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La venganza puede obtenerse mediante complejos planes o una agresión directa. En algunas circunstancias, solo el tiempo puede ser el instrumento de la venganza.

Conde DOMINIC VERNIUS, diarios de un renegado

Semanas después, en Kaitain, sin sentir otra cosa que ira, Shaddam Corrino IV vio la conclusión del discurso grabado del bastardo Tyros Reffa. Maldijo por lo bajo.

Tras las puertas cerradas del despacho privado del emperador, Cammar Pilru esperó los comentarios de Shaddam. El embajador ixiano había visto la grabación varias veces, y todavía le impresionaba.

Sin embargo, Shaddam no perdió la frialdad.

—Veo que hice bien cuando ordené que le cosieran la boca antes de ejecutarle.

Tras regresar al palacio, el emperador Padishah se había encerrado en sus aposentos. En la calle, los Sardaukar intentaban mantener el orden pese a las numerosas manifestaciones. Algunos pedían que Shaddam abdicara, lo cual habría sido una solución viable de haber tenido un heredero varón aceptable. Tal como estaban las cosas, su hija mayor Irulan, de once años, ya había recibido varias proposiciones matrimoniales de los dirigentes de Casas poderosas.

Shaddam deseaba matar a todos los pretendientes…, y quizá también a sus hijas. Al menos, ya no tenía que preocuparse por su esposa.

Después de sus numerosos fracasos militares, hasta los antes leales Sardaukar estaban contra él, y el Supremo Bashar Zum Ga-ron había presentado una protesta oficial. El hijo de Garon había muerto en la debacle ixiana, pero según la opinión del veterano Bashar, los soldados imperiales habían sido traicionados, algo todavía peor. No derrotados, sino traicionados. En su mente era una distinción importante, porque los Sardaukar jamás habían conocido la derrota en toda su larga historia. Garon exigía que esta mancha fuera borrada de los escritos. También quería una condecoración póstuma para su hijo.

Shaddam no sabía cómo afrontar todo esto.

En otras circunstancias, nunca habría concedido ni un minuto de su tiempo a este patético y ahora envalentonado diplomático ixiano. Pero el embajador Pilru tenía muy buenos contactos y estaba aprovechando la victoria de Rhombur.

Pilru, que volvía a sentirse fuerte después de tantos años de indiferencia y desprecios, dejó caer una hoja dura de cristal riduliano ante el rostro de Shaddam.

—Fue desafortunado por vuestra parte, señor, no tener la oportunidad de realizar un análisis genético completo a Tyros Reffa, aunque solo fuera para desacreditar su afirmación de que también era miembro de la Casa Corrino. Muchos miembros del Landsraad, y muchos nobles del Imperio, albergan sus dudas.

Tecleó los datos sobre la hoja de cristal, que sin duda Shaddam consideraba incomprensibles. Pilru había sido ignorado, insultado y despreciado durante años, pero ahora eso cambiaría. Lograría que el emperador compensara económicamente al pueblo ixiano y que no ofreciera resistencia a la restauración de la Casa Vernius.

—Por suerte, pude obtener muestras de Reffa en su celda de la prisión. —Pilru sonrió—. Como veis, esta es la irrefutable prueba genética de que Tyros Reffa era hijo del emperador Elrood IX. Vos firmasteis la sentencia de muerte de vuestro hermano.

—Hermanastro —corrigió Shaddam.

—No me costaría nada distribuir con sigilo esta grabación y los resultados de los análisis entre los miembros del Landsraad, señor —dijo el embajador, mientras sostenía en alto la hoja de cristal—. Temo que la suerte de vuestro hermanastro sería conocida muy pronto.

Había eliminado de los resultados los detalles concernientes a la identidad de la madre, por supuesto. Nadie necesitaba saber la relación del bastardo con la fallecida lady Shando Vernius. Rhombur conocía el secreto, y eso era suficiente.

—Vuestra amenaza ha quedado muy clara, embajador. —Los ojos de Shaddam brillaban entre las sombras de la derrota que le rodeaba—. Bien, ¿qué deseáis de mí?

Mientras Shaddam esperaba en su sala de recibir privada a que comenzaran las discusiones y procedimientos, disfrutó de muy pocos momentos de placer. Ahora comprendía por qué su padre necesitaba beber tanta cerveza de especia. Incluso el conde Fenring, su compañero de desdichas, no podía animarle, con tantas piedras de molino políticas colgadas alrededor de su cuello.

Sin embargo, un emperador también podía afligir a los demás.

Fenring paseaba a su lado, henchido de una energía feroz. Habían cerrado todas las puertas, excepto la de la entrada principal, y alejado a todos los posibles testigos. Hasta los guardias habían recibido la orden de esperar en los pasillos.

Shaddam estaba ansioso.

—Llegarán de un momento a otro, Hasimir.

—Todo se me antoja un poco… infantil, ¿ummm?

—Pero gratificante, y no finjas lo contrario. —Resopló—. Además, es uno de los privilegios de ser emperador.

—Divertios mientras dure —murmuró Fenring, y después esquivó la mirada furiosa de Shaddam.

Vieron que las puertas dobles de bronce se abrían poco a poco. Soldados Sardaukar entraron con una máquina familiar de aspecto horripilante, con gran acompañamiento de ruidos metálicos. Hojas cortantes ocultas zumbaban dentro de la monstruosidad, y surgían chispas por las lumbreras de los circuitos.

Años antes, los acusadores tleilaxu habían llevado el horrible instrumento de ejecución al Juicio por Decomiso de Leto Atreides, con la esperanza de viviseccionarlo con él, vaciarle de sangre y abrir sus tejidos para tomar todo tipo de muestras. Shaddam siempre había pensado que la máquina tenía muchas posibilidades.

Fenring la miró y se humedeció los labios.

—Un aparato diseñado solo para mutilar, herir y causar dolor. Si queréis saber mi opinión, Shaddam, está claro que se trata de una máquina con mente humana, ¿ummm? Quizá sea una violación de la Jihad Butleriana.

—No estoy de humor, Hasimir.

Detrás de la máquina venían seis amos tleilaxu cautivos, sin camisa debido a su conocida tendencia a ocultar armas en las mangas. Eran los representantes tleilaxu llegados a la corte imperial durante los meses precedentes, y retenidos después del fracaso del Proyecto Amal. Antes de que se conociera el fracaso de Ajidica, Shaddam había ordenado su captura y detención.

El conde Fenring también sentía un profundo rencor hacia los cautivos, pues sospechaba que al menos uno era un Danzarín Rostro, que le había suplantado para entregar un informe falsamente optimista sobre el triunfo de la especia artificial. Había sido una táctica dilatoria de Ajidica, para retrasar la venganza imperial y poder escapar. Pero había fracasado.

Por su parte, Shaddam no conseguía distinguir a unos cautivos de otros, y la verdad era que los hombrecillos se parecían mucho.

—¿Y bien? —les gritó—. Poneos junto a la máquina. No me digáis que no conocéis su función.

Los tleilaxu tomaron posiciones alrededor del artilugio con expresión abatida.

—Los tleilaxu me habéis causado muchos graves problemas. Estoy a punto de afrontar la mayor crisis de mi reinado, y creo que deberíais cargar con parte de la culpa. —Escudriñó sus rostros—. Elegid a uno de vosotros, para que pueda ver cómo funciona el aparato, y después de la demostración, los supervivientes lo desmontaréis aquí mismo.

Los guardias avanzaron, provistos de herramientas. Los hombrecillos de piel grisácea se miraron entre sí, pero guardaron silencio. Por fin, uno de los hombres activó la fuente de energía, situada en las placas angulares de la máquina de ejecuciones. El engendro cobró vida con un rugido que sobresaltó al emperador y a los guardias.

Fenring se limitó a asentir, y comprendió que la mitad de la eficacia de esta máquina residía en su naturaleza ominosa.

—Parece que les cuesta elegir, ¿ummm?

—Hemos elegido —anunció un tleilaxu.

Sin la menor palabra o gesto, los seis amos tleilaxu treparon y saltaron dentro de un tragante situado en lo alto de la máquina.

Cayeron en el interior, y se precipitaron al abrazo de cuchillas, cortadores y rebañaduras. Como colofón irónico, gotas de sangre, fragmentos de piel y pedacitos de hueso salpicaron al emperador y a Fenring. Los Sardaukar se dispersaron.

Shaddam farfulló y buscó una capa para secar los restos. Fenring no pareció muy asqueado cuando se quitó un pedazo de carne de los ojos. La máquina de vivisección continuaba tosiendo y moliendo. Los tleilaxu no emitieron el menor grito.

—Creo que eso soluciona el problema del Danzarín Rostro —anunció el emperador, en un tono poco satisfecho.