CAPITULO OCTAVO,
de cómo el Cazador encantó al diablo en un arcón y Springinsfeld se hizo con unos buenos caballos
Tampoco pude librarme de mi Júpiter: el comandante no lo quería, porque no lo podía desplumar, y me lo dio como regalo. Así llegué yo, que hasta un año antes había pasado por loco, a poseer un loco propio sin necesidad de comprarlo. Tan asombrosa es la diosa fortuna y tan volubles los tiempos. Poco antes me atribulaban los piojos, ahora tenía al dios de las pulgas en mis manos; medio año antes servía a un viejo dragón como mozo de cuadras, en cambio ahora tenía yo dos criados que me llamaban señor; no hacía un año que me habían perseguido los mozos para convertirme en ramera y ahora empezaban las doncellas a enloquecer de amor por mí. ¡No hay nada más estable en el mundo que la inestabilidad! Por eso pensaba que si la fortuna se volvía contra mí, me haría pagar por el bienestar de que yo entonces disfrutaba.
En aquel tiempo el conde de Wahl, en funciones de coronel gobernador de la región Westfaliana, reunía tropas escogidas de todas las guarniciones para organizar una ofensiva a través de Münster hacia Meppen, Lingen y otros lugares, a fin de eliminar especialmente dos escuadrones de jinetes de Hesse que, acuartelados a un par de millas de Paderborn, daban mucho trajín a nuestras tropas de aquella ciudad. Yo fui enviado junto con nuestros dragones y cuando se hubo reunido alguna tropa de Hamm, asaltamos sin más dilación el cuartel de aquellos jinetes, instalados en una pequeña ciudad mal defendida. Los jinetes lograron escapar, pero nosotros los obligamos a volver a su nido. Les ofrecimos dejarlos en paz si entregaban los caballos y los fusiles, pero no aceptaron la oferta. Así tuve ocasión de dar a conocer, aquella misma noche, la clase de suerte que me acompañaba en los combates. Las callejuelas pronto estuvieron vacías, porque nosotros derribábamos todo lo que llevaba fusil. Luego les tocó el turno a las casas: Springinsfeld opinó que debíamos dedicar nuestro afán a una casa que tuviera un montón de estiércol en la puerta, porque en estas acostumbraban vivir las más ricas lechuzas, y en una de esas nos metimos. Springinsfeld registraría la cuadra y yo la vivienda, luego nos repartiríamos el botín. Aquel encendió un cirio y se puso al trabajo. Yo entré y llamé al cabeza de familia, sin recibir contestación, porque todos se habían escondido. Finalmente llegué a un aposento donde no encontré más que una cama vacía y un enorme arcón cerrado con llave. Lo descerrajé con la esperanza de encontrar algo valioso en él, pero cuando levanté la tapa se alzó ante mí una especie de bulto negro como el carbón que yo tomé por el propio Lucifer. Confieso que nunca en mi vida me había asustado de aquella manera.
—¡Vas a morir en mis manos!
Esto lo dije a pesar de mi pánico, y levanté mi pequeña destral, pero no tuve el valor suficiente para descargarla sobre la cabeza de aquel diablo. Este se arrodilló de pronto a mis pies, elevó las manos y dijo:
—¡Querido mi señor, os pido por Dios que respetéis mi vida!
Me di entonces cuenta de que no era un demonio, ya que invocaba a Dios y pedía clemencia. Le ordené que saliera del arcón, y enseguida lo tuve ante mí tan desnudo como el Señor lo había traído al mundo. Corté un pedazo de mi cirio y se lo di para que me alumbrara. Lo hizo servilmente y me condujo a una pequeña estancia, donde encontré al dueño de la casa rodeado de todos sus criados, el cual tembloroso y con humilde acento pidió gracia. Yo se la concedí gustoso, tanto más cuanto que nos estaba terminantemente prohibido ocasionar daño alguno a los ciudadanos. Me entregó todo el bagaje de un capitán de caballería de Hesse que estaba alojado en su casa y que había salido con toda su gente, a excepción del presente moro, a fin de defender su puesto al empezar nosotros el ataque. Entre sus cosas encontré una valija de hierro remachada y cerrada con llave. Luego vino Springinsfeld de la cuadra, donde había encontrado seis hermosos caballos, ricamente ensillados. Cuando las puertas de la ciudad fueron abiertas y entró por ellas nuestro general conde de Wahl, instaló precisamente en aquella casa su cuartel, por lo que en plena noche tuvimos que buscar otro refugio, permaneciendo finalmente con el resto de los camaradas, que habían asaltado la ciudad. Allí repartí con Springinsfeld mi botín. Me quedé con el morito y los dos mejores caballos, entre ellos uno español, con el que más tarde me lucí no poco; de la valija recogí numerosos anillos preciosos y una cajita de oro guarnecida de grandes rubíes y con el retrato del príncipe de Orange. Solo por los caballos y las alhajas obtuve más de doscientos ducados; por el moro, que se me había atragantado y que ofrecí a nuestro general, apenas si obtuve un par de docenas de táleros. Pronto nos retiramos en dirección a Ems, donde hicimos muy poca cosa. Como pasábamos cerca de Recklinghausen me fue concedida licencia para ir a visitar con Springinsfeld al cura, a quien recientemente le habíamos robado el tocino. Fuimos allí objeto de un alegre recibimiento y yo le conté cómo el moro me había devuelto el susto que yo le di a la cocinera aquella noche. Al despedirnos le regalé un hermoso reloj (procedente del arcón del capitán de Hesse) como agradecido recuerdo, lo que solía hacer con todo aquel que guardara motivos para odiarme.