CAPÍTULO OCTAVO,

en el que Iulo se despide de Inglaterra del modo más noble y Avaro en cambio pende entre el cielo y la tierra

Acto seguido, Iulo se puso a toda prisa en camino con Avaro, después de haber despedido con honores al resto de su servidumbre de lacayos, pajes y similares gentes glotonas y prescindibles. Si yo ahora quisiera poner fin a la historia, tendría que irme con ellos. Pero debo decir que viajamos con desigual comodidad. Iulo cabalgaba un vistoso corcel, porque no había aprendido nada mejor que a montar, y a su grupa iba la prodigalidad, como si fuera su esposa o su amante. Avaro iba en un castrado o caballo capón, como suele llamárseles, y llevaba tras él a la codicia, dando tal impresión como si un charlatán de mercado o vagabundo hubiera ido a la iglesia con su mono. El orgullo, en cambio, flotaba en el aire, como si el viaje no le incumbiera especialmente. Los otros vicios auxiliares marchaban junto a ellos, como suelen hacer los guardianes, y yo me agarraba, unas veces aquí y otras allá, a la cola de un caballo, para poder ir con ellos y ver Inglaterra porque, pensando que había visto ya muchas terras, esa ingle sería una curiosa visión. Pronto llegamos al puerto donde antaño habíamos desembarcado y al cabo cruzamos el canal con buen viento.

A su llegada, Iulo encontró a su señora madre en sus últimas horas, a tal punto que ese mismo día falleció, con lo que él, como único heredero y recién alcanzada la mayoría de edad, se convirtió en dueño y señor del legado de sus padres. Dio comienzo entonces a una buena vida mejor que en París, por que había heredado una cantidad digna de mención. Vivía, como el rico de Lucas[4], capítulo dieciséis, como un príncipe: ora tenía invitados, ora era él el invitado, y su conversación aumentaba casi todos los días. Llevaba a pasear por mar o por tierra a las hijas y esposas de otros conforme al uso inglés, y tenía trompetero propio, profesor de equitación, ayuda de cámara, bufón, mozo de cuadra, cochero, dos lacayos, un paje, un cazador, cocinero y otra servidumbre ante la que se mostraba muy humilde (especialmente con Avaro, al que como su fiel compañero de viaje había convertido en mayordomo y factor o factótum), como también dio por propia a Avaro e hizo poner a su nombre aquella finca noble que antes le había empeñado en Francia, por el principal de la suma, los intereses y su salario, aunque valía mucho más. En resumidas cuentas, se comportaba con todo el mundo de tal modo que yo no solo creía que tenía que ser hijo de la estirpe de los antiguos reyes, como a menudo se había jactado en Francia, sino que casi le consideraba proveniente de la estirpe de Arturo, el elogio de cuya liberalidad ha llegado hasta el fin del mundo.

Por otra parte, Avaro no dejaba de pescar en tales aguas y de aprovechar la oportunidad; robaba a su señor más que antes y regateaba más que un judío cincuentón. Pero la peor faena que le hizo a Iulo fue que se encaprichó de una dama de alcurnia, la unió acto seguido a su señor y le atribuyó durante más de nueve meses al chiquillo que él le había hecho. Como Iulo no acababa de decidirse a casarse con ella y al mismo tiempo se vio en peligro de perder sus amistades, el honesto Avaro se interpuso y se prestó a casarse, para devolverle el honor, con aquella a quien él mismo deseaba, de quien había extraído más goce que el propio Iulo y a quien asimismo había deshonrado. Así se quedó de nuevo con una parte importante de los bienes de Iulo y encima dobló con su lealtad el favor de su señor. Pero ni así dejó de desplumarle mientras le quedaron plumas, y cuando no quedaban más que los cañones, tampoco los perdonó.

En una ocasión, Iulo fue a navegar por el Támesis en una travesía de placer con sus parientes más próximos, entre los que se encontraba el hermano de su padre, un caballero muy sabio e instruido. Este le habló más en confianza que de costumbre y le hizo saber, con corteses palabras y suave reprensión, que no era un buen administrador, que debía cuidar de lo suyo más de lo que hasta entonces lo había hecho, que si la juventud supiera lo que la vejez va a necesitar le daría cien vueltas a un ducado antes de gastarlo, etcétera. Iulo se echó a reír, se quitó un anillo del dedo, lo tiró al Támesis y dijo:

—Querido primo, es tan fácil que logre gastar lo mío como que este anillo regrese a mi mano.

Pero el anciano suspiró y respondió:

—Despacio, despacio, querido primo, es posible gastar la fortuna de un rey y agotar una fuente, ¡mirad lo que hacéis!

Pero Iulo se apartó de él y le odió más por esa advertencia de lo que tenía que haberle querido.

Poco después, algunos comerciantes vinieron de Francia con intención de que se les pagara lo que habían adelantado en París junto con los intereses, porque tenían noticias de cómo vivía Iulo, y de que un barco ricamente cargado que sus padres habían enviado a Alejandría había sido asaltado por los piratas en el Mediterráneo. Él les pagó con joyas, lo que era ya una indicación de que el metálico tocaba a su fin. Además, llegaron noticias de que otro barco suyo había naufragado en las costas de Brasil y una flota inglesa, en la que los padres de Iulo tenían la mayor participación, había sido en parte hundida por los holandeses no lejos de las Molucas y apresado el resto. Lo mismo pronto se supo en todo el país, de modo que quien tenía algo que reclamar a Iulo pidió su pago; parecía que la desgracia quería asaltarlo desde todos los rincones del mundo. Pero tal temporal no le asustó tanto como su cocinero, que le mostró maravillado un anillo que había encontrado en un pescado y reconocido enseguida como suyo, y se acordó entonces de las palabras con que lo había echado al Támesis.

Estaba entristecido y casi desesperado, pero se avergonzaba de admitir delante de las gentes lo que sufría en su corazón. Supo entonces que el hijo mayor del decapitado rey de Inglaterra había reunido en Escocia un ejército y tenía esperanzas de obtener éxito y reconquistar el reino de su señor padre. Iulo pensó aprovechar semejante ocasión para rescatar su reputación: se equipó a sí mismo y a los suyos con lo que le quedaba y reunió una hermosa compañía de jinetes, de la cual hizo teniente a Avaro y le prometió montañas de oro si iba con él. El pretexto era servir al Protector[5], pero cuando estaban listos para partir, fueron con la compañía al rápido encuentro del joven rey escocés, con el que finalmente unieron sus fuerzas. Habrían hecho bien, siempre que el rey hubiera tenido suerte. Pero cuando Cromwell destruyó a este y a su ejército, Iulo y Avaro apenas pudieron salvar la vida, y se vieron obligados a desaparecer. Por eso tuvieron que refugiarse en los bosques como animales salvajes y alimentarse de rapiñas y robos, hasta que fueron atrapados y ejecutados: Iulo sin duda con el hacha y Avaro con la soga que llevaba mereciendo mucho tiempo.

En ese momento volví en mí, o desperté al menos del sueño, y pensé en la historia que había vivido. Concluí que la liberalidad fácilmente puede convertirse en derroche, y el ahorro fácilmente en codicia, cuando no se tiene la sabiduría que gobierna y contiene el ahorro y la liberalidad por medio de la moderación. Lo que no sé decir es si ganó la codicia o la prodigalidad, aunque creo que aún hoy siguen luchando y disputando por esa preeminencia.

El aventurero Simplicissimus
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