CAPÍTULO UNDÉCIMO,

de la insólita gratitud de un paciente que apunto está de despertar en Simplicius devotos pensamientos

Estas últimas historias provocaron que casi les diera crédito e incitaron mi curiosidad de visitar aquel prodigioso lago. Entre los que allí estaban y habían escuchado también aquellos relatos se empezaron a emitir juicios y pareceres contradictorios, a lo que yo di a entender que si con una palabra alemana como Mummel se designaba a aquel lago, era porque algo embozado o enmascarado se escondía en él, pues tal es el significado del término, lo cual no se había aún desvelado a causa de sus peculiares naturaleza y profundidad a pesar de haber sido intentado por tan ilustres personas.

Me dirigí luego al lugar donde había conocido un año atrás a mi difunta esposa y catado el dulce veneno del amor. Allí mismo me recosté en la hierba verde, a la sombra, sin reparar como entonces en el canto de los ruiseñores pero sí sopesando las transformaciones que posteriormente sufrió mi vida. Evoqué cómo había dejado de ser un hombre libre para convertirme en un peón del amor, y cómo a continuación había pasado de oficial a campesino, de campesino rico a noble pobre, de Simplicius a Melchior, de viudo a casado, de casado a cornudo y de cornudo nuevamente a viudo. Y no solo eso, sino que de hijo de campesino me convertí en hijo de valeroso soldado para después nuevamente serlo de mi knan. Me lamenté asimismo de que el destino me hubiera privado de Herzbruder y de cómo, a cambio, me había otorgado dos matrimonios, ya pasados. Pensé en la piadosa vida y muerte de mi padre y en el fallecimiento desgraciado de mi madre, y junto a ello en todos los demás cambios, de manera que no pude evitar romper en llantos. Mientras me dolía por las grandes sumas que había logrado reunir y malgastar, llegaron dos pobres diablos vinolentos (a quienes la bilis negra había paralizado los miembros, por lo que debían bañarse en aguas acídulas) a sentarse cerca de donde yo estaba, que era un buen lugar para el descanso. Como creían estar a solas, empezaron a desgranar sus penas. Uno dijo:

—El doctor me ha enviado aquí como si, por no saber ya más qué hacer con mi salud, me mandara a la venta queriendo devolverle el favor al posadero que lo ha obsequiado con un tarro de mantequilla. Ojalá no hubiera visitado jamás a ese medicastro, o que al menos me hubiera recomendado de buenas a primeras estos manantiales: tendría más dinero o estaría más sano, pues estos baños no me van mal del todo.

—¡Ay! —respondió el otro—. Yo doy gracias a Dios por que no me haya concedido más dinero del que necesito, pues si el médico lo hubiera sospechado aún habría tardado un tiempo en aconsejarme estas aguas y me habría visto obligado a repartir mis bienes con él y los boticarios, de quienes cada año recibe favores a tal fin, y así hasta morir y pudrirme. Son todos tan alagartados que no recomiendan una cura en un lugar saludable como este si no piensan que estás ya en las últimas o no pueden robarte nada más. Si uno quiere que le digan la verdad, jamás debe dejarles entrever que tiene dinero, porque entonces le harán pagar para mantenerlo enfermo.

Aquellos dos criticaron todavía un buen rato a sus galenos, pero prefiero no detallarlo para no echar en mi contra a los señores médicos y evitar que me den algún día un purgante que me haga descomer hasta el alma. Cuento todo esto únicamente porque el segundo paciente, con su agradecimiento a Dios por no haberle concedido más riqueza, me consoló de tal modo que alejó de mi cabeza los desbarros y pensamientos sombríos por causa del dinero. Resolví no volver a codiciarlo, ni tampoco a desear otros honores; me propuse, en cambio, dedicarme a filosofar y llevar una vida devota, así como expiar mi falta de contrición y alcanzar, como hizo mi padre, en paz descanse, los más altos grados de la virtud.

El aventurero Simplicissimus
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