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No cabe duda de que el desierto posee cualidades místicas. Los desiertos, por tradición, son los úteros de la religión.

Informe de la Missionaria Protectiva a la Escuela Materna

Aunque grandes acontecimientos sacudieran la política del Imperio, este mar de arena nunca cambiaba.

Dos hombres, con las capuchas de sus capas jubba echadas hacia atrás y las mascarillas de los destiltrajes colgando, se erguían sobre un saliente rocoso y contemplaban las dunas, iluminadas por la luna, del Erg Habbanya. Fremen de ojos penetrantes se cuidaban de la estación de observación de la Falsa Muralla Oeste, vigilando las explosiones de especia.

Desde primera hora de la mañana, Liet-Kynes y sus compañeros habían olido los gases aromáticos de una enorme masa de pre-especia que la brisa transportaba a través del erg. Habían escuchado los rugidos del estómago del desierto, profundas alteraciones. Algo estaba pasando bajo el océano de dunas…, pero una explosión de especia solía producirse de repente, con escaso aviso y mucha destrucción. Hasta el curtido planetólogo sentía curiosidad.

La noche era silenciosa. Un ominoso cometa nuevo cruzó los cielos y dejó un río de niebla tras de sí. El espectáculo constituía un presagio importante, aunque indescifrable. Los cometas significaban con frecuencia el nacimiento de un nuevo rey, o la muerte de uno viejo. Los portentos abundaban, pero ni los naibs ni las Sayyadinas se ponían de acuerdo sobre la bondad o maldad de los augurios.

En lo alto de los riscos, hombres y muchachos esperaban una señal de los exploradores, preparados para correr sobre la arena provistos de herramientas y sacos, con el fin de recoger la especia fresca antes de que llegara un gusano. Los fremen habían recogido melange de esta manera desde los tiempos de los peregrinos zensunni, cuando los primeros refugiados habían llegado al planeta desierto.

Recoger especia a la luz de un cometa… Cuando la Segunda Luna se alzó en el cielo, Liet miró la sombra de su cara brillante, que recordaba un ratón del desierto.

—Muad’dib viene a protegernos.

A su lado, Stilgar miraba con ojos tan acerados como los de un ave de presa. De repente, incluso antes de la explosión de especia, distinguió las señales de un gusano. Un montículo de arena corría a gran velocidad paralelo a las rocas del sietch de la Muralla Roja. Liet forzó la vista, intentó distinguir detalles. Otros exploradores observaron también el movimiento, y lanzaron frenéticos gritos.

—Los gusanos no se acercan tanto a nuestro sietch —murmuró Liet—, a menos que exista algún motivo.

—¿Quiénes somos nosotros para conocer los motivos de Shai-Hulud, Liet?

El gigantesco animal surgió de la arena bajo la alta barrera rocosa. En el silencio de la noche, Liet oyó que sus compañeros respiraban hondo. El enorme gusano de arena era tan viejo que parecía hecho de los huesos crujientes del mundo.

Entonces, desde otro promontorio, un explorador avisó de la llegada de un segundo gusano, y luego otro y otro, monstruos que nadaban bajo la arena y convergían en aquel punto. La corriente abrasiva de arena sonaba como un susurro estruendoso.

Uno a uno, más monstruos emergieron y formaron un gran círculo, con chispas de fuego en sus gargantas. A excepción del chirrido de la arena, los gusanos guardaban un silencio siniestro. Liet contó más de una docena, que se extendían como si quisieran alcanzar el cometa.

Pero los gusanos de arena eran muy celosos de sus territorios privados. Nunca se veían más de dos juntos, y acababan peleando entre sí. No obstante, aquí se habían… congregado.

Liet sintió bajo sus botas una vibración que se transmitía a través de la piedra de la montaña. Un olor potente se mezcló con el perfume a melange que se filtraba por la arena.

—Avisad a todos los habitantes del sietch. Traed a mi mujer y a mis hijos.

Los mensajeros desaparecieron en los túneles.

Los enormes y sinuosos gusanos se movían de forma sincronizada, se alzaban alrededor del primer monstruo, como si lo adoraran.

Mientras contemplaban el espectáculo, los fremen hicieron señas a Shai-Hulud. Liet solo podía mirar. Las generaciones venideras hablarían de este fenómeno.

Los gusanos volvieron al mismo tiempo sus cabezas redondas sin ojos hacia el cielo. En el centro del círculo, el anciano coloso se erguía como un monolito sobre los demás. El cometa arrojaba tanta luz como la Primera Luna, e iluminaba a los monstruos del desierto.

—¡Shai-Hulud! —susurraron los fremen.

—Hemos de avisar a la Sayyadina Ramallo —dijo Stilgar a Liet—. Hemos de contarle lo que hemos visto. Solo ella puede interpretar esto.

Faroula apareció al lado de Liet con sus hijos. Le tendió su hija de dieciocho meses, Chani, y alzó al niño para que pudiera ver a los adultos delante de ella. Su hijo adoptivo Liet-chih se adelantó para mirar.

El círculo de gusanos se retorció en una extraña danza, con un ruido de fricción. Se movían en dirección contraria a las agujas del reloj, como si intentaran provocar un remolino en el desierto. En el centro, el más viejo de todos los gusanos empezó a derrumbarse, su piel se desprendió, sus anillos se separaron. Pedazo a pedazo, se disolvió en diminutas piezas vivientes, un río plateado de truchas de arena embrionarias, como amebas, que caían sobre la arena y se hundían bajo las dunas.

Los asombrados fremen murmuraron. Varios niños izados al exterior por sus padres y cuidadoras charlaban entre sí muy animados, y hacían preguntas que nadie podía contestar.

—¿Es un sueño, esposo? —preguntó Faroula. Chani miraba con los ojos abiertos de par en par. Sus iris y pupilas aún no habían adquirido el tono azul que producía la exposición a la melange. Recordaría esta noche.

—No es un sueño…, pero no sé qué es.

Liet cogió la mano de Faroula, mientras acunaba a su hija en un brazo. Los ojos de Liet-chih destellaron, mientras observaba a los gusanos.

Los animales seguían dando vueltas, mientras el más anciano se dividía en miles de embriones. El enorme cuerpo se rompió en pedazos, y solo quedó una cascara cartilaginosa de costillas y anillos. La miríada de truchas de arena se hundió en las dunas y desapareció de la vista.

Momentos después, los restantes gusanos se zambulleron bajo la arena, una vez concluido su misterioso ritual. Se alejaron en muchas direcciones, como conscientes de que su breve tregua no podía prolongarse mucho más.

Liet, tembloroso, estrechó a Faroula contra sí y sintió los latidos de su corazón acelerado. El pequeño, que le llegaba a la cintura a su madre, seguía sin habla.

Poco a poco, las dunas fueron recobrando el aspecto que tenían al principio de la noche, una secuencia infinita como las olas del mar.

—Bendito sea el Creador y Su agua —murmuró Stilgar, coreado por sus compañeros—. Benditas sean Sus idas y venidas. Que Su paso purifique el mundo. Que conserve el planeta para Su pueblo.

Un acontecimiento significativo, pensó Liet. Algo tremendo ha cambiado en el universo.

Shai-Hulud, rey de los gusanos de arena, había vuelto a la arena, abriendo el camino para un nuevo gobernante. En el plan general de las cosas, el nacimiento y la muerte estaban entrelazados con los notables procesos de la naturaleza. Como Pardot Kynes había enseñado a los fremen, «La vida, toda vida, está al servicio de la vida. Todo el paisaje cobra vida, preñado de relaciones y de relaciones dentro de relaciones».

Los fremen acababan de presenciar un notable presagio, el de que en algún lugar del universo había ocurrido un nacimiento importante, que sería saludado durante los milenios posteriores. El planetólogo Liet-Kynes empezó a susurrar en el oído de su hija los pensamientos que era capaz de traducir en palabras…, y después enmudeció cuando intuyó que ella comprendía.