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El eje de rotación del planeta Arrakis se encuentra en ángulo recto con el radio de su órbita. El planeta no es un globo, sino más bien una peonza algo achatada en el ecuador y cóncava hacia los polos. Se piensa que tal vez sea artificial, obra de algún artífice antiguo.

Informe de la Tercera Comisión Imperial en Arrakis

Bajo la luz de dos lunas en un cielo polvoriento, los fremen corrían entre las rocas del desierto. Se fundían con el escabroso contorno como cortados de la misma tela, hombres duros en un entorno duro.

Muerte a los Harkonnen. Todos los hombres del comando armado habían jurado lo mismo.

En las silenciosas horas previas al amanecer, Stilgar, el alto y barbudo jefe del comando, se movía como un felino al frente de un puñado de sus mejores guerreros. Hemos de movernos como sombras en la noche. Sombras con cuchillos ocultos.

Alzó una mano para indicar al comando que se detuviera. Stilgar escuchó el latido del desierto, sus ojos de un azul profundo sondearon las escarpas rocosas recortadas contra el cielo como centinelas gigantescos. Mientras las dos lunas cruzaban el cielo, fragmentos de oscuridad cambiaban por momentos, extensiones vivientes de la cara de la montaña.

Los hombres subieron por una estribación rocosa, y utilizaron sus ojos adaptados a la oscuridad para seguir una senda empinada. El terreno le resultaba extrañamente familiar, aunque Stilgar nunca había estado allí. Su padre le había descrito el camino, la ruta que sus antepasados habían seguido para llegar al sietch Hadith, en otra época el mayor de sus poblados ocultos, abandonado desde hacía mucho tiempo.

Hadith, una palabra tomada de una antigua canción fremen sobre las condiciones de supervivencia en el desierto. Como muchos fremen vivos, tenía la historia grabada en la mente…, un relato de traiciones y conflictos civiles en tiempo de las primeras generaciones de los errantes zensunni llegados a Dune. La leyenda afirmaba que todos los significados se habían originado aquí, en este sagrado sietch.

Ahora, sin embargo, los Harkonnen han profanado nuestro antiguo lugar.

Todos los hombres del comando de Stilgar experimentaban repugnancia ante tal sacrilegio. En el sietch de la Muralla Roja, se hacían muescas en una losa por cada enemigo que los fremen mataban, y esta noche se derramaría más sangre enemiga.

La columna siguió a Stilgar mientras descendía a paso vivo por la senda rocosa. Pronto amanecería, y una buena matanza les aguardaba.

En este lugar, lejos de la curiosidad de los ojos imperiales, el barón Harkonnen había utilizado las cavernas vacías del sietch Hadith para ocultar uno de sus almacenes de especia ilegales. La reserva de la valiosa melange no aparecía en ningún inventario entregado al emperador. Shaddam no sospechaba nada, pero los Harkonnen no podían esconder tales actividades a habitantes del desierto.

En la miserable aldea de Bar Es Rashid, situada al pie de la cordillera, los Harkonnen tenían un puesto de escucha y habían apostado guardias en los riscos. Esa defensa tan pobre no suponía ningún obstáculo para los fremen, quienes mucho tiempo atrás habían construido numerosos pozos y entradas a las grutas de la montaña. Caminos secretos…

Stilgar encontró una bifurcación y siguió el sendero apenas dibujado, en busca de la entrada secreta al sietch Hadith. A pesar de la escasa luz, distinguió una mancha más oscura bajo un saliente. Se puso a cuatro patas, tanteó en la oscuridad y localizó la abertura, fría y húmeda, sin un sello de puerta. Qué desperdicio.

Ni luz, ni señal de guardias. Se introdujo en el hueco, estiró una pierna hacia abajo y localizó un saliente, donde apoyó la bota. Encontró un segundo saliente con el otro pie, y debajo otro. Peldaños que descendían. A lo lejos, vislumbró una tenue luz amarilla, en el punto donde el túnel bajaba hacia la izquierda. Stilgar se izó hasta la superficie e indicó a los demás con un ademán que le siguieran.

Al llegar al pie de los toscos escalones, observó un viejo cuenco de cocina. Se quitó los tapones de la nariz y percibió el olor a carne cruda. ¿Un cebo para pequeños depredadores? ¿Una trampa para cazar animales? Se quedó inmóvil, mientras buscaba sensores. ¿Habría disparado ya una alarma silenciosa? Oyó pasos más adelante, una voz ebria.

—He pillado a otro. Vamos a terminar con él.

Stilgar y dos fremen más se internaron como una exhalación por un túnel lateral y sacaron sus cuchillos. Las pistolas maula serían demasiado ruidosas en un espacio cerrado. Cuando un par de guardias Harkonnen pasaron tambaleándose ante ellos, hediendo a cerveza de especia, Stilgar y su camarada Turok saltaron sobre ellos y les sorprendieron por detrás.

Antes de que los hombres pudieran gritar, los fremen les rebanaron el pescuezo, y después aplicaron esponjas secadoras sobre las heridas para absorber la preciosa sangre. A toda prisa, los fremen se apoderaron de las armas de los guardias. Stilgar se quedó con un rifle láser y entregó otro a Turok.

Globos luminosos militares, que apenas despedían luz, flotaban en huecos del techo. El comando avanzó por el pasadizo, en dirección al corazón del antiguo sietch. Cuando el corredor rodeó una correa transportadora utilizada para entrar y sacar materiales de la cámara secreta, percibió el olor a canela de la melange, cada vez más intenso a medida que el grupo se adentraba en las profundidades de la montaña. En esta zona, los globos luminosos despedían un resplandor anaranjado en lugar de amarillo.

Los soldados de Stilgar murmuraron al ver calaveras y cuerpos en descomposición, apoyados contra los lados del pasadizo, como trofeos exhibidos de cualquier manera. Una ciega rabia se apoderó de Stilgar. Tal vez se tratara de prisioneros fremen o de aldeanos, capturados por los Harkonnen para divertirse. Turok, que caminaba a su lado, paseó la vista a su alrededor, en busca de algún enemigo al que poder matar.

Stilgar continuó avanzando con cautela y empezó a oír voces y ruidos metálicos. Llegaron a una cavidad bordeada por una barandilla de baja piedra que dominaba una gruta subterránea. Stilgar imaginó los miles de habitantes del desierto que habían recorrido la inmensa caverna mucho tiempo atrás, antes de los Harkonnen, antes del emperador…, antes de que la especia melange se hubiera convertido en la sustancia más valiosa del universo.

Una estructura octogonal se alzaba en el centro de la gruta, de color azul oscuro y plateado, rodeada de rampas. Había estructuras similares más pequeñas a su alrededor, una de las cuales se encontraba en fase de construcción. Vieron piezas de plasmetal diseminadas por doquier, siete obreros trabajaban sin parar.

Los infiltrados descendieron con sigilo hasta el suelo de la gruta. Turok y los demás fremen, cada uno con sus armas confiscadas, tomaron posiciones en diferentes cavidades desde donde dominaban la gruta. Tres fremen subieron a toda prisa la rampa que rodeaba la estructura octogonal. Al llegar a lo alto, desaparecieron, para luego reaparecer y hacer señas a Stilgar. Ya habían matado a seis guardias sin hacer el menor ruido, gracias a sus cuchillos.

El sigilo ya no era necesario. Un par de fremen apuntaron con sus pistolas maula a los sorprendidos obreros, y les ordenaron que subieran la escalera. Los hombres accedieron a regañadientes, como indiferentes a la identidad de sus nuevos amos.

Los fremen investigaron los pasadizos de comunicación y descubrieron barracones subterráneos, con dos docenas de guardias dormidos entre botellas de cerveza de especia tiradas por el suelo. Un persistente olor a melange impregnaba la amplia sala.

Los fremen cargaron contra ellos al instante, con la intención de provocarles dolor, pero no heridas mortales. Los aturdidos Harkonnen fueron desarmados y conducidos a la gruta central.

Stilgar, con la sangre hirviendo en sus venas, miró con el ceño fruncido a los hombres medio borrachos. Uno siempre confía en encontrar enemigos dignos, pero esta noche no hemos dado con ninguno. Incluso aquí, en la gruta de máxima seguridad, estos hombres habían saqueado la especia que, en teoría, debían vigilar, probablemente sin el conocimiento del barón.

—Quiero torturarlos hasta la muerte ahora mismo. —Los ojos de Turok eran oscuros bajo la luz rojiza de los globos—. Poco a poco. Ya has visto lo que hicieron a sus cautivos.

Stilgar le detuvo.

—Más tarde. Ahora, los pondremos a trabajar.

Stilgar paseó arriba y abajo delante de los cautivos Harkonnen, mientras se mesaba la barba negra. El hedor de su miedo empezaba a imponerse al olor de la melange. Utilizó con el jefe una amenaza que su líder, Liet-Kynes, había insinuado.

—Esta reserva de especia es ilegal, una violación explícita de las órdenes imperiales. Toda la melange del recinto será confiscada y enviada a Kaitain.

Liet, al que acababan de nombrar planetólogo imperial, había ido a Kaitain para solicitar una entrevista con el emperador Padishah Shaddam IV. El viaje hasta el palacio imperial era muy largo, y un simple habitante del desierto como Stilgar era incapaz de imaginar tales distancias.

—¿Lo dice un fremen? —se burló el capitán de la guardia, medio borracho, un hombrecillo de mejillas temblorosas y frente despejada.

—Lo dice el emperador. Tomaremos posesión de la reserva en su nombre.

Los ojos de Stilgar se clavaron en el hombre. El capitán no tenía suficiente sentido común para estar asustado. Por lo visto, ignoraba la suerte que deparaban los fremen a sus cautivos. Pronto lo averiguaría.

—¡Poneos a descargar los silos! —ladró Turok, que se había acercado a los obreros rescatados. Los prisioneros que no estaban demasiado agotados se divirtieron al ver el brinco que dieron los Harkonnen—. Nuestros tópteros no tardarán en venir a recoger la especia.

Mientras el sol del amanecer bañaba el desierto, Stilgar se sentía angustiado. Los cautivos Harkonnen trabajaban, hora tras hora. La incursión estaba durando demasiado, pero tenían mucho que ganar.

Mientras Turok y sus compañeros vigilaban con las armas preparadas, los hoscos guardias Harkonnen cargaban paquetes de melange sobre las cintas transportadoras que llegaban hasta las aberturas practicadas en la cara de los riscos, cerca de las pistas de aterrizaje de tópteros. En el exterior, los atacantes fremen recogían un tesoro suficiente para comprar un planeta.

¿Para qué querrá el barón tanta riqueza?

A mediodía, con puntualidad matemática, Stilgar oyó explosiones en la aldea de Bar Es Rashid, al pie de la cordillera: el segundo comando fremen atacaba el puesto de guardia Harkonnen, en una operación perfectamente coordinada.

Cuatro ornitópteros carentes de todo distintivo dieron la vuelta al contrafuerte rocoso, hasta que los hombres de Stilgar los guiaron hasta las pistas de aterrizaje. Obreros liberados y guerrilleros fremen cargaron la melange dos veces robada en los aparatos.

Había llegado el momento de finalizar la operación.

Stilgar alineó a los guardias Harkonnen a lo largo del precipicio que dominaba las polvorientas cabañas de Bar Es Rashid. Tras horas de duro trabajo y de alimentar su miedo, el mofletudo capitán Harkonnen estaba sobrio por completo, con el pelo empapado y los ojos desorbitados. Stilgar estudió al hombre con absoluto desprecio.

Sin decir palabra, desenvainó el cuchillo y abrió al hombre en canal, desde el hueso púbico al esternón. El capitán lanzó una exclamación de incredulidad cuando su sangre e intestinos se desparramaron sobre el suelo.

—Qué desperdicio de humedad —murmuró Turok a su lado.

Algunos prisioneros Harkonnen, presa del pánico, intentaron huir, pero los fremen cayeron sobre ellos. Arrojaron a algunos por el precipicio y apuñalaron a los demás. Los que se resistieron fueron abatidos con rapidez y sin dolor. Los fremen dedicaban mucho más tiempo a los cobardes.

Ordenaron a los obreros que cargaran los cadáveres en los ornitópteros, incluso los cadáveres putrefactos encontrados en los pasadizos. En el sietch de la Muralla Roja, la gente de Stilgar extraería hasta la última gota de agua de los cuerpos. La profanada Hadith quedaría vacía de nuevo, un sietch fantasma.

Una advertencia para el barón.

Uno a uno, los tópteros cargados se elevaron como aves oscuras, mientras los hombres de Stilgar corrían bajo el sol de la tarde, cumplida su misión.

En cuanto el barón Harkonnen descubriera la pérdida de su reserva de especia y el asesinato de sus guardias, se desquitaría con Bar Es Rashid, aunque los pobres aldeanos no tuvieran nada que ver con el ataque. Stilgar decidió trasladar a toda la población a un sietch lejano y seguró.

Allí, junto con los obreros liberados, se convertirían en fremen, o morirían si no colaboraban. Teniendo en cuenta la vida miserable que llevaban en Bar Es Rashid, Stilgar pensó que les estaba haciendo un favor.

Cuando Liet-Kynes regresara de su entrevista con el emperador, se sentiría muy complacido con los logros de los fremen.