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En este universo no existe nada semejante a un lugar seguro o un camino seguro. El peligro acecha en cada senda.

Aforismo zensunni

Sobre la noche de Ix, una lanzadera de carga salió de la bodega de un crucero en órbita. Desde el terreno deshabitado, un puesto de observación Sardaukar oculto vio la estela anaranjada de la nave, que descendía hacia la red detectora. La lanzadera se dirigió hacia el cañón del puerto de entrada, el punto de acceso a la capital subterránea.

Los observadores Sardaukar no repararon en una segunda nave, mucho más pequeña, que seguía la estela de la primera. Un módulo de combate Atreides. Gracias a un generoso soborno, el crucero contaba con un transmisor de señales camufladas, el cual engañaba a los rastreadores de la superficie, de forma que la nave negra, con todas las luces apagadas, podía desplazarse sin ser detectada, el tiempo suficiente para que Gurney Halleck y Thufir Hawat entraran clandestinamente en el mundo subterráneo.

Gurney manejaba los controles de la nave sin alas. Se alejó de la lanzadera y voló a baja altura sobre el escarpado paisaje del norte. Los instrumentos susurraban datos en sus auriculares, y le indicaban cómo evitar las plataformas de aterrizaje custodiadas.

Gurney utilizaba las osadas tácticas aprendidas en la banda de contrabandistas de Dominic Vernius. Cuando transportaba cargas de contrabando, había aprendido a eludir las patrullas de seguridad Corrino, y ahora se mantenía bajo el nivel de detección de la red de seguridad tleilaxu.

Mientras el módulo atravesaba la atmósfera, Thufir, sumido en estado mentat, sopesaba posibilidades. Había grabado en su mente todas las salidas de emergencia y rutas secretas que Rhombur había conseguido recordar, pero las preocupaciones humanas interferían en su concentración.

Aunque Leto nunca le había criticado por lo que habría podido ser interpretado como fallos de seguridad (la muerte del duque Paulus en la plaza de toros, el desastre del dirigible), Thufir había redoblado sus esfuerzos, utilizado todas las capacidades de su arsenal personal y añadido algunas más.

Gurney y él tenían que infiltrarse en las ciudades sometidas de Ix, detectar los puntos débiles y preparar una acción militar. Después de las recientes tragedias, el duque Leto ya no temía mancharse las manos de sangre. Cuando Leto decidiera que había llegado el momento, la Casa Atreides atacaría, y atacaría sin piedad.

C’tair Pilru, un combatiente de la resistencia con el que llevaban mucho tiempo en contacto, se había negado a renunciar a sus atentados en Ix, pese a los golpes asestados por los invasores. Con la ayuda de materiales robados, había fabricado bombas y otras armas, y durante un tiempo había recibido ayuda secreta del príncipe Rhombur, hasta que el contacto se había perdido.

Thufir confiaba en que aquella noche podrían localizar a C’tair, si disponían del tiempo suficiente. Gurney y él, basándose en escasas probabilidades y un lugar de encuentro conveniente, habían intentado enviar mensajes al subsuelo. Utilizando un antiguo código militar Vernius que solo C’tair podía conocer, proporcionado por Rhombur, el guerrero mentat había propuesto una posible cita en la red de rutas y estancias secretas. Sin embargo, los infiltrados no habían recibido confirmación… Volaban a ciegas, guiados tan solo por la esperanza y la determinación.

Thufir miró por las ventanillas del módulo para serenarse, mientras pensaba en cómo podrían localizar a los luchadores por la libertad ixianos. Aunque no era una parte constituyente de ningún análisis mentat, temía que dependerían de… la suerte.

C’tair Pilru, acurrucado en un almacén polvoriento situado en los niveles superiores de lo que había sido el Gran Palacio, albergaba también sus dudas. Había recibido el mensaje, lo había descodificado…, y no dio crédito a sus ojos. Había mantenido durante años y años su guerra de guerrillas, no solo gracias a las victorias y a la esperanza, sino también a una fiera determinación. Luchar contra los tleilaxu era toda su vida, y no sabía quién sería o qué haría si la lucha terminaba algún día.

Había sobrevivido durante tanto tiempo gracias a no confiar en nadie. Cambiaba de identidad, se trasladaba de un sitio a otro, asestaba sus golpes y huía, sembrando la confusión y la furia entre los invasores y sus perros de presa Sardaukar.

Su ejercicio mental favorito era recrear en su mente la antigua ciudad, los pasos elevados y calles que comunicaban los edificios en forma de estalactita. Incluso recordaba cómo era la gente, alegre y decidida, antes de la invasión tleilaxu.

Pero ahora, todo se confundía en su memoria. Había pasado mucho tiempo.

Un rato antes había encontrado el comunicado (¿un truco?) de los representantes del príncipe Rhombur Vernius. C’tair había estado en peligro toda su vida, y ahora tenía que correr el riesgo. Sabía que, mientras Rhombur viviera, el príncipe nunca abandonaría a su pueblo.

En la fría oscuridad del almacén, mientras esperaba y esperaba, C’tair se preguntó si estaba perdiendo el contacto con la realidad…, sobre todo ahora que conocía el terrible destino de Miral Alechem, su amante y camarada, quien habría sido su esposa en circunstancias diferentes. Pero los repugnantes invasores la habían capturado, utilizado su cuerpo para misteriosos y horribles experimentos. Se resistía a imaginar a Miral tal como la había visto por última vez, una abominación, una forma muerta cerebralmente, colgada de un gancho y convertida en una atroz fábrica biológica.

Maldecía a los tleilaxu por sus crueldades cada vez que respiraba. Cerró con fuerza los ojos, controló la respiración y recordó los grandes ojos de Miral, su cara enjuta y atractiva, su cabello corto.

Lo invadía la rabia, la culpa por haber sobrevivido y una desesperación casi suicida. Se había obcecado en una cruzada fanática, pero si era cierto que el príncipe Rhombur había enviado hombres en su ayuda, quizá la pesadilla terminaría pronto…

De pronto, un zumbido de maquinaria le impulsó a refugiarse en las sombras más profundas. Oyó arañazos, alguien que manipulaba en una cerradura, y después, la puerta de un ascensor autoguiado se abrió y apareció la silueta de dos figuras. Aún no le habían visto. Todavía podía huir, o matarles. Pero eran demasiado altos para ser tleilaxu, y no se movían como Sardaukar.

El hombre de mayor edad parecía un hilo shiga. Tenía el rostro curtido y los labios manchados de safo de un mentat. Su compañero, rubio y corpulento, con una llamativa cicatriz en la cara, guardó en el bolsillo unas herramientas. El mentat fue el primero en salir del ascensor. Desprendía confianza en sí mismo, pero mezclada con cautela.

—Hemos venido de Caladan.

C’tair no se movió. Su corazón se aceleró. Quizá era una trampa, pero ya había ido demasiado lejos. Tenía que averiguar la verdad. Sus dedos acariciaron la empuñadura de un cuchillo que ocultaba en el bolsillo.

—Estoy aquí.

C’tair salió de las sombras, y los dos hombres le miraron, mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa luz.

—Somos amigos de tu príncipe. Ya no estás solo —dijo el hombre de la cicatriz.

El trío se encontró en el centro del almacén. Se movían con cautela, como si pisaran cristales rotos. Se estrecharon la mano con el semi apretón del Imperio, y se presentaron con torpeza. Los recién llegados le contaron lo ocurrido a Rhombur.

C’tair parecía desconcertado, sin saber distinguir ya la fantasía de la realidad.

—Había una chica… ¿Kailea? Sí, Kailea Vernius.

Thufir y Hawat intercambiaron una mirada, sin querer revelar de momento la trágica noticia.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Gurney—. Hemos de ver y averiguar lo que podamos.

C’tair miró a los dos representantes Atreides, mientras intentaba decidir por dónde empezar. La rabia bullía en su interior, le embargaba tanta emoción que no podía soportar contarles lo que ya había visto, lo que ya había padecido en el planeta.

—Quedaos, y os enseñaré lo que los tleilaxu han hecho a Ix.

Los tres hombres avanzaron sin llamar la atención entre las masas de trabajadores oprimidos, pasaron ante instalaciones abandonadas. Utilizaron las numerosas tarjetas de identificación robadas por C’tair para entrar y salir de las zonas de seguridad. Este solitario rebelde había aprendido a pasar desapercibido, y los humillados ixianos rara vez miraban otra cosa que no fueran sus propios pies.

—Hace tiempo que conocemos la complicidad del emperador —dijo Thufir—, pero no entiendo la necesidad de dos legiones Sardaukar.

—He visto…, pero aún no sé las respuestas. —C’tair señaló una monstruosidad que atravesaba un muelle de carga, una máquina a la que se habían añadido algunos componentes humanos, una cabeza abollada, parte de un torso magullado y deforme—. Si el príncipe Rhombur es un cyborg, rezo para que no se parezca en nada a lo que los tleilaxu han creado aquí.

Gurney estaba horrorizado.

—¿Qué clase de engendro es ese?

—Bi-ixianos, víctimas de torturas, ejecutados y reanimados gracias a maquinarias. No están vivos, solo se mueven. Los tleilaxu los llaman «ejemplos», juguetes para la diversión de mentes enloquecidas.

Thufir tomaba nota mental de cada detalle, mientras a Gurney le costaba contener la repulsión que experimentaba.

C’tair consiguió esbozar una sonrisa sombría.

—Vi uno con un rociador de pintura sujeto a la espalda, pero su biomecánica se averió y dejó de moverse. Llevaba el rociador lleno cuando cayó, y dos amos tleilaxu se mancharon con el pigmento. Se pusieron furiosos, gritaron insultos a la cosa, como si lo hubiera hecho a propósito.

—Tal vez fue así —dijo Gurney.

Durante los siguientes días, los tres investigaron y observación…, y se escandalizaron con lo que vieron. Gurney quería iniciar la lucha al instante, pero Thufir le aconsejó cautela. Tenían que volver e informar a la Casa Atreides. Solo entonces, con el permiso del duque, podrían trazar un plan y lanzar un ataque coordinado.

—Nos gustaría que volvieras con nosotros, C’tair —dijo Gurney, con expresión compasiva—. Podemos sacarte de aquí. Ya has sufrido bastante.

La idea alarmó a C’tair.

—Yo no me marcho. No sabría qué hacer si dejara de luchar. Mi lugar está aquí, atormentando a los invasores todo cuanto pueda, para que mis compatriotas supervivientes sepan que no he cedido, y que nunca cederé.

—El príncipe Rhombur supuso que dirías eso —dijo Thufir—. Te hemos traído muchos suministros en nuestro módulo: discos explosivos, armas, incluso comida. Es un principio.

Las posibilidades aturdieron a C’tair.

—Sabía que mi príncipe no nos había abandonado. He esperado su regreso mucho tiempo, con la esperanza de combatir a su lado.

—Informaremos al duque Leto Atreides y a tu príncipe. Ten paciencia.

Thufir quiso añadir algo más, prometer algo tangible, pero carecía de autoridad para ello.

C’tair asintió, ansioso por empezar de nuevo. Por fin, después de tantos años, fuerzas poderosas le ayudaban en su lucha.