CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO,
donde se cuenta quién fue el ermitaño que había hecho compañía a Simplicius
Por la mañana el mayordomo de palacio me rogó que fuera a visitar al párroco, el cual me contaría la conversación que había sostenido con el gobernador acerca de mí. Un guardia me acompañó. El sacerdote me condujo a su cámara de estudio, hizo que me sentara y habló de esta manera:
—Querido Simplicius, sabe que tu ermitaño era nada menos que el cuñado, amigo y protector del gobernador. Como ayer me contaba este era el ermitaño un hombre que se distinguía tanto por su valor heroico como por su religiosidad, dos cualidades que raramente se encuentran reunidas en un hombre. Era de noble estirpe y poseía ricas posesiones en Escocia, su patria. Ciertos infortunios y su inclinación religiosa le hicieron despreciar y abandonar todo, porque los negocios terrenales le parecían insulsos, vanos y repudiables. En pocas palabras, esperaba cambiar su elevada posición en este mundo por una gloria venidera aún mayor, pues su espíritu sentía repugnancia por toda magnificencia pasajera, y sus pensamientos y acciones tenían por fin la vida miserable que llevaba cuando lo encontraste en el bosque y viviste con él hasta su muerte. Según mi parecer, los libros papistas sobre los antiguos anacoretas contribuyeron también a arrastrarle a semejante cambio.
»Quiero ahora contarte cómo llegó entonces a Spessart y cómo empezó su vida de ermitaño. Era la segunda noche de la batalla de Höchst, cuando poco después del amanecer llegó completamente solo a mi rectoría. Mi mujer, mis hijos y yo dormíamos aún, porque con el temor y las angustias por la proximidad de la batalla no habíamos pegado un ojo durante las dos noches anteriores. Estuvo llamando en la puerta hasta que yo y toda mi familia estuvimos despiertos. Cuando abrí la puerta, después de cambiar unas cuantas palabras, me encontré ante un caballero armado de pies a cabeza que se apeaba de un brioso caballo. Su lujosa indumentaria, toda bordada de oro y plata, estaba cubierta de sangre enemiga, y como llevaba la espada desnuda en la mano me dio un susto mayúsculo. Pero la envainó inmediatamente y me pidió con toda cortesía le cediera un rincón donde pasar la noche. Por su porte distinguido y su deslumbrante figura lo tuve por el mismísimo conde Mansfeld, quien, derrotado estrepitosamente en Höchst, debía de hallarse en plena fuga. Lo negó y me aseguró que él era mucho más desgraciado que el propio Mansfeld. No solo sentía la pérdida de la batalla y el no haber podido caer para siempre en defensa del Santo Evangelio, sino que tenía que sufrir además la desaparición de su querida esposa, embarazada, a quien había perdido durante el desorden general. Traté de consolarle, pero pronto me convencí de que su alma noble no precisaba de consuelo. Le serví, pues, sin más conversación lo que tenía en casa y le arreglé luego una cama de soldado con paja fresca; no quería dormir en ninguna otra aunque estaba muy necesitado de descanso. Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue regalarme su caballo y todo el dinero que llevaba consigo, y repartir luego sus valiosas joyas y aderezos entre mi mujer, mis hijos y mis criados. No sabía yo qué pensar de estos regalos tan inesperados como inmerecidos, y quise rechazar la generosa dádiva.
»—Si encuentran en mis manos semejantes riquezas —dije— y sobre todo el magnífico caballo, sospecharían inmediatamente que yo había ayudado a robarle o a asesinarle.
»Me contestó que me libraría de tal peligro con un manuscrito, pero que no saldría de la rectoría llevándose nada de lo que tenía puesto. Y me anunció su propósito de hacerse ermitaño. Hice todo lo que estuvo en mi mano para disuadirle de su propósito, porque me olía a papismo, y le recordé que podía servir mejor al Evangelio con la espada. Fue en vano, porque se empeñó tanto que tuve que ayudarle en su propósito, proporcionándole todos los objetos y libros que tú encontraste en su cabaña. De la manta de lana con la que se cubrió durante la noche mandó que le hiciesen un hábito, y quiso que le cambiase la abultada cadena de hierro de mi carro por una de finísimo oro de la que colgaba un dije con el retrato de su amada esposa. En fin, no conservó nada. Mi criado tuvo que conducirlo a la parte más solitaria del bosque, donde le ayudó a construirse la cabaña. Cómo ordenó su vida y cómo le ayudaba yo de vez, lo sabes tú mejor que nadie.
»Cuando, después de la batalla de Nördlingen, fui saqueado y tan cruelmente castigado, corrí a ponerme a salvo aquí; mis bienes más preciados los había trasladado previamente. Cuando se me terminó el dinero acudí a un judío para cambiar por moneda algunos de los objetos de oro recibidos del ermitaño, entre los cuales figuraba un sello y la cadena de oro con el dije. Pero el judío ofreciole al gobernador estas alhajas en vista de la belleza y la valía del trabajo. El gobernador reconoció enseguida el escudo y el retrato. Mandó a buscarme y me preguntó de dónde tenía yo aquellos objetos. Yo le relaté todo lo que había sucedido, y también la manera como aquel ermitaño había vivido y muerto en el bosque. Como prueba le mostré aquella carta de entrega. Pero el gobernador no me creyó y quiso primero convencerse por sí mismo. Ordenó que me arrestaran y envió una ronda que debía asegurarse de la existencia de la cabaña y traerte a ti. Cuando te llevaban a la torre te divisé por casualidad. Ahora no puede dudar más el gobernador de la verdad de mi narración, sea ya porque conozco el lugar donde vivió el ermitaño, ya porque puedo citar el testimonio de varias personas que os vieron a ti y a él entrando en mi parroquia, o ya porque la misiva y el libro de oraciones son la prueba no solo de la verdad de mis palabras sino de la santidad del eremita. Por ello ha decidido, en memoria de su cuñado, hacer por ti cuanto esté en su mano. Solo necesitas decir lo que deseas. Si quieres estudiar, él pagará los gastos. Si tienes intención de aprender un oficio, mandará que te enseñen alguno; si quieres quedarte con él en su casa, te mantendrá como a su hijo, pues afirmó que incluso acogería a un perro que viniera de parte de su cuñado.
Yo contesté que tanto me daba lo que el gobernador hiciera conmigo.