido a los animales irracionales. Al final, y como estaba muy intrigado (y puedo decir sin jactancia que soy bastante buen descifrador: el menor de mis artes es sacar una carta por un hilo, o incluso por un pelo, que nadie más podía idear o adivinar; y además hacía mucho que especulaba con escrituras ocultas, como la Steganographiae Trythenio), miré aquel escrito con otros ojos y hallé enseguida que Tanpronto no solo quería enseñarme ese arte con ejemplos sino que también me lo había comunicado por escrito, con buenas palabras alemanas, de forma mucho más sincera de lo que yo había pensado. Me quedé satisfecho y no presté más atención a mi nueva ciencia sino que me fui a mi casa y leí las leyendas de los antiguos santos, no solo para edificar mi espíritu con su buen ejemplo en mi apartada vida sino también para pasar el tiempo.

El aventurero Simplicissimus
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