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¿Qué puedo decir sobre Jessica? Si le dieran la oportunidad, intentaría utilizar la Voz con Dios.

Reverenda madre GAIUS HELEN MOHIAM

No parecía muy apropiado que un duque respetado y su concubina hicieran el amor en una despensa atestada, pero el tiempo volaba y Leto sabía que la echaría de menos con desesperación. Jessica partiría hacia Kaitain en el crucero que se encontraba en órbita alrededor de Caladan. Se iría a la mañana siguiente.

A pocos pasos, los cocineros trabajaban en la cocina, movían sartenes, abrían mejillones, cortaban hierbas. Uno de ellos podía aparecer en cualquier momento en busca de especias o un paquete de sal. No obstante, después de que Jessica y él entraran subrepticiamente en la habitación, cada uno con una copa de clarete seco, requisado previa incursión en la bodega, Leto había atrancado la puerta con varías cajas de latas de bayas amargas importadas. También consiguió llevarse la botella, que descansaba sobre una caja en un rincón.

Dos semanas antes, después de la boda de Rhombur, esos insólitos encuentros habían empezado como un capricho, una idea sugerida por su inminente partida a Kaitain. De hecho, Leto quería hacer el amor con Jessica en todas las habitaciones del castillo, excepto en los roperos. Aunque estaba embarazada, Jessica se mostraba a la altura de las circunstancias, y parecía divertida y complacida al mismo tiempo.

La joven dejó su copa sobre un estante, y sus ojos verdes centellearon.

—¿Te citas aquí con las criadas, Leto?

—Apenas me quedan energías para ti. ¿Para qué voy a agotarme más? —Apartó tres tarros polvorientos de limones en conserva de lo alto de una caja—. Necesitaré unos cuantos meses de soledad para recuperar las fuerzas.

—Ya me gustaría, pero creo que esta será la última vez por hoy. —El tono de Jessica era suave, casi de reprimenda—. Aún no he terminado de hacer las maletas.

Besó su mejilla y le quitó la chaqueta negra que llevaba. Dobló la prenda con cuidado y la dejó con la insignia del halcón hacia arriba. Después, le despojó de la camisa, que deslizó sobre sus hombros para dejar su pecho al descubierto.

—Permitid que os prepare una cama adecuada, mi señora.

Leto abrió la caja y sacó una hoja de plaz de burbujas usado para envolver objetos frágiles. La extendió sobre el suelo.

—Me ofreces todas las comodidades que necesito.

Jessica apartó la copa de vino a una distancia prudencial y le demostró de lo que era capaz incluso en una despensa reducida, sin nada más que plaz de burbujas debajo de ellos…

—Las cosas serían diferentes si yo no fuera duque —dijo Leto después—. A veces, me gustaría que tú y yo pudiéramos…

No terminó la frase.

Jessica escudriñó sus ojos grises y leyó en ellos el amor que sentía por ella, una grieta en su armadura de orgullo y hosquedad. Le tendió su copa de clarete y bebió del suyo.

—Yo no te pido nada.

Recordaba el resentimiento que había consumido a Kailea, su primera concubina, que nunca parecía agradecer lo que el duque hacía por ella.

Leto empezó a vestirse con desgana.

—Quiero decirte tantas cosas, Jessica… Siento haber apretado un cuchillo contra tu garganta el día de nuestro primer encuentro. Solo fue para demostrar a la Hermandad que no podían manipularme. Nunca lo habría utilizado contra ti.

—Lo sé. —Le besó los labios. Aun con la punta afilada apretada contra su yugular, no se había sentido amenazada por Leto Atreides—. Tus disculpas son más valiosas que cualquier chuchería o joya que pudieras regalarme.

Leto acarició su pelo de color bronce. Estudió la perfección de su diminuta nariz, boca sensual y figura elegante, y apenas pudo creer que no fuera de origen noble.

Suspiró, pues sabía que nunca podría casarse con aquella mujer. Su padre lo había dejado muy claro. Nunca te cases por amor, muchacho. Piensa primero en tu Casa y en su posición en el Imperio. Piensa en tu pueblo. Se elevará o caerá contigo.

Aun así, Jessica llevaba un hijo de él en sus entrañas, y se había prometido que ese niño llevaría el apellido y la herencia Atreides, pese a otras consideraciones dinásticas. Un varón, esperaba.

Como si leyera sus pensamientos, Jessica apoyó un dedo sobre sus labios. Comprendía que, pese a su dolor y preocupaciones, Leto no estaba preparado para el compromiso, pero la confortaba verlo luchar con sus emociones, como le pasaba a ella. Un axioma Bene Gesserit se inmiscuyó en sus pensamientos: La pasión nubla la razón.

Odiaba las limitaciones que imponían admoniciones. Su maestra Mohiam, leal y severa, la había educado bajo la estricta guía de la Hermandad, y a veces se había portado con dureza, no obstante, Jessica sentía cierto afecto por la anciana, y respetaba lo que la reverenda madre había logrado con ella. Más que cualquier otra cosa, Jessica no quería decepcionar a Mohiam…, pero también tenía que ser sincera consigo misma. Había hecho cosas por amor, por Leto.

El duque acarició la piel de su abdomen, todavía liso, sin que se notara todavía la curva de la preñez. Sonrió, bajó sus defensas, lleno de amor. Reveló sus esperanzas.

—Antes de irte, Jessica, dime una cosa… ¿Es un varón?

Jessica jugueteó con su cabello oscuro, pero apartó la vista. Tenía miedo de hablar demasiado.

—No he permitido al doctor Yueh que me sometiera a ningún análisis, mi duque. Tales interferencias desagradan a la Hermandad.

Leto la miró con ojos apremiantes, y la regañó.

—Venga, eres una Bene Gesserit. Permitiste un embarazo después de la muerte de Victor, y nunca sabré expresarte mi agradecimiento. —Su expresión se suavizó y transparentó el evidente amor que sentía por ella, un sentimiento que pocas veces mostraba ante los demás. Jessica avanzó con paso vacilante hacia él, con el deseo de estrecharle en sus brazos, pero Leto quería respuestas—. ¿Es un varón? Lo sabes, ¿verdad?

Jessica sintió que le fallaban las piernas y se sentó sobre una caja. Su mirada la atemorizaba, pero no quería mentirle. —No puedo decíroslo, mi duque.

Leto se quedó desconcertado, y su buen humor desapareció.

—¿No me lo puedes decir porque no sabes la respuesta…, o no me lo quieres decir por motivos solo conocidos por ti?

Jessica no quería disgustarse, y le miró con sus límpidos ojos verdes.

—No puedo decíroslo, mi duque, y os ruego que no hagáis más preguntas.

Cogió la botella de vino y le sirvió una copa, pero él la rechazó. Leto se volvió hacia ella, tirante.

—Bien, he estado pensando. Si es un hijo, he decidido llamarle Paul en honor a mi padre.

Jessica tomó un sorbo de vino. Pese a la vergüenza que sentiría, deseaba que un criado entrara en la despensa y les interrumpiera. ¿Por qué tiene que hablar de esas cosas ahora?

—Vuestra es la decisión, mi duque. No conocí a Paulus Atreides, y solo sé de él lo que vos me habéis contado.

—Mi padre era un gran hombre. El pueblo de Caladan le amaba.

—No me cabe la menor duda. —Desvió la mirada, mientras recogía sus ropas—. Pero era… rudo. No estoy de acuerdo con muchas cosas que vuestro padre os enseñó. Personalmente, yo preferiría… otro nombre.

Leto alzó su nariz aguileña, y su orgullo y dolor se impusieron a cualquier deseo de hacerle concesiones. Con independencia de lo que deseara, había dominado el arte de erigir murallas alrededor de su corazón.

—Olvidas tu posición.

Jessica dejó la copa sobre la caja con tal violencia que el delicado cristal estuvo a punto de romperse. Se balanceó sobre la caja y derramó su contenido. Jessica se volvió con brusquedad hacia la puerta de la despensa, lo cual sorprendió a Leto.

—Ojalá supierais lo que he hecho por vuestro amor.

Se marchó, al tiempo que alisaba sus ropas.

Leto la amaba, aunque no siempre la comprendía. La siguió por los corredores del castillo, sin hacer caso de las miradas curiosas de los criados, deseando su aceptación.

Jessica atravesó a toda prisa los charcos de luz que arrojaban globos luminosos y entró en su habitación. Sabía que él la seguía, sabía que debía estar todavía más irritado porque le había obligado a perseguirla.

Leto se detuvo en el umbral de los aposentos. Ella giró en redondo, temblorosa. En aquel momento, no quería disimular su ira, quería sentirla y desahogarse. Pero las cicatrices de la angustia estaban escritas sobre la cara de Leto, no solo la pena por las muertes de Victor y Kailea, sino también por su padre asesinado. No le correspondía a ella herirle más…, ni tampoco amarle, como Bene Gesserit.

Sintió que la ira se desvanecía.

Leto había querido al viejo duque. Paulus Atreides le había dado lecciones sobre política y matrimonio, rígidas normas que no permitían el amor entre un hombre y una mujer. Su obediencia a las enseñanzas de su padre había transformado la devoción de su primera concubina en traición asesina.

Pero Leto también había visto morir a su padre, destripado por un toro salusano drogado, y había tenido que suceder al duque Atreides a una edad temprana. ¿Qué había de malo en que quisiera dar el nombre de su padre a su hijo? Jessica partía al día siguiente para Kaitain, y tal vez pasarían meses sin que le viera. De hecho, como hermana Bene Gesserit, no tenía ninguna garantía de que le permitieran volver a Caladan. Sobre todo cuando descubrieran el sexo del hijo que esperaba, un desafío evidente a las órdenes de la Hermandad.

No pienso abandonarle así.

Antes de que el duque pudiera hablar, dijo:

—Sí, Leto. Si el bebé es un varón, Paul será su nombre. No hace falta que discutamos más.

Al amanecer del día siguiente, a la hora en que las barcas de pesca zarpaban de Cala City camino de alejados bancos de kelpo, Jessica esperaba la hora de su partida.

Oyó palabras airadas procedentes del estudio privado del duque. La puerta estaba entreabierta, y Gaius Helen Mohiam, con su hábito negro, estaba sentada en una silla de respaldo alto. Reconoció la voz de la mujer por los años que había pasado bajo su tutela en la Escuela Materna.

—La Hermandad ha tomado la única decisión posible, duque Leto —dijo Mohiam—. No comprendemos la nave ni el proceso de fabricación, y no tenemos la menor intención de facilitar pistas a ninguna familia noble, ni siquiera a la Casa Atreides. Con todo el respeto, señor, vuestra solicitud ha sido denegada.

Jessica se acercó un poco más. Había otras personas en el estudio. Identificó las voces de Thufir Hawat, Duncan Idaho y Gurney Halleck.

—¿Cómo vais a impedir que los Harkonnen la utilicen otra vez contra nosotros? —rugió Gurney.

—Son incapaces de reproducir el arma, de modo que el inventor no debe estar en su poder…, sino muerto, lo más probable.

—Fue la Bene Gesserit quien nos informó, reverenda madre —ladró Leto—. Vos me hablasteis del complot de los Harkonnen contra mí. Durante años he dejado de lado mi orgullo, no he utilizado la información para limpiar mi nombre, pero mi propósito actual es más importante. ¿Dudáis de mi capacidad para utilizar el arma de una manera sensata?

—Vuestro buen nombre no admite dudas. Mis hermanas lo saben. No obstante, hemos decidido que esa tecnología es demasiado peligrosa para caer en manos de cualquier hombre, o Casa.

Jessica oyó que algo caía en el estudio, y Leto habló con voz airada.

—También os lleváis a mi dama. Una afrenta tras otra. Insisto en que Gurney Halleck acompañe a Jessica como guardaespaldas. Para protegerla. No quiero que corra el menor peligro.

El tono de Mohiam era excesivamente racional. ¿Un indicio de la Voz?

—El emperador ha prometido su protección durante el viaje y en palacio. No temáis, vuestra concubina estará bien cuidada. Lo demás no os compete.

La anciana se levantó, como para indicar que la reunión había concluido.

—Jessica será pronto la madre de mi hijo —dijo Leto en un tono estremecedor—. Procurad que no le pase nada, de lo contrario os haré personalmente responsable, reverenda madre.

Jessica vio que Mohiam efectuaba un sutil movimiento corporal y adoptaba una postura de combate apenas perceptible.

—La Hermandad está mucho más capacitada para proteger a la muchacha que cualquier ex contrabandista.

Jessica entró con descaro en la habitación para interrumpir la creciente tensión.

—Reverenda madre, estoy preparada para partir a Kaitain, si permitís que me despida del duque.

Los hombres vacilaron y guardaron un incómodo silencio. Mohiam miró a Jessica, y expresó con claridad que había sabido desde el primer momento que Jessica estaba escuchando.

—Sí, hija mía, ya es hora.

El duque Leto contemplaba las luces de la lanzadera que se alejaba, rodeado de Gurney, Thufir, Rhombur y Duncan…, cuatro hombres que hubieran dado la vida por él, en caso de haberlo pedido.

Se sentía solo y vacío, y pensó en todas las cosas que habría querido decir a Jessica, de haber tenido valor. Pero había perdido la oportunidad, y lo lamentaría hasta que estuvieran abrazados de nuevo.