CAPÍTULO QUINTO,

en el que el ermitaño es sacado de su desierto entre Inglaterra y Francia y lanzado al mar en un barco

Mientras la codicia hablaba de ese modo y se ensalzaba y ponía por delante de la prodigalidad, vino volando un espíritu infernal que parecía caduco, esmirriado, paralizado y encorvado por la edad; resoplaba como un oso o como si hubiera dado alcance a una liebre, por lo que todos los presentes aguzaron el oído para saber qué novedades traía o qué presa había atrapado, pues tenía fama entre otros espíritus de ser para ello especialmente diestro. Sin embargo, cuando lo vieron a la luz resultó que no había nada de eso, ya que cuando habló se vio enseguida que había ofrecido en vano a Iulo, un noble procedente de Inglaterra, y a su criado Avaro (que viajaban juntos de su patria a Francia) traerlos a ambos o a uno solo; al primero no había podido cogerlo debido a su noble condición y virtuosa educación; al otro por su simple devoción, y por eso pedía a Lucifer su ayuda.

Daba la impresión de que Mammón había terminado su discurso y la prodigalidad iba a retomar el suyo, pero Lucifer dijo:

—Basta de palabras, la obra ensalza al maestro. Se os da a cada uno de los dos la ocasión de tomar de la mano a uno de esos ingleses, atacarlo, probarlo, acosarlo y tentarlo con vuestro arte y astucia hasta que uno u otro quede cautivo en su soga e incorporado a nuestro reino infernal. Aquel que traiga o seduzca al suyo más firme y sólidamente atado recibirá el premio y tendrá preeminencia frente al otro.

Todos los espíritus infernales elogiaron esa decisión, y las dos partes en disputa se avinieron, por consejo del orgullo, a que Mammón tomara de la mano a Avaro y la prodigalidad a Iulo, con la expresa condición y reserva de que ninguna de las partes hiciera a la otra ni la menor injerencia ni osara perturbarla de otro modo, a no ser que el interés del reino infernal así lo exigiera expresamente. Y era maravilla ver cómo los otros vicios deseaban suerte a esos dos y les ofrecían su compañía, ayuda y servicio. Con esto se dispersó toda la infernal asamblea y se levantó un fuerte viento que me llevó en un abrir y cerrar de ojos, junto con la prodigalidad, la codicia y sus adeptos y asistentes, entre Inglaterra y Francia, al barco en el que ambos ingleses estaban a punto de cruzar el canal y desembarcar.

El orgullo se dirigió derechamente a Iulo y dijo:

—Bravo caballero, soy la reputación y, como vais a pisar un país extraño, no me toméis a mal que me ofrezca como guía. Debéis mostrar a sus habitantes, mediante una especial elegancia, que no sois un mal noble sino descendiente de la estirpe de un antiguo rey. Y si así no fuera, os correspondería en todo caso honrar a vuestra nación y mostrar a los franceses cuán esforzadas son las gentes de Inglaterra.

A estas palabras respondió Iulo haciendo que Avaro, su criado, pagara el viaje al patrón del barco en grandes monedas de oro. Tan encantadora y fabulosa especie logró que el patrón hiciera una humilde reverencia ante Iulo e incluso le llamara varias veces generoso señor. Aprovechose de ello el orgullo y dijo a Avaro:

—¡Mira cómo se honra a aquel que lleva buena carga!

Pero la codicia le dijo:

—Si tú hubieras tenido tanto como ahora regala tu señor, lo habrías invertido de otro modo; porque es mucho mejor que las reservas y los excedentes se inviertan en casa a cierto interés, para poder disfrutar algo de ellos en el futuro, que derrocharlos tan inútilmente en un viaje que, además, está lleno de cuitas y peligros.

Aún no habían pisado ambos jóvenes tierra, cuando el orgullo avisó en secreto a la prodigalidad de que no solo tendría acceso sino, según todos los indicios, inamovible asiento a la primera llamada en el corazón de Iulo. Le recordó que podía prestarle más apoyo de otro tipo para que pudiera llevar a la práctica sus intenciones de manera más cierta y segura; sin duda no quería separarse de ella, pero sin embargo tenía que prestar a su oponente, la codicia, tanta ayuda como la prodigalidad esperaba de él.

Mi favorabilísimo y honradísimo lector, si he de contar una historia, quiero resumirla y no perderme en tantos detalles. Yo mismo tengo que confesar que mi propia curiosidad exige de cada escritor que nunca se demore mucho en lo escrito, pero lo que estoy exponiendo aquí es una visión o sueño, y por tanto algo distinto. No puedo ir tan deprisa hacia el final sino que tengo que aportar pequeñas particularidades y circunstancias para poder contar en su integridad lo que tengo intención de explicar a las gentes, que no es otra cosa que un ejemplo de cómo de una pequeña chispa nace un gran fuego si no se observa la cautela. Porque, igual que raras veces alguien alcanza en este mundo el máximo grado de santidad, tampoco nadie pasa derechamente y, por así decirlo, en un momento, de piadoso a truhán, sino que cada uno desciende poco a poco, escalón a escalón; escalones estos de la perdición que no puedo obviar en mi historia, pues cada cual debe aprender a prevenirse a tiempo de ellos, tal es mi finalidad principal. Les ocurría a aquellos dos jóvenes como a un joven corzo que, cuando ve al cazador, no sabe al principio si huir o quedar quieto, y termina abatido en cuanto reconoce a su verdugo. Sin duda cayeron en la red un poco más deprisa de lo habitual, pero precisamente por ello no les quedó más remedio a los que prendían el fuego que intentar aplicar la chispa de uno y otro vicio al mismo tiempo. Así como el ternero, cuando termina el invierno y lo dejan salir del cálido establo al alegre pasto, empieza a saltar de charco en charco y cae, para su ruina, a una grieta o cercado, así también la irreflexiva juventud, cuando deja de estar bajo la vara de la disciplina paterna y se encuentra lejos de los ojos de los padres en la tan ansiada libertad, carece de su experiencia y cautela.

El orgullo no solo le dijo lo que hemos dicho hace largo rato a la prodigalidad, sino que se volvió al propio Avaro, junto al que se encontraban la envidia y el disfavor, camaradas enviados por la codicia a allanarle el camino. A él dirigió su discurso diciéndole:

—Escucha, Avaro, ¿no eres tan hombre como tu señor? ¿Acaso no eres tan inglés como Iulo? ¿Qué es esto, que a él lo llamen generoso señor y a ti su criado? ¿Es que no os ha parido y traído al mundo Inglaterra lo mismo al uno que al otro? ¿A cuenta de qué viene que en este país, que es tan poco de él como tuyo, él sea tenido por un señor y tú tratado como un esclavo? ¿No habéis venido cruzando el mar los dos? ¿No se habría él ahogado lo mismo que tú, siendo los dos humanos, si vuestro barco hubiera naufragado por el camino? ¿O es que por ser noble él habría escapado como un delfín bajo las olas del proceloso mar hasta un puerto seguro? ¿Acaso se habría elevado como un águila sobre las nubes (que contenían el origen y la cruel causa de vuestro naufragio) para sustraerse a la muerte? ¡No, Avaro! Iulo es tan hombre como tú, y tú eres tan hombre como él. ¿Por qué se le da entonces la preferencia?

Interrumpió Mammón al orgullo con estas palabras:

—¿De qué sirve exhortar a volar a alguien antes de que le hayan salido las alas? ¡Como si no supiéramos que es el dinero la sustancia de Iulo! ¡Su dinero, su dinero es lo que él es, y sin él no es nada! Nada es, digo, salvo lo que su dinero hace de él. Que este buen muchacho espere un poco y me deje ver si no consigo para Avaro, con esfuerzo y obediencia, tanto dinero como aquel despilfarra, y le convertiré en un pisaverde como Iulo.

Así fueron las primeras tentaciones de Avaro, a las que no solo prestó oídos sino que decidió pensar en ellas. Y tampoco Iulo dejó de seguir con todo celo lo que el orgullo le sugería.

El aventurero Simplicissimus
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