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Durante largas eras caracterizadas por los restos de planetas destruidos, el hombre fue una fuerza geológica y ecológica sin saberlo, apenas consciente de su propia fuerza.
PARDOT KYNES, El largo camino a Salusa Secundus
El número de cruceros que se agrupaban sobre Arrakis fue aumentando, hasta que el barón fue incapaz de respirar. Durante toda la tarde, naves de guerra Sardaukar continuaron saliendo de las panzas de las naves de transporte de la Cofradía. Nunca había tenido tanto miedo.
El barón sabía que Shaddam nunca desintegraría Arrakis, como había hecho con Zanovar, pero no era impensable que el barón decidiera destruir Carthag. Con él dentro.
Tal vez debería huir en una de mis naves. Enseguida.
Pero ninguna nave podía despegar. Todas estaban inutilizadas. El barón no tenía forma de escapar, salvo a pie, al desierto. Y no estaba tan desesperado…, todavía.
Desde la burbuja de observación del espaciopuerto de Carthag, vio una estela anaranjada que se recortaba contra el cielo oscuro: una lanzadera que descendía de un crucero. Le habían ordenado que saliera a recibirla cuanto antes. Esta situación sin precedentes le ponía enfermo.
Al maldito Shaddam le gustaba jugar a los soldaditos, pavonearse en su uniforme, y ahora se estaba comportando como el mayor matón del universo. Los satélites de observación orbitales del barón habían sido destruidos como si tal cosa. ¿Qué demonios querrá el emperador de mí?
El barón frunció el ceño, de pie bajo la luz mortecina del ocaso. Gracias a que había enviado mensajeros, contaba con una pequeña compañía de tropas, apostada en la zona de recibimiento del espaciopuerto. Del pavimento se desprendía el calor residual del día, el cual evaporaba productos químicos y aceites que impregnaban el campo. A su alrededor, las naves embargadas descansaban con los sistemas desconectados.
En el horizonte, donde los colores del anochecer llameaban como un fuego lejano sobre el borde arenoso del planeta, vio una mancha de polvo. Otro de aquellos malditos gusanos de arena.
La pequeña nave aterrizó. El barón se sintió como un animal acosado. Las tropas que había traído de Giedi Prime no podrían hacer frente a una invasión de tamaña escala. Si tuviera más tiempo, llamaría a Piter de Vries para que volviera de Kaitain, actuara de emisario y negociara un desenlace diplomático para lo que debía ser un simple malentendido.
Flotó en sus suspensores para recibir al séquito de la CHOAM y la Cofradía, y forzó una sonrisa. Un albino delegado de la Cofradía bajó de su nave, con un traje que le instilaba especia de manera constante. Detrás de él iba el Supremo Bashar y un auditor mentat de la CHOAM, de aspecto ominoso. El barón desvió sus ojos hacia el mentat y comprendió que aquel hombre era el auténtico problema.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —Apenas podía disimular la expresión desolada de su cara, y cualquier observador atento se daría cuenta de su nerviosismo—. Colaboraré en todo lo posible, por supuesto.
—Sí —anunció el albino delegado, mientras inhalaba una profunda bocanada de gas de especia—, colaboraréis en todo lo posible.
La arrogancia era como una segunda piel para el trío.
—Pero… antes debéis explicarme cuál es la infracción que en vuestra opinión he cometido. ¿Quién me ha acusado falsamente? Os aseguro que se trata de un error.
El auditor mentat se acercó, con el Supremo Bashar a su lado.
—Nos facilitaréis el acceso a toda la documentación económica y de los embarques. Tenemos la intención de examinar todos los recolectores de especia, almacenes legales y manifiestos de producto. Nosotros comprobaremos si ha existido un error.
El delegado de la Cofradía les siguió.
—No intentéis ocultar nada.
El barón tragó saliva y les guió hacia la salida del espaciopuerto. —Por supuesto.
Sabía que Piter de Vries había falseado a su modo la documentación, repasado cada documento, cada informe, y el mentat pervertido era muy minucioso en su trabajo. No obstante, el barón sentía frío en su interior, seguro de que hasta las manipulaciones más cuidadosas no resistirían el escrutinio de aquellos demoníacos auditores.
Les indicó que subieran a una plataforma de transporte, la cual les conduciría hasta la residencia Harkonnen. —¿Os apetece un aperitivo?
Quizá encuentre una forma de deslizar en sus bebidas veneno o drogas aturdidoras.
El Supremo Bashar le dedicó una sonrisa despectiva.
—Creo que no, barón. Nos hemos enterado de vuestra hazaña social en el banquete de gala celebrado en Giedi Prime. No podemos permitir que tales… humoradas retrasen los asuntos imperiales.
Incapaz de inventar más excusas, el barón les guió hasta Carthag.
Desde el desierto, Liet-Kynes y Stilgar contemplaron la llegada de los cruceros. Las naves crearon una nube de ionización en el aire que apagó casi todas las estrellas.
Liet sabía, no obstante, que se trataba de una tormenta engendrada por la política, no de un fenómeno natural.
—Grandes fuerzas se mueven más allá de nuestro alcance, Stil.
Stilgar sorbió las últimas gotas del café especiado que Faroula les había llevado a su escondite, las rocas situadas por debajo del sietch de la Muralla Roja.
—En efecto, Liet. Hemos de averiguar algo más.
Por tradición, Faroula había preparado la bebida al final del tórrido día, antes de llevar a su hijo Liet-chih a las zonas de juego comunitarias del sietch. La pequeña Chani todavía estaba al cuidado de una niñera.
Al cabo de unas horas, las empleadas de hogar y criados que servían en la residencia Harkonnen empezaron a enviar alarmantes informes, mensajes codificados orgánicamente e implantados en las pautas sónicas de murciélagos. Con cada pieza nueva del rompecabezas, las noticias se hacían más interesantes.
Liet se alegró al averiguar que la cabeza del barón Harkonnen pendía de un hilo. Los detalles eran escasos, y la tensión aumentaba. Por lo visto, la Cofradía Espacial, la CHOAM y los Sardaukar del emperador habían venido para investigar ciertas irregularidades en la producción de especia.
De modo que Ailric escuchó mis palabras. Que los Harkonnen sufran.
De vuelta en una de las salas comunitarias del sietch, Liet se rascó la barba.
—Los Harkonnen han sido incapaces de ocultar los efectos de nuestras incursiones…, o del secreto que filtramos. Nuestra pequeña venganza ha dado lugar a más repercusiones de las que esperábamos.
Stilgar comprobó su criscuchillo envainado. —Utilizando este incidente como palanca, podríamos conseguir que los Harkonnen fueran expulsados de nuestro desierto. Liet sacudió la cabeza.
—Eso no nos libraría del control imperial. Si el barón es expulsado, el feudo de Dune será entregado a otra familia del Landsraad. Shaddam cree que tiene derecho a hacerlo, aunque los fremen han vivido y sufrido aquí durante centenares de generaciones. Nuestros nuevos señores no serían mejores que los Harkonnen.
El rostro aguileño de Stilgar se tensó.
—Pero tampoco peores.
—Estoy de acuerdo, amigo mío. Tengo una idea. Hemos destruido o robado varios almacenes de especia del barón. Estos actos le causaron graves problemas, pero ahora se nos presenta la oportunidad de asestar un golpe definitivo, con los auditores de la CHOAM presentes. Significará la caída de los Harkonnen.
—Haré lo que me pidas, Liet.
El joven planetólogo tocó el musculoso brazo de su amigo.
—Stil, ya sé que las ciudades no te gustan, y mucho menos Carthag, pero los Harkonnen han establecido otro almacén ilegal de especia allí, justo a la sombra del espaciopuerto. Si prendiéramos fuego a ese almacén, la Cofradía y la CHOAM serían testigos. El barón padecerá las consecuencias.
Los ojos azules de Stilgar se abrieron de par en par.
—Ya sabes que esos desafíos siempre son de mi gusto, Liet. Será peligroso, pero a mis comandos les complacerá enormemente no solo perjudicar a nuestros enemigos, sino también humillarlos.
Mientras el mentat auditor contemplaba los registros de embarques, no parpadeaba ni movía la cabeza. Se limitaba a asimilar los datos, y documentaba las discrepancias en una libreta aparte. La lista de errores aumentaba a cada hora, y la preocupación del barón no cesaba de aumentar. Hasta el momento, sin embargo, todas las «equivocaciones» descubiertas eran poco importantes, lo suficiente para granjearle algunas multas, pero no para suponer su ejecución inmediata.
El auditor mentat aún no había encontrado lo que estaba buscando…
La explosión ocurrida en el distrito de los almacenes pilló a todos por sorpresa. El barón corrió al balcón. Equipos de socorro corrían por las calles. Una columna de humo anaranjado se alzaba hacia el cielo, entre llamas y polvo. El barón comprendió enseguida cuál era el almacén donde se había producido el atentado.
Y maldijo en silencio.
El auditor mentat se puso a su lado en el balcón, mientras observaba con ojos penetrantes. Al otro lado, el Supremo Bashar Garon cuadró los hombros y preguntó:
—¿Qué hay en ese edificio, barón?
—Creo… Es uno de mis almacenes industriales —mintió—. Un lugar donde guardamos materiales de construcción sobrantes, componentes para viviendas prefabricadas, enviadas desde Giedi Prime.
¡Maldita sea! ¿Cuánta especia había ahí dentro?
—Vaya, vaya —dijo el auditor mentat—. ¿Cuál puede ser el motivo de que el almacén haya estallado?
—Una acumulación de productos químicos inflamables, o un obrero descuidado, supongo.
¡Han sido esos malditos fremen! No le hizo falta fingir una expresión de confusión.
—Inspeccionaremos la zona. De arriba abajo —anunció Zum Garon—. Mis Sardaukar os ayudarán.
El barón se estremeció, pero no podía discutir sin una excusa legítima. Aquella basura del desierto había volado uno de sus depósitos de melange, y los restos aportarían pruebas más que suficientes contra él. Demostrarían que el almacén había sido utilizado para acumular melange, y que la Casa Harkonnen no guardaba registros de dicha reserva.
Estaba condenado.
Echaba chispas por dentro, enfurecido con los fremen por haber atentado contra él en aquel preciso momento, cuando no podía ocultar el acontecimiento. Le pillarían con las manos en la masa, sin defensa ni excusa.
Y el emperador se lo haría pagar muy caro.