CAPÍTULO TERCERO,

donde el otro paje recibe la paga por sus enseñanzas y Simplicius es nombrado bufón

Cuando mi señor se hubo levantado, ordenó a su ayuda de cámara que me sacara del corral. Volvió este con la noticia de que la puerta estaba abierta y que al lado del cerrojo habían hecho un agujero con un cuchillo mediante el cual se había evadido, al parecer, el prisionero. Pero ya antes de que llegara esta noticia a mi señor, oyó por boca de otros que yo había estado en la cocina. Mientras tanto los criados habían salido a buscar para el desayuno a los invitados del día anterior, entre los cuales figuraba el cura, quien se personó antes que los demás porque mi señor quería hablarle de mí. La primera pregunta que le hizo fue si me tenía por cuerdo o por loco. Luego le contó lo mal que yo me había conducido el día anterior. Esto había sido notado por sus invitados, los cuales interpretaron tal comportamiento como si él me lo hubiera aconsejado, por lo que había tenido que ordenar que me encerraran, asegurándose contra nuevos ridículos. Pero me había fugado y en vez de acudir a servirle me había ido a la cocina a entretenerme como un hidalguillo que no considerara necesario esperarle a él. Nadie le había puesto jamás en una situación semejante. ¡A él, el gobernador, ante tal concurrencia de invitados dignos de los mayores honores! No sabía ya qué hacer conmigo como no fuera mandarme azotar y enviarme al diablo, por lo estúpidamente que me había comportado.

Mientras mi amo me acusaba y se lamentaba de mí, fueron llegando los distintos invitados. Cuando, por fin, se hubo desahogado, le contestó el cura.

—Si el señor gobernador me concediera unos minutos de licencia, contaría, para aclarar esta cuestión, la historia y hechos de Simplicius; nada más divertido podría imaginarse. Se deduciría del relato no solamente su completa inocencia, sino que se conseguiría algo más: todos aquellos que por su conducta pasada se sintieron ofendidos olvidarían prontamente su enojo.

Así pues, mientras yo era el tema de todas las conversaciones en las estancias superiores, en la cocina me aleccionaba el alférez loco a quien yo había encerrado en el gallinero con su bella. Amenazándome y dándome un tálero me hizo prometer que cerraría el pico en cuanto a su aventura.

Como el día anterior, las mesas se hallaban repletas de gente y abundantemente provistas. Los borrachines trataron de arreglar sus estómagos bebiendo refrescos de ajenjo, salvia, helenio, membrillo y limonadas, así como hipocrás, porque se encontraban como mártires en manos del diablo. Al principio hablaron de sí mismos, es decir, de lo bravamente que se habían embriagado la noche pasada, pero ninguno de entre ellos quería admitir noblemente haber estado completamente harto, mientras que la noche anterior todos se hallaban dispuestos a jurar por el diablo no poder beber más. Cuando se cansaron de hablar y escuchar sus propias tonterías, le tocó el turno al pobre Simplicius: el propio gobernador le recordó al cura las graciosas anécdotas que había prometido relatar.

Este solicitó que no le tomaran a mal los vocablos que se vería obligado a emplear en detrimento de su dignidad sacerdotal. Luego empezó a contar mis aventuras empezando por mi desgracia en la cancillería, prosiguiendo con las artes adivinatorias, mis creencias sobre el baile y cómo mi camarada me había embromado con sus palabras, hasta mi encierro en el corral. Todo esto lo relató el cura tan afortunadamente que las carcajadas no cesaron un solo momento y así supo disculpar mi ingenuidad e inexperiencia. El resultado fue que obtuve de nuevo el favor de mi señor y pude volver a la mesa. De mis aventuras en el corral y de cómo me había fugado del mismo no quise decir nada, por temor a que algún obstinado se ofendiera al suponer que el cura quisiera ver pecados en todas partes. Para divertir a sus invitados, me preguntó mi amo cuánto le había pagado a mi camarada por la ciencia adquirida. Cuando le contesté que nada, dijo:

—¡Yo le pagaré por ti!

Le mandó atar sobre una comedera y azotarle, exactamente de la misma manera que había sido tratado yo el día anterior, cuando con tan mala fortuna quise poner en práctica sus enseñanzas.

Mi señor, que ahora conocía de sobras mi simpleza, quiso bromear a costa mía en su provecho y en el de sus invitados, pues vio que nadie atendería a los músicos mientras estuviera yo disponible; todos aseguraban que mis ocurrencias tenían más valor que los acordes de veinte flautistas. Me preguntó, pues, por qué había agujereado la puerta del gallinero y huido, a lo que contesté:

—Eso debió de haberlo hecho algún otro.

—¿Qué otro? —me preguntó.

—Quizá el que entró donde yo estaba.

—¿Quién fue a verte?

—Esto no puedo decírselo a nadie.

Mi señor no era tonto y comprendió enseguida cómo debía abordarme. Rápidamente me espetó la pregunta de quién era el que me lo había prohibido. Yo contesté enseguida:

—El alférez loco.

Por las carcajadas me di cuenta de que había metido la pata. El alférez, que estaba sentado a la mesa, se volvió rojo como una brasa. Bastó un simple gesto de mi amo para que me permitiera decir lo que sabía. Me preguntó mi señor lo que hizo el teniente en el gallinero.

—Llevó consigo a una doncella —le contesté.

—¿Qué fue lo que hizo después? —continuó preguntando mi señor.

—Seguramente fue al corral a hacer aguas menores.

—¿Y qué hacía la señorita? ¿No se avergonzaba?

—¡Ca! No, señor, al contrario, se levantó las faldas seguramente para… —distinguido lector, amante de la decencia, el honor y la virtud, disculpa mi descortés pluma, pues le da por trasladar mis palabras de entonces al pie de la letra—… cagar.

Mi respuesta originó una unánime carcajada que impidió a mi señor seguir preguntando, lo cual no era tampoco necesario, pues de continuar con sus preguntas habría llenado de oprobio y vergüenza a la, es un decir, piadosa joven.

Luego el mayordomo contó en la reunión cómo recientemente, volviendo de las murallas de la ciudad, yo había dicho que ya sabía de dónde provenían los truenos y los relámpagos. Que había visto allí unos troncos huecos por dentro y montados en carretones. En ellos habían metido semillas de cebolla y un nabo de hierro con el rabo cortado, y que luego se pusieron a hacerles cosquillas a los troncos con una larga lanza y de resultas de todo ello había salido vapor y un fuego infernal por delante. Calificaron de espléndidas algunas de esas tonterías y hablaron de ellas durante todo el desayuno, pareciendo como si no hubiera nada más interesante y cómico de que hablar. Aquello terminó por conducirme a la perdición, pues todos coincidieron en decir que con una educación especial y cuidadosa podría yo llegar a ser un fantástico bufón, con quien se asombrarían los mayores potentados del mundo y se reirían hasta los moribundos.

El aventurero Simplicissimus
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