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Algunos hombres se niegan a reconocer la derrota, sean cuales sean las circunstancias. ¿La historia les juzgará como héroes, o como locos?
Emperador SHADDAM IV, Historia imperial oficial revisada (borrador)
En los gloriosos días del pasado, Cammar Pilru había sido el embajador ixiano en Kaitain, un hombre importante cuyos deberes le conducían desde las ciudades subterráneas hasta la sede del Landsraad y la corte imperial. Pilru, un hombre distinguido y en ocasiones seductor, había buscado sin descanso concesiones que favorecieran a los productos industriales ixianos, a base de sobornos a uno u otro funcionario.
Después, los tleilaxu habían invadido su planeta. La Casa Corrino había hecho caso omiso de sus súplicas de auxilio, y el Landsraad no quiso escuchar sus quejas. Su mujer había muerto en el ataque. Su mundo y su vida quedaron destruidos.
En lo que se le antojaba otra existencia, el embajador había ejercido una considerable influencia en círculos financieros, comerciales y políticos. Cammar Pilru había hecho amistades que ocupaban altos cargos, y guardaba muchos secretos. Aunque no era propenso a servirse del chantaje, la mera suposición de que podía utilizar determinada información contra otra persona le proporcionaba un considerable poder. Incluso después de tantos años, recordaba cada detalle; otros también se acordaban. Ahora, había llegado el momento de usar tal información.
La alcaide de la prisión imperial de Kaitain, Nanee McGarr, era una ex contrabandista y bribona. A juzgar por su apariencia, algunos deducían que era un hombre, y muy feo. Nacida en un planeta de alta gravedad del sistema Unsidor, era achaparrada y tan musculosa como un luchador de anbus. McGarr había cumplido condena durante casi un año en una prisión ixiana, antes de sobornar a un guardia para que la dejara escapar. Oficialmente, continuaba fugada.
Años más tarde, tras ver fugazmente a McGarr en la ciudad imperial, el embajador Pilru la había reconocido gracias a un informe confidencial ixiano. Después de que le revelara en privado lo que sabía, se puso a la alcaide en el bolsillo. Durante veinte largos años, Pilru había vivido en Kaitain, un embajador exiliado de una Casa renegada, y no había necesitado pedir que le devolvieran el favor.
Entonces, un actor había intentado asesinar al emperador, tras lanzar sorprendentes afirmaciones acerca de su linaje. Dichas aseveraciones habían sembrado la semilla de la duda en la mente del embajador Pilru. Necesitaba desesperadamente ver al prisionero, que tal vez fuera hijo de Elrood IX y la concubina imperial Shando Balut, una mujer que más tarde se había convertido en la esposa del conde Dominic Vernius.
De ser cierto, Tyros Reffa no solo era el hermanastro de Shaddam IV, sino también del príncipe Rhombur Vernius. Era un pensamiento estremecedor, una doble revelación. ¡Un príncipe Corrino y Vernius encerrado en una prisión, aquí en Kaitain! Rhombur pensaba que era el último superviviente de su Gran Casa, y creía que su linaje terminaría con él.
Ahora, existía una mínima posibilidad, al menos por línea materna…
Shaddam jamás le permitiría ver a Reffa, de modo que el embajador se decantó por otra opción. Pese al declive de la Casa Vernius, la alcaide McGarr no querría que sus antiguos delitos fueran aireados. Solo podía conducir a investigaciones más minuciosas. Al final, el embajador ni siquiera tuvo que insinuar esa amenaza, ella se encargó de allanarle el camino…
Cuando la oscuridad empezó a caer sobre la metrópoli de Corrinth, Pilru se internó por una pista forestal que seguía el perímetro occidental de los terrenos del palacio. Cruzó un puente de marfil que salvaba un riachuelo y desapareció en las sombras del otro lado. Llevaba en los bolsillos cierto instrumental médico, frascos para recoger muestras y una pequeña holograbadora, todo escondido en una bolsa de nulentropía sujeta con una cuerda sobre su estómago.
—Por aquí —dijo una voz cavernosa desde el riachuelo.
En la penumbra, Pilru vio al barquero con quien debía encontrarse, una figura encorvada de ojos claros y brillantes. El motor emitía un tenue zumbido, para que la barca resistiera el empuje de la corriente.
Después de que Pilru subiera a bordo, la barca surcó el agua. El barquero utilizaba un timón alto para guiar la embarcación por el laberinto de canales fluviales. A su alrededor, se alzaban altos setos, que al recortarse contra el cielo oscurecido formaban ominosas siluetas. Había muchos callejones sin salida en aquellos canales laberínticos, trampas para los incautos. Pero el piloto encorvado conocía la ruta.
La barca dobló una curva, donde los setos parecían más altos, y los afilados espinos más largos. Más adelante, Pilru vio débiles luces en la base de un enorme edificio de piedra gris. Una doble puerta metálica que dominaba un canal acuático permitía el acceso al penal. Brillaban luces al otro lado.
En el extremo de altos postes que flanqueaban la puerta había las cabezas de cuatro prisioneros ejecutados, tres hombres y una mujer. Habían vaciado sus cráneos, todavía envueltos en carne sanguinolenta, que luego habían cubierto de un polímero conservante, para a continuación colocar en su interior globos de luz, de manera que una luz espectral brillaba a través de las cavidades oculares, la boca y la nariz.
—La Puerta de los Traidores —anunció el barquero, mientras las puertas de metal se abrían con un chirrido y la embarcación pasaba—. Un montón de prisioneros famosos entran por aquí, pero muy pocos vuelven a salir.
Un guardia apostado en el muelle les hizo señales, y Pilru bajó del bote. Sin pedirle sus credenciales, el hombre le guió por un pasillo siniestro que olía a moho y podredumbre. Pilru oyó gritos. Tal vez eran ecos procedentes de las temidas cámaras de tortura imperiales…, o simples grabaciones destinadas a perpetuar la angustia de los prisioneros.
Pilru fue conducido hasta una pequeña celda rodeada por un campo de contención anaranjado.
—Nuestra suite real —anunció el guardia. Apagó el campo de contención y permitió que el embajador pasara. La celda hedía.
Riachuelos de humedad resbalaban por una pared de roca situada al fondo de la celda, y caían sobre la cama y el suelo de piedra, donde crecían hongos. Un hombre vestido con una raída chaqueta negra y pantalones mugrientos yacía en un catre. El prisionero se incorporó con cautela cuando Pilru se acercó.
—¿Quién sois? ¿Mi experto en leyes, tal vez?
—La alcaide McGarr os concede una hora —dijo el guardia al embajador—. Después, podéis marchar…, o quedaros.
Tyros Reffa pasó sus pies calzados con botas por encima de la cama.
—He estudiado los principios del sistema judicial. Conozco el Código de la Ley Imperial al dedillo, y hasta Shaddam está obligado por él. No está siguiendo…
—Los Corrino siguen la ley que más les conviene.
Pilru meneó la cabeza. Lo había vivido en sus carnes, cuando había condenado las injusticias recaídas sobre Ix.
—Yo soy un Corrino.
—Eso decís vos. ¿Aún no tenéis representación legal?
—Han pasado casi tres semanas, y nadie ha hablado conmigo todavía. —Parecía agitado—. ¿Qué ha pasado con el resto de la compañía? No saben nada de esto…
—También han sido detenidos.
Reffa inclinó la cabeza.
—Lo lamento muchísimo. Y también la muerte del guardia. No era mi intención matar a nadie, sino tan solo dar a conocer al público mi opinión. —Miró a su visitante—. ¿Quién sois?
Pilru se identificó en voz baja.
—Por desgracia, soy un servidor gubernamental sin gobierno. Cuando Ix fue conquistado por los invasores, el emperador se lavó las manos.
—¿Ix? —Reffa le miró con cierto orgullo—. Mi madre era Shando Balut, que más tarde contrajo matrimonio con Dominic Vernius de Ix.
El embajador se acuclilló, procurando que sus ropas no rozaran nada ofensivo.
—Si en verdad sois quien decís, Tyros Reffa, sois legalmente un príncipe de la Casa Vernius, junto con vuestro hermanastro Rhombur. Sois los dos únicos miembros de vuestra familia todavía vivos.
—También soy el único heredero varón Corrino.
Reffa no parecía asustado de su posible destino, solo indignado con el tratamiento que recibía.
—Eso decís vos.
El prisionero cruzó los brazos sobre el pecho.
—Análisis genéticos detallados probarán mis aseveraciones.
—Exacto. —El embajador extrajo un maletín médico de la bolsa de nulentropía ceñida a su estómago—. He traído un extractor genético. El emperador Shaddam quiere mantener oculta vuestra verdadera identidad, y he venido sin su conocimiento. Hemos de ser extremadamente cautelosos.
—El no se ha sometido a ningún análisis. O ya sabe la verdad, o no le interesa. —Reffa parecía disgustado—. ¿Intenta Shaddam mantenerme oculto aquí durante años, o ejecutarme con sigilo? ¿Sabéis que el auténtico motivo de su ataque contra Zanovar era eliminarme? Tanta gente muerta…, y yo ni siquiera estaba allí.
Pilru, que había empleado sus habilidades diplomáticas durante años, consiguió reprimir la sorpresa ante aquella afirmación asombrosa. ¿Todo un planeta arrasado para eliminar a una sola persona? No obstante, estaba convencido de que Shaddam habría sido capaz de acabar con una supuesta amenaza de esta manera.
—Todo es posible. Sin embargo, negar vuestra existencia sirve a los propósitos del emperador. Por eso debo tomar muestras, con el fin de llevar a cabo un análisis exhaustivo…, lejos de Kaitain. Necesito vuestra colaboración.
Distinguió una expresión esperanzada en el rostro de Reffa. Los ojos verdegrisáceos se iluminaron, y se puso muy tieso.
—Desde luego.
Por suerte, no pidió más detalles.
Pilru abrió una caja negra, en la que había un autoescalpelo reluciente y una jeringa, así como varios frascos y tubos.
—Necesitaré suficiente material para varios análisis genéticos.
El prisionero accedió. El embajador recogió a toda prisa sangre, semen, partículas de piel, uñas y células epiteliales del interior de la boca de Reffa. Todo lo necesario para procurar pruebas definitivas sobre el parentesco de Reffa, aunque Shaddam intentara negarlo.
Siempre que Pilru lograra sacar las muestras del planeta, por supuesto. Se llevaba entre manos un juego muy peligroso.
Después de tomar todas las muestras, los anchos hombros de Reffa se hundieron, como si por fin hubiera aceptado que jamás saldría vivo del planeta.
—Supongo que nunca me permitirán ir a juicio, ¿verdad?
Parecía un muchacho inocente.
El amado Docente Glax Othn siempre le había enseñado que la justicia era algo sagrado. Pero Shaddam, el Verdugo de Zanovar, se creía por encima de la ley imperial.
—Lo dudo —dijo el embajador con brutal sinceridad.
El prisionero suspiró.
—Escribí un discurso para el tribunal, una majestuosa declaración en la tradición del príncipe Raphael Corrino, el personaje que encarné en mi última representación. Iba a utilizar todo mi talento para hacer llorar a la gente por la época dorada del Imperio, y obligar a mi hermanastro a reconocer el error de su proceder.
Pilru calló, después sacó una diminuta holograbadora de su bolsa de nulentropía.
—Pronunciad vuestro discurso ahora, Tyros Reffa. Yo me encargaré de que otros lo escuchen.
Reffa se sentó muy erguido, y una magnífica capa de dignidad le arropó.
—Me habría gustado hablar para un público.
La grabadora empezó a zumbar.
Después, cuando el guardia regresó, el embajador Pilru estaba impresionado, resbalaban lágrimas sobre su rostro.
—¿Y bien? —preguntó el guardia, cuando el campo de contención se abrió por un lado—. ¿Os vais a quedar con nosotros? ¿Queréis que os busque una celda vacía?
—Me voy.
El embajador Pilru lanzó una mirada de despedida a Tyros Reffa y se apresuró a salir. Tenía la garganta seca, las mejillas húmedas, las rodillas débiles. Nunca había experimentado el tremendo poder de un Jongleur adiestrado.
El hijo bastardo de Elrood, erguido con todo el orgullo de un emperador, miró a Pilru a través de la neblina anaranjada del campo.
—Saludad de mi parte a Rhombur. Ojalá… hubiéramos podido conocernos.