CAPÍTULO DUODÉCIMO,

donde continúa la materia anterior y se ejecuta la sentencia

Al siguiente día de mercado, mi amo me llevó a una estancia que suele llamarse tonelería, donde fui examinado, reconocido como buena mercancía y pesado, luego negociado con un intermediario, gravado con tributos, cargado en un carro, llevado a Estrasburgo, entregado en un almacén, nuevamente examinado, tenido por bueno, gravado y vendido a un comerciante, que hizo que un carretero me llevase a su casa y me guardara en una estancia limpia. En cuyo acto mi antiguo amo, el cañamero, ganó el décimo beneficio; el inspector del cáñamo, el undécimo; el pesador, el duodécimo; el aduanero, el decimotercero; el intermediario, el decimocuarto; el carretero, el decimoquinto; el almacén, el decimosexto y el carretero que me llevó hasta el mercader, el decimoséptimo, pero también ganaron con su salario el decimoctavo beneficio los que me llevaron con su carrito a un barco en el que bajé por el Rin hasta Zwoll, y me es imposible contar quién por el camino ganó su tasa en tributos y cosas por el estilo, y por tanto también sacó beneficio de mí, porque estaba embalado de tal modo que no podía saber nada.

»En Zwoll disfruté una vez más de un corto descanso, luego fui separado de las mercancías medianas o inglesas, otra vez disecado y martirizado, arrancado en mi centro de otros, bataneado y rastrillado, hasta que me volví tan delicado que se habría podido hacer de mí algo tan puro como el hilo de convento. Luego fui facturado a Amsterdam, comprado y vendido en todas partes y entregado al sexo femenino, que también hizo de mí delicado hilo y que, en medio de tal trabajo, en todo momento me besaba y lamía, de manera que pude imaginarme que todos mis padecimientos habían ya tocado a su fin; pero poco después fui lavado, enrollado, entregado a los tejedores, devanado, pincelado con una cola, tensado en el telar, tejido y convertido en un fino lienzo holandés, y luego blanqueado y vendido a otro mercader, que a su vez me negoció por codos. Pero hasta llegar ahí sufrí mucha merma; la primera y más burda estopa que me quitaron fue tejida en mechas, macerada en estiércol de vaca y luego quemada; con la otra merma las ancianas tejieron un tosco hilo que se empleó para dril y tela de saco; la tercera merma dio por resultado un hilo bastante burdo que suele llamarse hilacha y aun así fue vendido por cáñamo; de la cuarta merma un hilandero hizo hilo y paño, pero no se podía comparar a mí (y no hablemos ahora de las fuertes sogas que se hicieron con mis camaradas los otros tallos, convertidos en cáñamo de maroma). Así que casi no alcanzo a contar el beneficio que mi estirpe da a los hombres, lo que unos y otros sacan de él. La última merma la sufrí yo mismo, cuando las mujeres se dieron a robar unos cuantos ovillos míos.

»Al antedicho mercader me compró una noble señora, que cortó todo el trozo de paño y honró con él a su servidumbre por año nuevo. Así que aquella partícula que más contenía de mi origen fue a parar a su camarera, que se hizo con ella una camisa, y la lució orgullosa. Entonces me enteré de que no son doncellas todas las que tal nombre reciben, puesto que no solo el secretario sino el señor mismo sabía consolarse con ella, porque no era fea. Pero la cosa no duró mucho, porque en una ocasión la señora vio en persona a su doncella ocupar su lugar. No obstante no alborotó ni se mostró cruel, sino que hizo lo que hace una dama razonable: pagó el finiquito a su doncella y le dio un amigable despido. Sin embargo, al señor de la casa no le gustó nada que le quitaran semejante bocado de entre los dientes y dijo a su esposa que por qué despedía a esa doncella, que era una persona tan ágil, diestra y diligente. Pero ella respondió: “Querido señor, no te preocupes, que en adelante yo misma haré su trabajo”.

»Por tanto mi doncella se fue con su equipaje, en el que yo era su mejor camisa, a su casa en Cammerich, llevando consigo una bolsa bastante pesada, porque había recibido bastante tanto del señor como de la señora y ahorrado su salario con celo, y aunque no encontró cocina tan buena como la que había tenido que abandonar, sí halló varios pretendientes que se encapricharon de ella y le daban de lavar y de coser, porque ella hizo una profesión de esto y con tal pensaba alimentarse. Entre ellos había un joven petimetre al que echó el lazo y se vendió como doncella. La boda fue celebrada, pero como pasada la luna de miel se vio que el patrimonio e ingresos de los jóvenes esposos no alcanzaban para mantenerla como había estado acostumbrada en casa de su señor, y además por entonces en Luxemburgo parecía haber falta de soldados, el esposo de mi joven señora se convirtió en corneta, quizá porque otro le había quitado la nata y puesto los cuernos. Por aquel entonces empecé a volverme seco y quebradizo, por lo que mi señora me cortó en pañales, ya que ahora tenía un joven heredero, el cual mocoso, en cuanto ella estuvo recuperada, me ensuciaba en adelante todos los días, y ella volvía a lavarme, con lo que terminamos tan finos y deshilachados que acabamos por no servir tampoco para eso, y mi señora nos tiró. Pero la dueña de la casa (que era un buena ama de casa) nos recogió, nos lavó y depositó con otros trapos viejos por el estilo en el estante de arriba. Allí tuvimos que esperar, hasta que vino un tipo de Epinal que andaba recogiéndonos de todas partes y nos echó a un molino de papel, donde fuimos entregados a varias ancianas que nos cortaron en tiras, mientras nos quejábamos los unos a los otros de nuestra miseria con griterío estremecedor. Pero todo aquello aún no había terminado, sino que fuimos metidos en el molino como la papilla de un niño, de tal modo que nadie habría podido ya reconocernos como cáñamo o lino: luego nos bañaron en cal y alumbre y nos disolvieron en agua, de tal modo que bien se habría podido decir en verdad que habíamos perecido por completo. Pero de repente me vi convertido en un fino pliego de papel de escribir, mediante otros trabajos fui metido en un libro con otros compañeros, por fin en una resma, luego nuevamente fui a parar a la prensa, y al final metido en una bala y llevado a la inminente feria de Zurzach, donde nos compró un mercader de Zurich, que nos llevó a su casa y volvió a vender la resma en la que yo me encontraba a un factor o mayordomo de un gran señor que hizo de mí un gran libro de asentamientos. Pero hasta que tal cosa ocurrió, yo ya había pasado treinta y seis veces por las manos de las gentes desde que era un trapo.

»Este libro pues en el que ahora, como buen pliego de papel, ocupaba el sitio de dos hojas, lo amaba en tal medida el factor como Alejandro Magno a su Homero; era su Virgilio, en el que Augusto había estudiado con tanto celo; su Oppiano, que el hijo de Antonius Keyser, Severo, había leído con tanto afán; su Commentarii Plinii Junioris, que Largio Licinio tanto había estimado; su Tertuliano, que Cipriano siempre había tenido en sus manos; su paedia Ciri, que había vuelto tan malvado a Escipión; su Philolaus Pithagoricus, en el que Platón había encontrado tanto goce; su Speusippus, que tanto había amado Aristóteles; su Cornelio Tácito, que tanto había divertido al emperador Tácito; su Commineus, al que Carlos el Quinto había apreciado por encima de todos los escritores, y in summa summarum su Biblia, que estudiaba día y noche. Sin duda no porque las cuentas fueran sinceras y justas, sino por ocultar sus robos, por cubrir su deslealtad y trapacería, y por asentarlo todo de tal modo que los asientos cuadraran.

Una vez que el libro quedó escrito, fui postergado hasta que el señor y la señora emprendieron el camino que todo el mundo emprende, y con eso gocé de cierta paz, pero cuando los herederos hicieron el reparto el libro fue roto por ellos y convertido en papel de embalar, con cuya ocasión fui depositado entre los pliegues de una levita, para que el forro y las borlas no sufrieran daño, y así me trajeron aquí, y después de sacarme me condenaron a este lugar, a recibir el salario por mis fieles servicios al género humano con mi definitiva ruina y perdición, de la que tú podrías salvarme.

Yo respondí:

—Como tu crecimiento y reproducción debe su origen, procedencia y alimento a la riqueza de la tierra, que ha de ser mantenida con los excrementos de los animales, y además tú estás acostumbrado a tales materias y hablas toscamente de tales cosas, es justo que regreses a tu origen, al que tu propio señor te ha condenado.

Con estas palabras, ejecuté la sentencia. Pero la resma dijo:

—Como tú procedes ahora conmigo, así procederá la muerte contigo cuando te devuelva a la tierra de la que saliste. Y nada podrá guardarte de ello como tú podrías haberme preservado esta vez.

El aventurero Simplicissimus
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