CAPÍTULO DECIMOCUARTO,
que trata de un peligroso duelo a vida o muerte en el que, a pesar de todo, ambos rivales salvan la vida
Empezaba a desesperar ya de mi estrella cuando, unas cuatro semanas antes de la mencionada batalla, oí que unos oficiales de Götz hablaban de esta guisa:
—¡Este verano no termina sin batalla! Si vencemos al enemigo, conquistaremos Friburgo y las cuatro villas este invierno. Si somos derrotados, tendremos cuartel de invierno.
Saqué certera conclusión de esta profecía, y me dije: «¡Alégrate, Simplicius! El próximo año beberás buen vino del Neckar y del lago y disfrutarás de lo que merecen los de Weimar». Me engañaba; como ahora era weimariano, tuve que participar en el sitio de Breisach, que empezó tras la célebre batalla de Wittenweier, y tuve que hacer guardias como los restantes mosqueteros y construir fosos y trincheras, sin sacar de ello más ventaja que la enseñanza de cómo se asedia una fortaleza, por lo que apenas me había interesado cuando estuve en Magdeburgo. Además, mi estado era lamentable, hacinados como estábamos de dos en dos o de tres en tres, y mi bolsa estaba vacía: el vino, la cerveza y la carne eran objetos raros, manzanas y pan duro eran nuestros manjares más apetitosos.
Cuando pensaba en los platos de carne egipcios, es decir, jamones y embutidos de Westfalia que tenía en L., todo se me hacía más difícil de soportar. En mi esposa ya no pensaba nunca, excepto cuando yacía en mi tienda medio helado de frío. Entonces me decía con frecuencia a mí mismo: «¡Ay, Simplicius! ¿No crees que hay razón para que otros te hagan a ti lo mismo que tú en París les hiciste a otros?». Estos pensamientos me martirizaban como a un cornudo celoso, aunque podía confiar en el honor y las virtudes de mi esposa. Finalmente, llegué a inquietarme tanto que le comuniqué a mi capitán la situación en que me hallaba. También escribí a L., y recibí una carta del coronel de S. A. y de mi suegro en la que me decían haber escrito al príncipe de Weimar, para que mi capitán me dejara marchar con un salvoconducto.
Unas semanas antes de aquella Navidad, armado con un buen mosquete, partí del campamento en dirección a Breisgau. Mi propósito era recoger durante el mercado de Estrasburgo veinte táleros que mi suegro me había enviado y marchar luego con los comerciantes siguiendo el curso del Rin, pues por aquella zona abundaban las guarniciones imperiales. Al atravesar Endingen y cuando me acercaba a una casa solitaria, sonó un disparo y una bala me rozó el ala del sombrero. Al mismo tiempo salió de la casa un individuo rechoncho, gritándome que arrojara el mosquete. Yo le contesté:
—¡Por Dios, paisano, que no te daré ese gusto!
Y alcé el gatillo. Pero él desenvainó algo que parecía la espada de un verdugo, y se precipitó sobre mí. Cuando vi que la cosa iba en serio, disparé alcanzándole en la frente, el hombre se bamboleó unos instantes y luego cayó al suelo. Aproveché la ocasión, y le arrebaté la espada e intenté atravesarle con ella, pero como no lo conseguí, él se levantó de repente, cogiéndome por los cabellos. Yo me agarré a los suyos, después de arrojar lejos de mí su espada. Empezamos una pelea brutal, en la que cada uno enseñamos nuestra fuerza, pero ninguno éramos capaces de dominar al contrario. Tan pronto estaba en el suelo con él encima como nos volvíamos a levantar rápidamente, posición que no manteníamos mucho tiempo; los dos buscábamos la muerte del contrario. La sangre que me brotaba de la nariz y la boca se la escupí al rostro ya que tanto la ansiaba. Esto me favorecía, puesto que le impedía ver. De esta manera nos enzarzamos casi hora y media sobre la nieve; quedamos tan rendidos que parecía como si la debilidad del uno fuese incapaz de vencer solo con los puños al cansancio del otro, y que era imposible que uno pudiera matar al otro sin armas y con sus propias fuerzas.
El arte de luchar que yo había aprendido en L. me fue entonces de gran provecho; sin él indudablemente habría sido vencido, ya que mi enemigo era mucho más fuerte que yo y además duro y flexible como el acero. Cuando ya no podíamos más, cansados hasta la muerte, él, que yacía debajo de mí sin poder yo apenas sujetarle, me dijo al fin:
—¡Basta, hermano, me rindo!
Yo le contesté:
—¡Tendrías que haberme dejado pasar!
—¿Qué sacarás de mi muerte?
—¿Y qué habrías ganado tú si me hubiera alcanzado tu disparo, si apenas me queda un céntimo?
Me pidió perdón y yo me dejé enternecer y le permití levantarse, después que hubo jurado no solamente respetar la paz, sino ser mi fiel amigo y servidor. No le habría creído y menos confiado en él si me hubieran sido conocidas sus crueles fechorías.
Cuando nos hubimos levantado nos dimos la mano como señal de que todo estaba olvidado. Y ambos admiramos haber encontrado en el otro un maestro, y cada uno pensaba del otro que debía de ser invulnerable por arte de magia. Le dejé tener esta idea para que, cuando recuperara su arma, no intentara utilizarla de nuevo contra mí. De mi disparo él tenía aún un enorme chichón en la frente y yo había perdido mucha sangre. Pero ninguno de los dos se quejaba más que del cuello, tan dañados por los tirones de pelo que apenas podían aguantar las cabezas.
Se acercaba la noche y mi contrario me dijo que hasta el río Kinzig no encontraría ni un alma; él tenía en una casa cercana un buen trozo de carne y algo para beber, así que me dejé convencer y me fui con él. Por el camino continuó demostrándome con sus suspiros cuánto sentía haberme atacado.