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La Otra Memoria es un océano ancho y profundo. Presta ayuda a los miembros de nuestra orden, pero bajo sus propias condiciones. Una hermana invita a los problemas cuando intenta manipular las voces internas para satisfacer sus necesidades. Es como intentar convertir el mar en su piscina particular, algo imposible, ni siquiera durante unos momentos.

La Coda Bene Gesserit

De vuelta al fin en sus aposentos de Kaitain, después de dejar las muestras en dos cruceros, el conde Hasimir Fenring bajó de la cama y paseó la vista a su alrededor. Se preguntó cuándo se enteraría de los resultados. No podía preguntar a la Cofradía, de modo que debería investigar con mucha discreción.

Vio filigranas de oro en las paredes y el techo, reproducciones de cuadros antiguos y exóticas tallas chindo. Era un lugar mucho más estimulante que el reseco Arrakis, el escabroso Ix o el utilitario Empalme. La única belleza que deseaba ver era el exquisito rostro de la encantadora Margot. Pero ya se había levantado y abandonado la cama.

Después de su viaje de crucero en crucero, Fenring había llegado después de medianoche, agotado. Pese a lo avanzado de la hora, Margot había utilizado sus técnicas de seducción para excitarle y relajarle. Después, había caído dormido, arrullado por el consuelo de sus brazos…

Hacía casi tres semanas que el conde no mantenía contacto con el Imperio, y se preguntó cuántos disparates habría cometido Shaddam durante ese período de tiempo. Tendría que concertar una cita en privado con su amigo de la infancia, aunque mantendría en secreto la historia del Danzarín Rostro asesino, de momento. El ministro de la Especia albergaba la intención de vengarse de Ajidica, para así saborearla con mayor placer. Solo después se lo contaría a Shaddam, y ambos reirían complacidos.

No obstante, primero tenía que averiguar si el trabajo del investigador jefe había sido coronado con éxito. Todo dependía del amal. Si las pruebas demostraban que las afirmaciones de Ajidica eran falsas, Fenring no tendría piedad. Si el amal funcionaba como le habían prometido, tendría que aprender cada aspecto del procedimiento antes de proceder a la tortura.

Dos de sus maletas ingrávidas descansaban todavía sobre un enorme tocador. Las bolsas estaban abiertas. Suspiró, se estiró, bostezó y entró en el cuarto de baño contiguo, donde la marchita criada Mapes hizo una reverencia, aunque breve. La mujer fremen llevaba una bata blanca que dejaba al descubierto sus brazos bronceados, surcados de cicatrices. Su personalidad no agradaba mucho a Fenring, pero era una buena trabajadora y atendía a sus necesidades, si bien sin el menor sentido del humor.

Se quitó los pantalones cortos y los tiró al suelo. Mapes los recogió con el ceño fruncido y los dejó caer en una trituradora de pared. Fenring se puso las gafas protectoras, utilizó la voz para ordenar que funcionaran los chorros de agua caliente, que rodearon su cuerpo, le alzaron en el aire, y le masajearon por todas partes. En Arrakis, esos lujos eran impensables, incluso para el ministro imperial de la Especia. Cerró los ojos. Tan relajante…

De pronto, tomó conciencia de la importancia de ciertos detalles. La noche antes había dejado el equipaje ingrávido en el suelo, con la intención de deshacer las maletas por la mañana. Ahora, las bolsas estaban abiertas sobre un tocador.

Había ocultado una muestra de amal en una maleta.

Corrió al dormitorio, todavía desnudo y mojado, y vio que la mujer fremen estaba sacando ropa y objetos de aseo de las bolsas.

—Déjalo para más tarde. Ummm. Te llamaré cuando te necesite.

—Como gustéis.

La mujer tenía una voz ronca, como si granos de arena impulsados por una tormenta hubieran desgarrado sus cuerdas vocales.

Miró con desaprobación el agua que caía en el suelo, disgustada por el desperdicio más que por la suciedad.

Pero el compartimiento secreto estaba vacío. Fenring, alarmado, la llamó.

—¿Dónde está la bolsa que guardaba aquí?

—No he visto ninguna bolsa, señor.

Rebuscó frenéticamente en el resto del equipaje, diseminó objetos por el suelo. Y empezó a sudar.

En aquel momento, Margot entró, cargada con la bandeja del desayuno. Examinó su forma desnuda con las cejas enarcadas y una sonrisa de aprobación.

—Buenos días, querido. ¿O debería decir buenas tardes? —Echó un vistazo al cronómetro de pared—. No, todavía falta un minuto.

Llevaba un vestido de paraseda con rosas immian amarillas bordadas, diminutas flores que permanecían vivas en la tela y despedían un delicado perfume.

—¿Has sacado la bolsa verde de mi equipaje?

Margot, una Bene Gesserit muy competente, habría localizado con facilidad el compartimiento secreto.

—Supuse que lo habías traído para mí, querido.

Sonrió y depositó la bandeja sobre una mesa auxiliar.

—Bien, ummm, ha sido un viaje difícil y…

Fingió hacer un puchero. Margot había observado un diminuto símbolo en un pliegue de la bolsa, un carácter que había identificado como la letra «A» del alfabeto tleilaxu.

—¿Dónde la has puesto, ummm?

Pese a las explicaciones de Ajidica, Fenring no estaba convencido de que la melange sintética tleilaxu fuera inofensiva o venenosa. Prefería utilizar a otros como conejillos de Indias, pero no a su esposa o a él mismo.

—No te preocupes por eso ahora, querido. —Los ojos verde-grisáceos de Margot bailaron de una forma seductora. Empezó a servir el café—. ¿Quieres desayunar antes o después de reanudar lo que interrumpimos anoche?

Fenring fingió despreocupación, aunque Margot tomaba nota de cada movimiento inquieto de su cuerpo; cogió un traje negro informal del vestidor.

—Dime dónde has puesto la bolsa, iré a buscarla.

Salió del vestidor y vio que Margot se llevaba una taza a los labios.

Café especiado… La bolsa oculta… ¡El amal!

—¡Para!

Corrió hacia ella y tiró la taza al suelo. El líquido cayó sobre la alfombra tejida a mano, y manchó el vestido amarillo de Margot. Las rosas se encogieron.

—Qué desperdicio de especia, querido —dijo la mujer, sobresaltada, pero intentó recobrar la compostura.

—No la habrás tirado toda en el café, ¿ummm? ¿Dónde está el resto de la especia que encontraste?

Se tranquilizó, pero sabía que ya había hablado demasiado.

—Está en nuestra cocina. —Margot le escudriñó al estilo Bene Gesserit—. ¿Por qué te comportas así, cariño?

Sin más explicaciones, Fenring devolvió el café de la otra taza a la cafetera y salió corriendo de la habitación con ella.

Shaddam se hallaba ante la entrada de los aposentos de Anirul, ceñudo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un médico Suk con cola de caballo estaba a su lado. La Decidora de Verdad Mohiam se negaba a dejarles entrar en el dormitorio.

—Solo las practicantes de la medicina Bene Gesserit pueden ocuparse de ciertas enfermedades, señor.

El médico de espaldas encorvadas escupió sus palabras a Mohiam.

—No deis por sentado que la Hermandad sabe más que un graduado del círculo interno Suk.

Tenía facciones rubicundas y nariz chata. Shaddam frunció el ceño.

—Esto es absurdo. Después del extravagante comportamiento de mi esposa en el zoo, necesita atenciones especiales.

Fingía preocupación, pero estaba más interesado en oír el informe de su Supremo Bashar, en cuanto la flota imperial regresara a Kaitain. ¡Oh, qué maravilloso sería!

Mohiam no se arredró.

—Solo una hermana Galena cualificada puede tratarla, señor. —Suavizó el tono de su voz—. Y la Hermandad proporcionará dichos servicios sin cobrar a la Casa Corrino.

El medico Suk se dispuso a replicar, pero el emperador le mandó callar. Los servicios Suk eran muy caros, más de lo que Shaddam deseaba gastar en Anirul.

—A fin de cuentas, tal vez sería mejor que mi querida esposa fuera atendida por una de las suyas.

Tras las altas puertas, Anirul dormía un sueño inquieto, y de vez en cuando emitía largas series de palabras sin sentido y sonidos extraños. Aunque no pensaba admitirlo ante nadie, Shaddam estaba complacido de que se estuviera volviendo loca.

La hermana Galena Aver Yohsa, una mujer menuda vestida con hábito negro, solo llevaba una pequeña bolsa colgada al hombro cuando entró en el dormitorio, indiferente a los guardias Sardaukar y al protocolo.

Lady Margot Fenring cerró la habitación con llave para impedir que les interrumpieran y miró a Mohiam, la cual cabeceó. Yohsa puso una inyección en la base del cuello a la madre Kwisatz.

—Está abrumada por las voces interiores. Esto amortiguará la Otra Memoria, para que pueda descansar.

Yohsa estaba de pie junto a la cabecera de la cama, y meneó la cabeza. Extrajo conclusiones con celeridad y absoluta seguridad.

—Tal vez Anirul ha sondeado demasiado sin el apoyo y la guía de otra hermana. He visto casos parecidos antes, y son muy graves. Una forma de posesión.

—¿Se recuperará? —Preguntó Mohiam—. Anirul es una Bene Gesserit de rango oculto, y su misión se encuentra en un momento muy delicado.

Yohsa no ahorró palabras.

—No sé nada de rangos o misiones. En asuntos médicos, sobre todo en cuestiones relacionadas con el complicado funcionamiento de la mente, no existen respuestas sencillas. Ha sufrido un ataque, y la continua presencia de estas voces ha tenido un… efecto… perturbador en ella.

—Mirad qué bien duerme ahora —dijo Margot en voz baja—. Deberíamos dejarla. Que sueñe.

La soñadora soñaba con el desierto. Un gusano de arena solitario huía a través de las dunas, intentaba escapar de un perseguidor incansable, algo tan silencioso e implacable como la muerte. El gusano, aunque inmenso, parecía minúsculo en el inmenso mar de arena, vulnerable a fuerzas mucho mayores que él.

En el sueño, Anirul sentía la arena caliente contra su piel desnuda. Se agitó en la cama y apartó las sábanas de seda. Anhelaba el frescor de un oasis.

De repente, se encontró dentro de la mente del sinuoso animal, sus pensamientos recorrieron senderos neuronales y sinapsis no humanas. Ella era el gusano. Sintió la fricción de la sílice bajo su cuerpo segmentado, hogueras en el estómago cuando efectuó un frenético intento de escapar.

El perseguidor desconocido se acercaba. Anirul quiso zambullirse en las profundidades de la arena, pero no pudo. En su pesadilla no había sonidos, ni siquiera el ruido de sus propios pasos. Emitió un largo chillido por la garganta flanqueada de dientes de cristal.

¿Por qué estoy huyendo? ¿Qué temo?

Se incorporó de súbito, con los ojos enrojecidos, poseída por el terror. Había caído al frío suelo de la habitación. Su cuerpo estaba magullado y contusionado, empapado en sudor. El misterioso desastre continuaba al acecho, se acercaba, pero ella no podía comprender qué era.