CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO,

de cómo Simplicius viaja hasta el baile de las brujas

Vagando de tal forma topé más de una vez con campesinos que huían de mí no bien me veían, no sé si porque a causa de la guerra estaban atemorizados y se veían además obligados a huir permanentemente o porque los ladrones habían divulgado por todo el país su aventura conmigo. Si así era, creían sin duda que el maligno andaba suelto por aquella región en figura corpórea. Iba yo un día perdido por el bosque, con la angustia de que mis provisiones se agotaran y me viera obligado a vivir en la mayor miseria, reflexionando con temor en la necesidad de volver a comer las ya olvidadas hierbas y raíces, cuando oí a dos leñadores; me alegré enormemente y me acerqué guiándome por el ruido de sus hachazos. En cuanto divisé a los hombres tomé un puñado de ducados de mi saquito, me arrastré hasta ellos, les ofrecí el oro y les dije:

—Señores, si aceptáis mi compañía, os regalo este puñado de oro.

Apenas vieron mi figura y el oro me mostraron sus tacones, dejando abandonadas hachas y mazos junto con sus sacos de pan y queso. Con esto llené mi morral y huí de nuevo al interior del bosque, con la duda de si podría volver a reunirme con los hombres alguna vez.

Después de mucho cavilar llegué a la siguiente conclusión: «¡Quién sabe lo que puede sucederte! Ahora tienes dinero, y si consigues llevarlo a lugar seguro, o ponerlo en manos de personas honradas, podrás vivir largo tiempo de él». Así pues, hice dos brazaletes de mis orejas de asno, que tanto asustaban a las gentes, enrollé en ellos mis ducados de Hanau y los de los ladrones y me los até a los codos. Después de asegurar de esta manera mi dinero, asalté de nuevo las despensas de los campesinos, robando en ellas todo lo que podía. Y aunque en aquel entonces era un tanto inexperto, tenía la picardía suficiente para no volver nunca a un lugar de donde ya había tomado algo; por ello salía felizmente de todas mis andadas sin verme atrapado jamás in fraganti.

Una vez, a fines de mayo, me dispuse a aprovisionar mi morral del modo acostumbrado, aunque no por eso menos prohibido, y me arrastré en dirección a una casa. Llegué sigilosamente hasta la cocina, pero me di cuenta de que aún había gente levantada (nota: a donde había perros ya no me acercaba ni en broma); por lo tanto; dejé abierta la puerta que daba al patio, por si era precisa una huida en caso de peligro. Acurrucado y silencioso como un ratón esperé a que la gente se fuera a la cama. Vi una rendija en la puerta que daba a otro aposento y me acerqué a ella para ver si aquella gente se iba pronto a dormir o no. Mis esperanzas resultaron fallidas, porque precisamente en aquel instante terminaban de vestirse. Sobre el banco tenían, en vez de una luz, una llama azulada, y estaban untando escobas, horquillas, sillas y bancos, a fin de emprender luego en ellos el vuelo. Estremecime horrorizado al ver las cataduras de la extraña asamblea. Mas como ya estaba acostumbrado a toda clase de sustos y en mi vida había oído ni leído de historias de brujas ni de ogros, no me preocupó en exceso la cosa, a causa sobre todo del silencio y la tranquilidad que allí reinaban. Después de que se hubieron ido todos, penetré en la alcoba y, mientras pensaba en lo que habría de llevarme y dónde podría encontrarlo, me senté en un banco a horcajadas. Apenas sentado, me sentí arrastrado, llevado en volandas en dirección a la ventana, dejando abandonados el mosquete y el morral como pago por aquel ungüento tan artificioso. Sentarme, echar a volar y llegar, todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. A mi parecer, debí de llegar en menos de un segundo a un lugar donde se reunía un gran gentío; es también posible que, con la sorpresa y el susto, no me diera cuenta del tiempo transcurrido durante el viaje. La multitud bailaba una extraña danza; en mi vida había visto nada semejante. Cogidos de las manos y con las espaldas vueltas hacia dentro (como se pinta a las tres Gracias) y los rostros hacia fuera, formaban numerosos círculos. El del centro constaba de unas siete u ocho personas, el segundo de casi el doble, el tercero duplicado a su vez y así sucesivamente, de tal modo que el último estaba formado por unas doscientas personas. Como un círculo danzaba hacia la izquierda y el otro a la derecha, no pude contar los círculos que había ni lo que se hallaba en el centro en torno a lo cual bailaban. Los contorsionados rostros de los bailarines le daban a aquel espectáculo un aspecto grotesco y escalofriante. Tan curiosa como la danza era la música: según me pareció, cada danzante cantaba como para sí, de lo que resultaba una armonía en verdad asombrosa. Mi banco se posó junto a los músicos. Muchos de ellos en vez de flautas, trompetas y dulzainas tocaban víboras, culebras y áspides, soplando en ellas alegremente; otros lo hacían con gatos, con la boca en el trasero y tecleándoles el rabo hasta arrancar de ellos sonidos como el de la gaita; otros tocaban el violín con cráneos de caballo y otros el arpa con los costillares de alguna vaca; el de más allá tenía bajo el brazo una perra, meneándole la cola como si de un organillo se tratara y pulsándole las posaderas. Había también demonios que trompeteaban con sus apéndices nasales, y todo el bosque los secundaba con sus ecos. Cuando terminó la danza toda aquella asamblea infernal se enfureció de pronto y gritó, delirante, atronando el espacio con chillidos, airada como si todos se hubieran vuelto locos de repente. Es fácil imaginar el pánico que tenía yo metido hasta los huesos.

En el punto culminante de aquella algarabía, se me acercó un individuo con un asqueroso sapo entre las manos, tan grande como un bombo del ejército: le habían sacado los intestinos por el trasero y vuelto a meter por el morro. Su aspecto era tan repulsivo que por poco vomito.

—Mira, Simplicius —me dijo—, sé que tocas bien el laúd. Haznos oír alguna hermosa pieza.

Me asusté al ver que aquel sujeto conocía mi nombre y caí casi sin sentido al suelo. En mi horror enmudecí completamente y me convencí de que estaba soñando. Pedí a Dios todopoderoso que me permitiera despertar de aquel sueño, pero el del sapo, a quien yo continuaba mirando fijamente, se estiró la nariz como un pavo y me golpeó en el pecho, dejándome sin respiración. No pude resistir más y empecé a rezar, a lo que el ejército de brujas desapareció. En un decir amén y Jesús oscureció, y a mí se me encogió el corazón de miedo. Caí de rodillas al suelo y me persigné por lo menos cien veces.

El aventurero Simplicissimus
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