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Se da por sentado que estabilizar el presente es una forma de equilibrio, pero esta acción inevitablemente resulta peligrosa. La ley y el orden son perniciosos. Intentar controlar el futuro solo sirve para deformarlo.
KARRBEN FETHR, La insensatez de la política imperial
El Docente Glax Othn nunca se había sentido tan viejo…, o tan joven, como aquel día, en el abarrotado parque de atracciones de Zanovar. Vestido con un traje informal de sarga verde claro, notaba que empezaba a relajarse, a olvidar la misteriosa amenaza que se cernía sobre su pupilo Tyros Reffa.
Rió con los niños y comió dulces. Practicó juegos que ponían a prueba su habilidad, aunque sabía que los pregoneros siempre decantaban la suerte en favor de los pequeños. No le importó, aunque habría sido estupendo llevarse un premio a casa, como recuerdo. Los olores y colores del lugar remolineaban a su alrededor como un ballet para las masas, y Othn sonrió.
Reffa sabía muy bien lo que necesitaba el viejo profesor. Esperaba que el joven, que se encontraba ahora en Taligari, disfrutara con la ópera ingrávida tanto como Othn estaba disfrutando con esta salida inesperada.
El día fue largo y agotador, pero estimulante. De haber podido elegir, Othn jamás se habría permitido aquella cana al aire. Su estudiante le había enseñado una lección valiosa.
Othn se apartó de la frente el pelo mojado de sudor y alzó la vista cuando una sombra cruzó ante el sol. A su alrededor, la música y las risas proseguían. Alguien chilló. Se volvió y vio un disco flotante que saltaba obstáculos elevados. Los pasajeros gritaban, fingiendo terror.
Después, más sombras oscurecieron el cielo, grandes y amenazadoras. Al principio, el docente no imaginó que las enormes naves pudieran ser otra cosa que parte del espectáculo.
La gente hacía cola para subir a atracciones potenciadoras de los sentidos, laberintos, holobailes. Otros probaban su suerte en chiringuitos donde podían comprar golosinas a cambio de un chiste o una canción. Mucha gente alzó la vista. Mientras masticaba su dulce de cristalfruta, el Docente miró con curiosidad en lugar de miedo. Hasta que las primeras armas empezaron a disparar.
En la nave de vanguardia, el comandante en jefe de Shaddam, el Supremo Bashar Garon, dirigía en persona el demoledor ataque. Su deber era lanzar el primer disparo, causar las primeras bajas, derramar la primera sangre.
Un ornitóptero blindado sobrevoló el gigantesco gusano de arena que constituía el recinto principal del parque, una construcción articulada rodeada de falsas dunas. Las explosiones desgarraron el aire, el fuego de las armas taladró el suelo. Surgieron chispas, llamas y humo cuando edificios transparentes se derrumbaron. La gente chilló y corrió.
La voz estentórea del Docente, acostumbrada por años de dar clase en aulas abarrotadas de estudiantes inquietos, rugió sobre el estrépito.
—¡Busquen refugio!
Pero no había ningún lugar donde esconderse.
¿Hacen esto para encontrar a Tyros Reffaf?
El escuadrón de la muerte del Supremo Bashar llevaba uniformes gris y negro. Garon desintegró niños sin pestañear. Solo era el principio.
Después de que los primeros disparos dispersaran a las masas y causaran grandes destrozos, el escuadrón se ensañó con el simulacro del gusano. Después, utilizaron rayos cortantes para convertir el adorno en pedazos de metal humeante, hasta dejar al descubierto las bóvedas repletas de melange enterradas debajo. De acuerdo con las órdenes imperiales, las tropas tenían que encontrar y recuperar la reserva ilegal de especia.
Después, se procedería a la destrucción de las principales ciudades de Zanovar.
Garon posó su tóptero sobre una pila de restos humanos carbonizados. Los soldados salieron y dispararon sobre todo lo que se movía. Los clientes desarmados del parque de atracciones corrieron, presa de la confusión y el terror.
Más naves imperiales tomaron posiciones en el parque, y una nube de soldados invadió las ruinas del gigantesco gusano. El monumento ocultaba en el subsuelo túneles llenos de melange.
En medio de la carnicería, solo un hombre osó acercarse a los soldados entre el humo y los cadáveres, un viejo profesor. Su rostro estaba desencajado pero sereno, como un maestro dispuesto a poner en cintura a estudiantes rebeldes. Zum Garon reconoció al docente Glax Othn gracias al informe que le habían pasado antes de la misión.
Othn tenía un hombro empapado en sangre, y se le había chamuscado el pelo del lado izquierdo de la cabeza. Daba la impresión de que no sentía dolor, solo rabia y consternación. ¡Tanto derramamiento de sangre, solo para acabar con Tyros! El Docente, que había pronunciado muchos discursos durante el ejercicio de su profesión, alzó la voz.
—¡Esto es inconcebible!
El Supremo Bashar, con el uniforme limpio e impecable, respondió con una sonrisa irónica, mientras columnas de humo se alzaban hacia el cielo. Cuerpos quemados se retorcían en el suelo, y detrás de Othn, una estructura palaciega se derrumbó con gran estrépito.
—Profesor, tenéis que aprender la diferencia entre la teoría y la práctica.
A una señal de Garon, sus Sardaukar abatieron al Docente antes de que pudiera dar un paso más. El Supremo Bashar desvió su atención al edificio en forma de gusano, para supervisar las operaciones. Rodeado de humo acre, extrajo una grabadora del bolsillo de su uniforme y dictó un informe para Shaddam, mientras contemplaba la carnicería.
Sumergidas en el humo y el hedor de la catástrofe, partidas de Sardaukar cargaron las naves con la especia de contrabando. Como abejorros hinchados, los tópteros se elevaron hacia las naves de transporte. El emperador entregaría la especia confiscada, a modo de recompensa, a la Cofradía y la CHOAM. Anunciaría con gran pompa que la operación había sido el disparo de salida de la «Gran Guerra de la Especia».
El Supremo Bashar intuía que se avecinaban tiempos interesantes.
Garon, que seguía un rígido horario, ordenó al resto de las tropas que regresaran a las naves militares. Una vez recuperada la melange, el resto de la operación se llevaría a cabo desde una distancia prudencial. Garon miraría desde su silla de mando sin ensuciarse las manos. El escuadrón despegó, indiferente a los gemidos de los heridos, los chillidos de los niños.
Las naves de guerra siguieron una órbita baja. Desde allí, terminarían el trabajo de arrasar la ciudad, y se fijarían como objetivo cierta propiedad cercana.
En los jardines de heléchos de Reffa, se alzó una brisa tibia, que agitó las hojas verdes y produjo un sonido de plumas ondulantes. Charence, el administrador de la propiedad, desconectó las fuentes cuando ascendió la pendiente. Ya había encargado a jardineros e ingenieros acuáticos que llevaran a cabo una supervisión a fondo de los sistemas que controlaban las fuentes, mientras su amo se encontraba en Taligari.
Charence, un hombre muy meticuloso en lo tocante a sus obligaciones, se enorgullecía de saber que Tyros Reffa nunca se fijaba en el trabajo que realizaba en la propiedad. Era el mejor cumplido que un administrador podía esperar. Los jardines y la mansión funcionaban con tal eficacia que su amo nunca tenía motivos para quejarse.
El Docente había ordenado a Charence que sirviera a Tyros Reffa desde el momento en que el misterioso niño había llegado a Zanovar, hacía más de cuarenta años. El leal sirviente nunca había hecho preguntas sobre los padres del chico, ni sobre el origen de su inagotable fortuna. Charence, un hombre equilibrado con muchas responsabilidades, no tenía tiempo para ir curioseando.
Cuando las últimas gotas de agua cayeron de la fuente, se quedó dentro del mirador situado en lo alto de una loma enlosada. Trabajadores vestidos con monos transportaban cubos y mangueras hacia las subestaciones de cañerías ocultas en los huertos de hongos. Charence oyó que silbaban y conversaban.
No reparó en las naves de guerra que se materializaron en el cielo. El administrador de la propiedad estaba concentrado en el mundo real que le rodeaba, sin mirar a lo alto. Descargas láser desgarraron el aire, como rayos arrojados por un dios encolerizado. Estallidos sónicos de aire ionizado aplastaron los árboles. Parques y lagos crepitaron en el horizonte, convertidos en una llanura de cristal muerta.
Charence alzó por fin la vista, con los ojos irritados a causa de la luz brillante, y vio que una miríada de rayos destruían la propiedad de Reffa. Se quedó petrificado, incapaz de huir. Plantó cara a la tormenta, mientras una locomotora de aire caliente se precipitaba hacia él.
Las llamas corrieron sobre el paisaje como tsunamis rojos, una estampida de incandescencia que desintegró los campos y las zonas arboladas, con tal celeridad que el humo no tuvo ocasión de elevarse.
Cuando la onda de choque pasó, no dejó nada de los hermosos jardines y edificios. Ni siquiera escombros.
En la ciudad de Artesia, situada en el lado oscuro de Taligari, Tyros Reffa contemplaba la ópera ingrávida. Estaba sentado en un palco particular, concentrado en comprender los matices y complejidades del espectáculo.
En conjunto, le gustaba mucho, y deseaba comentar su experiencia con el Docente cuando regresara a Zanovar…