CAPÍTULO TRIGESIMOCUARTO,

de cómo Simplicius arruina el baile

Mi amo salió apenas me hube desprovisto de la palangana; lo seguí hasta una casa grande, en cuyo salón vi un conglomerado de mujeres y hombres, casados y solteros, brincando y saltando en agitado remolino. Creí que se habían vuelto locos, pues no podía comprender qué demonios significaba aquella algarabía, acompañada de rabiosas cabriolas y enfurecidos movimientos. Cuando nos acercamos vi que eran nuestros invitados, que por la mañana aún estaban de juerga. «¡Dios mío! —pensé—, ¿qué se propone esta pobre gente? Deben de haber perdido el juicio». Pronto se me ocurrió que quizá fueran espectros infernales que, habiendo tomado apariencia humana, con tanta correría y mojiganga se mofaban de nuestras almas, pues supuse que de tener un alma humana y a imagen de Dios no se conducirían de tan inhumano modo. Cuando mi señor entró en la sala cesó de súbito todo aquel barullo. Luego dieron comienzo una serie de reverencias con un arrastrar y repicar de pies totalmente ridículos, como si quisieran recobrar las pisadas que habían propinado al duro suelo. Por el sudor que les cubría el rostro y por la fatigosa respiración deduje cuánto habían trabajado, pero sus gestos sonrientes demostraban que aquel esfuerzo no les sabía mal del todo.

Gustosamente habría preguntado qué significaba aquella nueva tontería. Mi camarada, el que me había ilustrado en el arte de adivinar, me aclaró el motivo de aquel jaleo. Se trataba nada menos que de hundir el suelo a viva fuerza.

—Pues ¿para qué te crees tú que son todos estos caracoleos? ¿No has visto cómo han partido ya diabólicamente las ventanas? Al suelo le debe de suceder lo mismo.

—¡Gran Dios! —contesté yo—. Entonces tendremos que caer todos y, con la caída, nos romperemos la cabeza.

—Sí —asintió mi camarada—; es de prever, pero les trae sin cuidado. Ya verás, cuando empiecen, cómo cada uno se agarra a una hermosa dama o doncella; a las parejas que caen abrazadas no es costumbre que les ocurran grandes daños.

Creí sus explicaciones palabra por palabra, y me entró tal pánico en el cuerpo que no supe ni dónde meterme, y cuando los músicos recomenzaron y los caballeros se abalanzaron hacia sus damas como los soldados hacia sus armas al toque de tambor, comprendí que, de un momento a otro, se hundiría el suelo. En efecto, todos ellos iniciaron de nuevo los saltos y los brincos al ritmo que marcaba la orquesta, mientras todo el edificio temblaba. Pensé: «¡Tu vida no vale ya un comino!». En mi miedo insuperable me agarré como un oso del brazo de una elegante dama que estaba conversando en aquel momento con mi señor, sujetándome tan fuertemente como la tiña. Y cuando ella quiso desprenderse de mí, se me apoderó la desesperación y empecé a gritar como si quisieran asesinarme. Pero por si esto no bastara, al mismo tiempo se me escapó de los pantalones algo que despidió un olor realmente asqueroso, como yo no recordaba haber olido desde hacía mucho. Los músicos enmudecieron repentinamente, los bailarines quedaron como clavados en el suelo. La orgullosa dama, de la que yo aún colgaba del brazo, se sintió profundamente ofendida, pues creyó que sin duda el propio gobernador había querido jugarle tan mala pasada. Mi señor ordenó que me azotaran de nuevo y me encerraran después en cualquier parte. Ya le había dejado en ridículo demasiadas veces aquel día. Los guardias que habían recibido el encargo no solo tuvieron piedad de mí sino que no pudieron acercárseme; por ello me libraron de los golpes y me encerraron sin más miramientos en el corral de las ocas, debajo de una escalera. Desde entonces he pensado a menudo en el tema, y soy del parecer que los excrementos que se nos escapan por miedo y espanto apestan mucho más que si hubiéramos tomado un fuerte purgante.

El aventurero Simplicissimus
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