CAPÍTULO SEXTO,

de cómo Simplicius huye en secreto y es robado mientras cree que tiene la sífilis

Por tal procedimiento logré reunir un dineral y tantos honores y regalos que, finalmente, me sentí alarmado. No me extraña que las mujeres se entreguen a la prostitución y hagan de esta indignidad un medio de vida, siendo tan buen negocio. Empecé a preocuparme de mí mismo. No por temor de Dios ni por necesidad de mi conciencia, sino por miedo a verme un día descubierto en pleno baile y pagado conforme a mis merecimientos. Así, pues, traté de regresar a Alemania, tanto más cuanto que el comandante de Lippstadt me había escrito para decirme que había detenido a unos cuantos comerciantes de Colonia, a los que no soltaría mientras no le entregaran todas mis cosas, y que todavía me reservaba la alferería y que me esperaría hasta la primavera; en otro caso, se vería obligado a cubrir mi vacante. Incluía una carta de mi esposa, llena de testimonios de su amor por mí y de su ardiente deseo de volver a verme. ¡Si hubiera sabido lo honradamente que vivía yo, seguramente habría incluido otro género de saludos!

Fácilmente supuse que me sería inútil intentar conseguir el consentimiento de monsigneur Canard para irme, por lo que pensé en abandonarlo en secreto tan pronto como pudiera. Por desgracia, la oportunidad se produjo enseguida, porque me encontré un día con unos oficiales del ejército de Weimar y me presenté a ellos como un alférez del regimiento del coronel S. A. que había venido a París para resolver un asunto privado pero que deseaba reintegrarme a mi regimiento, y les pedí que me permitieran acompañarlos. No mostraron ningún inconveniente y me comunicaron el día de su partida. Me compré un penco, preparé mi viaje tan secretamente como pude y empaqueté todo el dinero que por un medio tan innoble había conseguido de aquellas mujeres descastadas (unos quinientos doblones) y, sin el permiso de monsigneur Canard, me puse en camino. Así y todo, le envié una carta, fechada en Maastricht para que creyera que me dirigía a Colonia, en la que me despedía de él diciéndole que no podía quedarme más tiempo porque me era imposible digerir sus embutidos aromáticos.

A la segunda noche de viaje, me sentí como si tuviera la erisipela y me dolía tanto la cabeza que no me pude levantar de la cama. Estábamos en una mísera aldehuela, en la que no había médico ni, lo que era peor, nadie que me cuidara, ya que los oficiales continuaron su viaje hacia Alsacia a la mañana siguiente dejándome tirado, y medio muerto, como si no me conocieran de nada. Únicamente, antes de irse, pidieron al posadero que cuidara de mí y de mi caballo y al alcalde del pueblo que me tratase como a un oficial al servicio del rey.

Así estuve tendido unos cuantos días, sin conocimiento y delirando como un loco. Enviaron a buscar al cura, pero este no consiguió sacar de mí nada sensato. Cuando vio que no podía curarme el alma, intentó acudir en ayuda del cuerpo. Me abrió una vena, me dio un brebaje para que sudara y me tumbó arropado en la cama. Me hizo tanto bien que aquella misma noche recordé dónde estaba, cómo había llegado a aquel lugar y cómo me había puesto enfermo. A la mañana siguiente vino de nuevo el cura y me encontró desesperado, porque no solamente me habían despojado de todo mi dinero, sino porque creía tener (con perdón) el mal gálico, el que regalaban más fácilmente que las muchas pistolas. Era el precio a que debía pagar mis desaparecidos doblones. Tenía el cuerpo cubierto de manchas, como un tigre, y no podía andar, ni estarme quieto, ni sentarme, ni tenderme. Se había agotado mi paciencia. Aunque jamás había creído que aquel dinero proviniese de Dios, ahora culpaba al diablo de habérmelo quitado. Parecía desesperar de todo y el pobre cura no sabía cómo consolarme, ya que el zapato me apretaba a la vez por muchos lados.

—Amigo mío —me dijo—, si no queréis llevar vuestra cruz como un cristiano, portaos al menos como una persona sensata. ¿Qué pretendéis? ¿Es que, además de vuestro dinero, queréis perder la vida y, lo que es más importante, el alma?

—Lo mismo me daría el dinero —le contesté—, si no tuviera esta maldita enfermedad, o estuviera en algún lugar donde pudieran curarme.

—Deberéis tener paciencia —contestó el religioso—. ¿Qué harían si no los pobres niños del pueblo, más de cincuenta, que, como vos, son víctimas de la misma enfermedad?

Cuando oí que también los niños sufrían de mi dolencia, recobré el valor, porque comprendí que ellos no podían haber adquirido aquella repugnante peste que yo me figuraba. Tomé entonces mi baúl y miré lo que había quedado pero, aparte de la ropa blanca, no hallé más que una cajita con el retrato de una dama engarzado con numerosos rubíes que me habían regalado en París. Saqué el retrato y entregué al cura lo demás con el ruego de que lo vendiera en la ciudad vecina para tener algo de que comer. Apenas recibí una tercera parte de su valor y como no me alcanzó para mucho, tuvo que vender también el caballo. Con lo que me dieron pude subsistir hasta que las costras comenzaron a secarse y me encontré algo mejorado.

El aventurero Simplicissimus
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