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Para producir la alteración genética de un organismo, colócalo en un entorno que sea peligroso pero no letal.
Apócrifos tleilaxu
Después de la muerte de Hidar Fen Ajidica, el conde Fenring vio que las tropas Atreides estaban ganando la batalla contra los Sardaukar imperiales.
Un acontecimiento muy molesto.
Le sorprendía que después de tantos años el duque Leto Atreides hubiera autorizado una maniobra militar tan audaz. Tal vez las tragedias familiares, que habrían aplastado a cualquier otro hombre, le habían incitado a entrar en acción.
Aun así, era una brillante estrategia, y estas instalaciones ixianas constituirían un impresionante botín económico para una Gran Casa como la Atreides, incluso después de años de mal funcionamiento y deficiente mantenimiento. Fenring no podía creer que Leto se las cediera sin más ni más al príncipe Rhombur.
Fenring vio por la pantalla de comunicaciones del pabellón que soldados Atreides se estaban acercando al complejo. Eso le dejaba con escaso tiempo para hacer lo que era necesario. Tenía que destruir todas las pruebas del proyecto Amal y de su propia culpabilidad.
El emperador buscaría un chivo expiatorio por la debacle, y Fenring estaba decidido a no ejercer de tal. El investigador jefe Ajidica había fracasado de manera espectacular, y ahora yacía destrozado entre los cuerpos bovinos de las mujeres descerebradas. Varias hembras axlotl, todavía conectadas a los tubos de sus contenedores, habían caído alrededor del hombrecillo, en una parodia de extravagante sexualidad.
El cadáver de Ajidica serviría para un último propósito.
Los demás científicos tleilaxu estaban aterrorizados. Los Sardaukar se habían precipitado al corazón de la batalla, y les habían abandonado en el pabellón de investigaciones. Como sabían que el conde era el representante oficial del emperador, los tleilaxu le miraron como pidiendo consejo. Algunos hasta debían creer que era Zoal, el Danzarín Rostro, como Ajidica había planeado. Quizá obedecerían sus órdenes, al menos durante un breve período de tiempo.
Fenring se irguió en la pasarela y levantó las manos como había hecho Ajidica antes de su histriónica despedida. Olores repugnantes ascendían de los tanques de axlotl destrozados, incluyendo el espeso hedor de desechos humanos.
—Nos han dejado indefensos —gritó—, pero tengo una idea que tal vez pueda salvarnos a todos, ¿ummm?
Los investigadores supervivientes le miraron con una incertidumbre que bordeaba la esperanza.
Fenring conocía la disposición del pabellón, y sus ojos se movieron de un lado a otro.
—Sois demasiado valiosos para que el emperador corra el riesgo de perderos. —Indicó a los científicos una cámara que solo tenía una salida—. Debéis refugiaros ahí y esconderos. Traeré refuerzos.
Contó veintiocho investigadores, aunque algunos otros habrían quedado atrapados en los demás edificios administrativos. Ah, bien, las turbas se ocuparían de ellos.
Fenring bajó al suelo. Cuando los científicos condenados estuvieron congregados en la cámara, se quedó en la puerta, sonriente.
—Nadie podrá entrar. Shhh. —Asintió y cerró la puerta—. Confiad en mí.
Los ingenuos hombrecillos no sospecharon nada hasta que Fenring hubo recorrido la mitad del pabellón. Hizo caso omiso de sus gritos ahogados y los puñetazos contra la puerta. Esos investigadores debían conocer todos los detalles sobre el programa amal. Para evitar que hablaran, se habría tenido que tomar la molestia de matarles de uno en uno. De esta manera, solucionaba el problema con mucha mayor eficacia y esfuerzo mínimo. Al fin y al cabo, como ministro imperial de la Especia, era un hombre muy ocupado.
El suelo del laboratorio y los sistemas de apoyo de los tanques de axlotl estaban llenos de latas con productos biológicos, sustancias inflamables, ácidos y vapores explosivos. Cogió un aparato para filtrar el aire de una pared. Hombre de variados talentos, se movió por la cámara como un derviche, vertiendo fluidos, mezclando líquidos, liberando gases letales. Prestó escasa atención a los cuerpos femeninos tendidos en el suelo.
Tan cerca. El plan de Ajidica estuvo a punto de triunfar.
Fenring se detuvo ante el cuerpo de la joven fértil que había sido Cristane, la comando Bene Gesserit. Estudió su carne desnuda. Tenía el abdomen abultado, con el útero ensanchado hasta convertirlo en una fábrica al servicio de los propósitos tleilaxu. Ahora, no era nada más que una máquina, una instalación química.
Mientras contemplaba el rostro cerúleo de Cristane, Fenring pensó en su bellísima esposa Margot, que seguiría en Kaitain, dedicada a cuchichear en la corte y beber té. Ardía en deseos de volver con ella y relajarse en sus brazos.
La hermana Cristane nunca enviaría su maldito informe a Wallach IX, y a Fenring no se le escaparía ni un detalle. Ni siquiera con su esposa. Margot y él se amaban profundamente, pero eso no significaba que compartieran todos sus secretos.
Fenring oyó actividad militar en el exterior, cuando las tropas Atreides se enfrentaron a los restantes Sardaukar de la planta. Las tropas imperiales les retendrían un rato, tiempo más que suficiente.
Se encaminó a las cámaras exteriores y se volvió para contemplar el caos del laboratorio: botes aplastados, fluidos derramados, gases burbujeantes, cadáveres, tanques. Desde allí, ya no podía oír los angustiados gritos de los científicos tleilaxu, encerrados en su trampa mortal.
El conde Fenring arrojó un encendedor por encima del hombro. Los gases y productos químicos estallaron en llamas, pero tuvo tiempo de alejarse con sus habituales zancadas. Las explosiones se sucedieron.
Los laboratorios ardieron, destruyendo los tanques de axlotl, el pabellón, todas las pruebas, pero Fenring no se molestó en correr.
El pabellón de investigaciones estalló cuando Duncan Idaho y sus hombres atravesaron las barricadas imperiales.
Una tremenda explosión resonó en todas las instalaciones, y todo el mundo se puso a cubierto. Una lluvia de cascotes se desplomó del techo como una erupción volcánica. Las paredes interiores se derrumbaron. Al cabo de pocos momentos, el complejo se convirtió en un infierno de vidrio, plasacero y carne fundidos.
Duncan alejó a sus hombres del incendio. El corazón le dio un vuelco cuando comprendió que todas las pruebas de los crímenes tleilaxu se iban a quemar. Vapores anaranjados y marrones se elevaron hacia el techo, humo tóxico capaz de matar como las propias llamas.
El maestro espadachín vio que un hombre alto de hombros anchos salía, indiferente por completo. Su silueta musculosa se recortaba contra la muralla naranja de calor. El hombre se quitó una mascarilla para filtrar el aire de la cara y la tiró a un lado. Blandía una espada corta, como la de los Sardaukar. Duncan alzó la espada del viejo duque en una postura defensiva, y se adelantó para cortar el paso al hombre.
El conde Hasimir Fenring avanzó sin vacilar.
—¿No vais a celebrar el hecho de que he escapado, ummm? Es un motivo de celebración, diría yo. Mi amigo Shaddam se alegrará sobremanera.
—Os conozco —dijo Duncan, cuando recordó sus meses de instrucción política en el archipiélago de Ginaz—. Sois el zorro que se esconde tras la capa del emperador y le hace el trabajo sucio.
Fenring sonrió.
—¿Un zorro? Me han llamado comadreja y hurón, pero nunca zorro. Ummm. Me han retenido aquí contra mi voluntad. Esos malvados investigadores tleilaxu iban a realizar terribles experimentos conmigo. —Sus grandes ojos se ensancharon—. Incluso logré frustrar un complot para sustituirme por un Danzarín Rostro.
Duncan se acercó un poco más, con la espada en alto.
—Será interesante escuchar vuestro testimonio ante un comité de investigación.
—Lo dudo.
Daba la impresión de que Fenring estaba perdiendo el sentido del humor. Lanzó una estocada, como si espantara una mosca, pero Duncan la paró. Las hojas entrechocaron con estrépito, y la espada corta fue desviada hacia arriba, pero Fenring consiguió sujetarla.
—¿Osáis alzar una espada contra el ministro de la Especia del emperador, contra el amigo más íntimo de Shaddam? —Fenring estaba frustrado, aunque todavía un poco divertido—. Será mejor que os apartéis y me dejéis pasar.
Pero Duncan siguió avanzando, y adoptó una postura más agresiva.
—Soy un maestro espadachín de Ginaz, y hoy he luchado contra muchos Sardaukar. Si no sois nuestro enemigo, rendid vuestra espada. No es prudente elegirme como contrincante.
—He matado hombres mucho antes de que tú nacieras, cachorro.
El incendio del laboratorio continuaba quemando. El aire caliente olía a productos químicos. Los ojos de Duncan estaban irritados y llorosos. Soldados Atreides se acercaron para proteger a su maestro espadachín, pero este les alejó con un ademán, pues el honor exigía que luchara sin ayuda.
El conde atacó. Solía matar con métodos tortuosos, pocas veces en combate singular. Aun así, poseía muchas habilidades guerreras que Duncan no había experimentado antes.
El maestro espadachín gruñó con los dientes apretados.
—He visto demasiadas bajas hoy, pero no me disgustaría añadiros a ese número, conde Fenring.
Las espadas entrechocaron de nuevo.
Duncan luchaba con la elegancia de un maestro espadachín consumado, pero también con cierta brutalidad. No se guiaba por principios caballerescos ni ceremoniales, al contrario que otros muchos camaradas.
El conde alzó la espada para defenderse, pero Duncan concentró una gran fuerza en un solo golpe. La espada del viejo duque vibró, y apareció una muesca en la hoja. La espada de Fenring tembló en su mano, y se rompió como consecuencia del golpe. El impacto le arrojó contra una pared.
Fenring logró recobrar el equilibrio, y Duncan se lanzó hacia delante, preparado para asestar el golpe de gracia, pero alerta a todo. Este zorro tenía muchos trucos.
Las opciones desfilaron a toda prisa por la mente del conde Fenring. Si quería esquivar la afilada punta de la espada de su adversario, podía dar media vuelta y correr hacia las llamas. O rendirse. Sus alternativas eran muy limitadas.
—El emperador pagará rescate por mi vida. —Tiró el pomo inservible de su espada—. No os atreveréis a matarme a sangre fría delante de tantos testigos, ¿ummm? —Duncan avanzó con aire amenazador—. ¿Qué hay del famoso código de honor Atreides? ¿Qué defiende el duque Leto, si sus hombres gozan de libertad para matar a una persona que ya se ha rendido, ummm? —Fenring alzó sus manos vacías—. ¿Deseáis matarme ahora?
Duncan sabía que el duque nunca aprobaría un acto tan deshonroso. Vio quemar el laboratorio y oyó los gritos del violento combate que tenía lugar en la gruta. No cabía duda de que el duque encontraría maneras de utilizar a este prisionero político para estabilizar el zafarrancho imperial después de la batalla de Ix.
—Sirvo a mi duque antes que a mi propio corazón.
A una señal del maestro espadachín, hombres Atreides avanzaron y esposaron las muñecas del prisionero.
Duncan se acercó a él.
—Cuando acabe esta guerra, conde Fenring, tal vez desearéis haber muerto aquí.
El ministro de la Especia le miró como si conociera un oscuro secreto.
—Aún no habéis ganado, Atreides.