CAPÍTULO CUARTO,

que trata sobre cómo Herzbruder y Simplicius tan pronto están en la guerra como lejos de ella

¡Qué de cosas curiosas suceden en este ajetreado mundo! Es costumbre decir: «El que todo lo sabe pronto se enriquece». Pero yo, en cambio, digo: «El que sabe adaptarse a su tiempo pronto será grande y poderoso». Muchos cerdos y cucarachas, títulos que suelen darse a los avaros, se enriquecen rápidamente, porque conocen y utilizan todas las oportunidades. Mas no por eso se hacen más grandes, sino que son menos queridos que antes, con su pobreza. Al que consigue hacerse poderoso las riquezas le siguen de cerca. La fortuna, que suele repartir el poder y la riqueza, me sonrió y me dio oportunidades suficientes en Viena para ascender sin obstáculos por los peldaños de la grandeza. ¡Y, sin embargo, no lo hice! ¿Por qué? Creo que mi hado había decidido otra cosa, es decir, que me dejara guiar por mi necedad.

El conde de Wahl, bajo cuyo mandato me había hecho famoso en Westfalia, se encontraba también en Viena cuando llegamos. Durante un banquete que el conde de Götz y otros altos consejeros de guerra imperiales dieron en su honor, se habló de unos cuantos célebres soldados y guerreros. Y como alguien se acordó del Cazador de Soest, el conde de Wahl contó tantas de sus hazañas y gloriosos hechos con tantos elogios que dio pie a la admiración de la concurrencia por aquel soldado tan joven. Todos lamentaron que el astuto coronel de S. A. de Hessen le hubiera endosado una esposa, para que defendiera la causa sueca o, al menos, dejara la espada. El conde de Wahl estaba bien informado sobre cómo el coronel de L. había jugado conmigo. Herzbruder, que se hallaba presente y deseaba aumentar mi bienestar, pidió permiso para hablar y aseguró que conocía al Cazador de Soest mejor que nadie. No solamente era un soldado excelente, con nariz para la pólvora, sino un ágil jinete, un diestro esgrimidor, un hábil maestro armero y artificiero que nada tenía que envidiar a un ingeniero. No solamente había dejado a su esposa en L. porque le habían engañado, sino también cuanto poseía, para regresar con los imperiales. Durante la pasada campaña se había unido a los ejércitos del conde de Götz y, vuelto a aprisionar por los de Weimar, pudo huir de estos con otro camarada. Seis mosqueteros y un cabo que los perseguían y que debían obligarlos a retroceder pagaron con su vida el intento y el Cazador salió de esta lucha con un rico botín. Luego, se había unido a él, acompañándolo hasta Viena para alistarse allí contra los enemigos de su majestad imperial. Solo ponía una justa condición: no quería volver a actuar como simple soldado.

En aquella noble concurrencia, animada ya por las dulces bebidas, se despertó una gran curiosidad y expectación por conocer al Cazador de Soest, y Herzbruder fue enviado a buscarme en carroza. Por el camino me instruyó acerca de cómo debía comportarme ante tanto ilustre personaje; mi fortuna dependía de aquellos instantes. Cuando llegamos, contesté a todas las preguntas que se me hicieron de manera precisa y rotunda, de tal forma que di nuevos motivos de asombro a todos los que me escuchaban; no dije nada que no causara buena impresión. Me comporté, pues, de manera que a todos resulté simpático, ya que, dadas las alabanzas del conde de Wahl, todos me tenían por un magnífico soldado. De todas formas, agarré una buena borrachera, dejando entrever lo poco que había frecuentado la corte. El resultado de todo esto fue que un coronel de infantería me ofreció el mando de una compañía en su regimiento. Yo no rechacé la propuesta, pues me dije que ser capitán no era ya ningún juego de niños. Pero Herzbruder me reprochó mi ligereza al día siguiente, diciéndome que si hubiera esperado, seguramente habría alcanzado algún puesto de mayor importancia.

Así pues, fui presentado como capitán a una compañía en la que si bien la plana mayor estaba completa, solo eran siete soldados hábiles para el servicio. Además, la mayoría de mis suboficiales eran viejos gruñones, que me causaban muchos quebraderos de cabeza. En el primer combate en que tomamos parte poco tiempo después fuimos fácilmente aniquilados. Esta batalla le costó al conde de Götz la vida y a mi Herzbruder sus testículos por causa de un disparo. Yo recibí una herida en un muslo, pero sin importancia. Nos dirigimos ambos a curarnos a Viena, donde además teníamos todo nuestro dinero. Las heridas curaron con relativa facilidad, pero en Herzbruder se notaron síntomas alarmantes, que los médicos no supieron a qué atribuir. Se le paralizaron las cuatro extremidades, como a un colérico atacado por la bilis aunque no tenía una complexión propensa a la cólera. Le recomendaron una cura de aguas medicinales en el balneario de Griebach, en la Selva Negra.

¡Y así, de repente, cambió nuestra suerte! Herzbruder había tenido poco antes la intención de casarse con una dama distinguida, para, de esta manera, llegar a ser barón, y a mí hacerme noble. Pero ahora debía renunciar a sus planes, al haber perdido aquello que le era indispensable para poder fundar una familia. Además, estaba amenazado por una larga enfermedad en la que se iba a ver necesitado de amigos verdaderos. Hizo, pues, testamento y me instituyó heredero único de todos sus bienes, sin duda en agradecimiento a que, por su causa, había yo abandonado todo, dimitiendo del mando de mi tropa para acompañarle a tomar las aguas y permanecer a su lado hasta que recobrara su salud.

El aventurero Simplicissimus
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