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Convertir la guerra en un deporte supone un intento de sofisticación. Cuando gobiernas a hombres de temperamento militar, es preciso comprender su apasionada necesidad de la guerra.

Supremo Bashar ZUM GARON, Comandante Sardaukar Imperial

El día de la partida hacia Ix, las tropas Atreides se encaminaron a sus naves en un estado eufórico. Pero la realidad de la guerra pronto se impondría.

El maestro espadachín Duncan Idaho y el mentat Thufir Hawat acompañaron a Leto cuando se irguió en lo alto de una torre que dominaba la pista del espaciopuerto. Caladan no había presenciado semejante congregación de gente desde el desfile del dirigible. Los soldados Atreides se alineaban en filas, un mar de hombres preparados para subir a los transportes, destructores, monitores y cruceros de batalla.

Durante más de veinte años, los usurpadores tleilaxu y sus aliados Sardaukar se habían atrincherado en Ix. Muchos espías habían muerto al intentar penetrar en el planeta, y si Rhombur y Gurney habían sido capturados y torturados, el ataque Atreides quedaría desprovisto del elemento sorpresa. Leto sabía que podía perderlo todo con aquella maniobra, pero no pensó ni por un momento en suspender el ataque.

Bajo el mando de Hawat, dieciocho naves de suministros estaban preparadas para partir con una pequeña escolta armada. La audaz tarea del mentat sería una maniobra de distracción. Su flota aparecería entre Beakkal y la estación de tránsito de Sansin, desde donde transmitirían la oferta humanitaria del duque Leto. Era de suponer que los oficiales Sardaukar encargados del bloqueo enviarían mensajes al emperador, y a su vez, Shaddam concentraría su atención en el planeta sometido a cuarentena. El grueso del ejército imperial sería enviado allí. En el ínterin, los delegados del Landsraad loarían la generosidad del duque Atreides.

En ese momento, las tropas de Duncan Idaho atacarían Ix con la fuerza de un mazazo.

La muchedumbre se apretujaba contra las cintas que marcaban los límites de la pista de aterrizaje. La gente vitoreaba y agitaba las banderas verdinegras con la insignia del halcón, el antiguo sello de los Atreides.

Novias, esposas y madres animaban a voz en grito a los soldados. Muchos de los jóvenes retrocedían corriendo hasta el perímetro para el último beso de despedida. Muy a menudo, daba igual que no conocieran a las bonitas mujeres que habían ido a despedirles. Lo importante era saber que alguien se preocupaba por ellos y les deseaba buena suerte.

El duque Leto no pudo por menos que pensar en Jessica, alejada de él desde hacía meses. Muy pronto daría a luz a su hijo, y anhelaba estar con ella. Era lo mejor de ir a Kaitain…

Leto había tomado la precaución de vestirse con un traje de matador escarlata, muy parecido al que su padre había llevado con orgullo en las corridas de toros. Era un símbolo significativo, que los ciudadanos de Caladan reconocían con facilidad. Cuando Leto iba de rojo, el populacho no pensaba en derramamiento de sangre (debido a la cual los duques rojos Atreides habían recibido su apelativo mucho tiempo atrás), sino en boato y gloria.

Las rampas de abordaje se abrieron, y los subcomandantes ordenaron a sus hombres que se alinearan en filas. Un grupo entonó una popular canción de batalla Atreides. Otros soldados corearon el estribillo, y pronto se les unieron todos los hombres, un cántico de desafío, determinación y amor por su duque.

La canción concluyó, y justo antes de que las primeras filas subieran a las naves, Leto se acercó al borde de la torre. Las tropas guardaron silencio, a la espera del discurso de despedida.

—Hace muchos años, durante la Revuelta Ecazi, el duque Paulus Atreides luchó al lado del conde Dominic Vernius. Estos grandes hombres fueron héroes de guerra y amigos íntimos. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y muchas tragedias han ocurrido, pero jamás hemos de olvidar una cosa: la Casa Atreides no abandona a sus amigos.

La muchedumbre prorrumpió en vítores. En otras circunstancias, el populacho habría sentido una indiferencia absoluta por la Casa renegada. Para el pueblo de Caladan, Ix era un planeta lejano que jamás visitarían, pero habían tomado afecto al príncipe Rhombur.

—Nuestros soldados reconquistarán el hogar ancestral de la Casa Vernius. Mi amigo el príncipe Rhombur devolverá la libertad al pueblo ixiano.

En Caladan, y en otros muchos planetas, la gente había aprendido a odiar a los tleilaxu. Ix era el ejemplo más detestable de su maldad, pero existían otros muchos. Durante siglos, los enanos se habían salido demasiadas veces con la suya, y había llegado el momento de administrar la justicia Atreides.

Leto continuó.

—No elegimos al azar cuando debemos seguir el camino correcto y ayudar a quienes nos necesitan. Por eso, he enviado a mi mentat Thufir Hawat a otra misión.

Paseó la vista sobre la multitud.

—No hace mucho, tuvimos que tomar medidas severas contra el primer magistrado de Beakkal, pero ahora el pueblo de Beakkal padece una terrible plaga que está asolando su planeta. ¿Debería serme indiferente su suerte, solo porque mantuve una disputa con su gobierno? —Alzó el puño en el aire—. ¡Yo digo que no!

La gente volvió a aplaudir, pero con menos entusiasmo que antes.

—Otras Grandes Casas se contentan con ver morir a la población beakkali, pero la Casa Atreides desafiará el bloqueo imperial y entregará provisiones muy necesarias, tal como hicimos en Richese. —Bajó la voz—. Nos gustaría que los demás hicieran lo mismo por nosotros, ¿verdad?

Leto confiaba en que la gente comprendería el principio y la decisión. Después de lograr prestigio en el Landsraad con su agresiva respuesta al insulto beakkali, había demostrado su lado compasivo al ayudar a las víctimas de Richese. Ahora, demostraría la entereza de su corazón. Recordó una cita de la Biblia Católica Naranja: «Es fácil querer a un amigo, pero difícil querer a un enemigo».

—Viajaré a Kaitain solo, donde hablaré con mi primo el emperador y pronunciaré un discurso ante el Landsraad. —Hizo una pausa, y sintió que la emoción crecía en su interior—. También veré a mí amada lady Jessica, que está a punto de dar a luz a nuestro primer hijo.

Sonaron hurras y silbidos. Las banderas Atreides ondearon. Hacía mucho tiempo que el pueblo consideraba al duque un ser mítico y legendario, y lo mismo opinaba de sus actividades. La gente necesitaba esas imágenes.

Por fin, alzó una mano para bendecir a las tropas, y el rugido de soldados y civiles casi le ensordeció. Detrás de él, Duncan y Thufir observaron a los soldados subir a las naves en perfecta formación. Tal exhibición militar habría impresionado incluso al mismísimo emperador Shaddam.

Leto se sintió lleno de confianza y buenas expectativas al ver la reacción de su pueblo. Juró que no les decepcionaría.

La faz del Imperio estaba a punto de cambiar.