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La menor aversión de un emperador se transmite a aquellos que le sirven, y se traduce en rabia.
Supremo Bashar ZUM GARON, comandante de las tropas imperiales Sardaukar
Antes de que Shaddam pudiera ordenar a su flota que destruyera el planeta, la Cofradía violó sus canales de comunicación privados y le exigió aclaraciones y explicaciones.
De pie en el puente de mando de su nave insignia, el emperador no les concedió la satisfacción de una respuesta, ni siquiera una justificación de sus actos. La Cofradía, y todo el Imperio, sabría pronto la respuesta.
A su lado, el Supremo Bashar Zum Garon se erguía ante la estación de control.
—Todas las armas preparadas, señor. —Contempló la pantalla, y después miró a su emperador, que le estaba observando. El rostro del veterano era implacable—. A la espera de vuestra orden de disparar.
¿Por qué todos mis súbditos no pueden ser como él?
El delegado de la Cofradía transmitió un holograma sólido al puente de la nave insignia.
—Emperador Shaddam —dijo su imagen, alta e impresionante—, insistimos en que desistáis de esta postura. No sirve de nada.
Irritado por el hecho de que la Cofradía hubiera logrado burlar su seguridad, Shaddam miró a la imagen con el ceño fruncido.
—¿Quiénes sois para decidir mi postura? Yo soy el emperador.
—Y yo represento a la Cofradía Espacial —replicó el delegado, como si ambas cosas fueran de importancia equiparable.
—La Cofradía no determina la ley y la justicia. Hemos dictado sentencia. El barón es culpable, e impondremos el castigo. —Shaddam se volvió hacia Zum Garon—. Dad la orden, Supremo Bashar. Bombardead Arrakis, hasta que no quede piedra sobre piedra.
Liet-chih despertó inquieto sobre un saliente situado en el exterior de los túneles fríos y resecos del sietch de la Muralla Roja. Aunque solo contaba cuatro años, se levantó de la esterilla donde estaba tumbado y miró a su alrededor. La noche era calurosa, y apenas soplaba una brisa. Su madre, Faroula, permitía pocas veces que su hijo durmiera fuera, pero ella y otros fremen tenían cosas que hacer en la oscuridad, al aire libre.
Vio formas que se movían en silencio, gente del desierto que actuaba con movimientos eficaces, sin hacer ruidos innecesarios. Apenas visibles a la luz de la luna, su madre y sus compañeros abrían pequeñas jaulas de murciélagos distrans, para que los animales portaran mensajes a otros sietches.
Detrás de los trabajadores fremen, los sellos de puerta retenían la humedad en las madrigueras ocultas del sietch, donde algunas cámaras comunales albergaban las zonas de producción: telares de fibra de especia, mesas de montaje de destiltrajes, prensas de moldear plástico. Esas máquinas estaban silenciosas ahora.
Faroula miró a Liet-chih, y con los ojos acostumbrados a la oscuridad, vio que su hijo estaba bien. Sacó otro murciélago negro de su jaula. Oyó que aleteaba contra los barrotes. Sostuvo al animal en sus manos y acarició su cuerpo peludo.
De repente, con un murmullo de alarma, dos mujeres fremen hicieron señales en dirección al cielo. Faroula ladeó la cabeza para mirar a lo alto, y debido a la sorpresa soltó al murciélago antes de que estuviera preparada. Desapareció en la penumbra, a la caza de insectos.
Liet-chih vio un ramillete de luces recortadas contra la oscuridad, brillantes y azules, que descendían. ¡Naves! Naves inmensas.
Su madre agarró al niño por los hombros, mientras las mujeres abrían la puerta y se precipitaban al interior, con la esperanza de que las paredes de las montañas pudieran protegerlas.
Acorralado en su guarnición de Carthag, el barón Harkonnen comprendió el destino que pendía sobre su cabeza. Y no podía hacer nada al respecto. Sin comunicaciones. Sin naves. Sin vehículos de corto alcance. Sin defensas.
Destrozó muebles y amenazó a sus ayudantes, pero no sirvió de nada.
—¡Maldito seas, Shaddam! —gritó a los cielos.
Pero la nave insignia imperial no podía oírle.
Había esperado a regañadientes recibir severas multas y castigos por las irregularidades que los enloquecedores auditores de la CHOAM habían descubierto. Si las acusaciones eran muy graves, había temido que la Casa Harkonnen perdiera su feudo de Arrakis y el consiguiente control sobre las operaciones de cosecha de especia. Había existido la leve pero aterradora posibilidad de que Shaddam ordenara la ejecución sumaria del barón, como otra «lección» para el Landsraad.
¡Pero esto nunca! Si aquellas naves de guerra abrían fuego, Arrakis se convertiría en una roca chamuscada. La melange era una sustancia orgánica, de origen misterioso en este entorno, y no sobreviviría a una conflagración. Si el emperador cometía esta locura, Arrakis ya no interesaría a nadie, ni siquiera estaría en las rutas de paso de los cruceros. ¡Por los infiernos, ya no habría viajes en cruceros! Todo el Imperio dependía de la especia. Era absurdo. Shaddam tenía que estar echándose un farol.
El Harkonnen recordó las ciudades ennegrecidas de Zanovar, y sabía que el emperador era capaz de llevar a la práctica sus amenazas. Le había impresionado la respuesta de Shaddam contra la luna laboratorio de Richese, y no le cabía duda de que el emperador estaba detrás de la plaga botánica de Beakkal.
¿Estaba loco ese hombre? Sin duda.
Con su sistema de transmisiones neutralizado, el barón ni siquiera era capaz de suplicar por su vida. No podía culpar a Rabban, y Piter de Vries seguía en Kaitain, probablemente entregado a una vida de disipación y lujo.
El barón Vladimir Harkonnen estaba solo, enfrentado a la ira del emperador.
—¡Alto! —tronó la voz del delegado de la Cofradía, debidamente amplificada. El Supremo Bashar vaciló—. No sé a qué estáis jugando, Shaddam. —Los ojos rosados del delegado brillaban de malicia—. No osaréis perjudicar la producción de melange para salvar vuestro mezquino orgullo. La especia ha de circular.
Shaddam resopló.
—En ese caso, tendréis que tomar nuevas medidas de austeridad. Y a menos que ceséis en vuestro desafío a la ley imperial, tomaré medidas de castigo contra la Cofradía Especial.
—Os estáis echando un farol.
—¿De veras?
Shaddam se levantó de su silla de mando y miró a la imagen. —No estamos de humor.
En los cruceros suspendidos sobre Arrakis, los hombres de la Cofradía debían estar aterrorizados.
El emperador se volvió con calma hacia Garon.
—Supremo Bashar, os he dado una orden —ladró.
La imagen del delegado fluctuó, como presa del asombro y la incredulidad.
—Esta acción que pretendéis llevar a cabo sobrepasa los derechos de cualquier gobernante, emperador o no. Por consiguiente, la Cofradía retira a partir de este momento todos los servicios de transporte. Vos y vuestra flota no seréis trasladados a vuestro planeta.
Shaddam sintió un escalofrío.
—No os atreveréis, sobre todo después de oír lo que yo… El delegado le interrumpió.
—Decretamos que vos, emperador Padishah Shaddam IV, quedaréis aislado aquí, el rey de nada más que un desierto, acompañado por una fuerza militar que no tiene a donde ir ni nada contra lo que combatir.
—¡No decretaréis nada! Soy el…
Enmudeció cuando la holoimagen del delegado se desvaneció y el sistema de comunicaciones se llenó de estática.
—Todas las comunicaciones han sido cortadas, señor —informó Garon.
—¡Pero aún he de decirles algo más! —Había esperado el momento oportuno de efectuar su anuncio sobre el amal, para jugar con ventaja—. Restableced el contacto.
—Lo intento, Majestad, pero lo han bloqueado.
Shaddam vio que uno de los cruceros desaparecía tras plegar el espacio. El emperador estaba bañado en sudor, que empapaba su uniforme ceremonial.
Era una posibilidad que no había imaginado. ¿Cómo podía hacer promesas o dar ultimátums si cortaban las comunicaciones? Sin forma de enviar mensajes, ¿cómo lograría recuperar su colaboración? Si la Cofradía le dejaba atrapado en Arrakis, su victoria sería inexistente.
La Cofradía Espacial era muy capaz de dejarle abandonado, y después convencer al Landsraad de que reuniera una fuerza militar contra él. Instalarían de buena gana a otro en el Trono del León Dorado. Al fin y al cabo, la Casa Corrino solo tenía hijas como herederos.
Un segundo crucero desapareció en la pantalla de comunicaciones, seguido por los tres restantes. Solo había espacio vacío sobre sus cabezas.
Casi presa del pánico, Shaddam sintió la abrumadora inmensidad de la situación. Estaba lejos de Kaitain. Aunque los técnicos de la nave consiguieran improvisar un medio de viajar a través del espacio, utilizando la tecnología anterior a la Cofradía, sus fuerzas y él tardarían siglos en llegar a casa.
La expresión del Supremo Bashar se endureció.
—Nuestras fuerzas aún están preparadas para disparar, Vuestra Majestad. ¿O debo ordenarles que depongan las armas?
Si quedaban aislados, ¿cuánto tiempo tardarían las desencantadas tropas Sardaukar en amotinarse?
—¡Soy vuestro emperador! —Aulló Shaddam a la pantalla de comunicaciones muerta que le había conectado con el representante de la Cofradía—. ¡Solo yo decido la política del Imperio!
No obtuvo respuesta. Ni siquiera había alguien que pudiera oírle.