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Existen mareas de liderazgo, que se elevan y caen. Las mareas inundan el reinado de cada emperador, suben y bajan.

Príncipe RAPHAEL CORRINO, Discursos sobre liderazgo en un imperio galáctico, duodécima edición

Bajo la marquesina adornada con borlas de una plataforma de observación, Shaddam IV estaba sentado a la sombra, mientras presenciaba las maniobras de sus tropas. De todas las maravillas de Kaitain, estos Sardaukar eran la mejor, al menos desde su punto de vista. ¿Podía haber una visión más espléndida que hombres uniformados obedeciendo todas sus órdenes con fría precisión?

Cuánto deseaba que sus subditos respondieran a las instrucciones imperiales con igual prontitud.

Shaddam, un hombre delgado y elegante, de nariz aguileña, vestía un uniforme Sardaukar gris, adornado con plata y oro. Era su comandante en jefe, además de sus otras responsabilidades. Un casco almohadillado de Burseg, con el emblema imperial en oro, descansaba sobre su pelo rojizo.

Al menos, podía contemplar el desfile en paz, pues hacía mucho tiempo que su esposa Anirul se había cansado de exhibiciones militares. Por suerte, aquella tarde había decidido ocuparse de asuntos Bene Gesserit, mimaba en exceso a sus hijas y las educaba para que también fueran brujas. O tal vez estaba haciendo los preparativos para el funeral de Lobia. Confiaba en que las Bene Gesserit le proporcionaran cuanto antes una nueva Decidora de Verdad. ¿Para qué otra cosa servían las malditas hermanas?

En la plaza, los Sardaukar desfilaban en perfecto orden, sus botas resonaban como cañonazos sobre las losas. El Supremo Bashar Zum Garon, un leal veterano de Salusa Secundus, guiaba a sus soldados como un titiritero consumado, realizaban espectaculares maniobras que desplegaban eficientes formaciones de batalla. Perfecto.

Todo lo contrario de la familia del emperador.

Por lo general, al emperador le gustaba ver hacer maniobras a sus tropas, pero en aquel momento tenía el estómago revuelto. No había comido en todo el día, después de tragar una mala noticia que todavía quemaba su estómago. Ni siquiera el mejor médico Suk podría curar su dolencia.

Gracias a su diligente red de espionaje, Shaddam acababa de descubrir que su padre, Elrood IX, había engendrado un bastardo con una de sus concubinas favoritas, una mujer cuyo nombre aún no se había determinado. Más de cuarenta años antes, Elrood había tomado medidas para proteger y esconder al hijo ilegítimo, que ahora sería ya un adulto, unos diez años más joven que Shaddam. ¿Estaba enterado el bastardo de su herencia? ¿Seguía con impaciencia los fracasos de Shaddam y Anirul respecto a tener un heredero varón? Solo hijas, hijas y más hijas. Cinco, de las cuales la última era Rugi, todavía un bebé. ¿Planeaba sus movimientos el bastardo, pretendía usurpar el Trono del León Dorado?

En la plaza, los soldados se dividieron en dos grupos y se enzarzaron en una falsa lucha, dispararon láseres de fogueo para tomar posesión de una fuente que representaba a un león rugiente. Naves militares ascendieron en formación hacia el cielo, donde las escasas nubes parecían pintadas por un artista.

Un distraído Shaddam aplaudió con entusiasmo moderado las maniobras de los Sardaukar, mientras maldecía en silencio la memoria de su padre. ¿Cuántos hijos más engendró en secreto el viejo buitre? Era un pensamiento preocupante.

Al menos, sabía el nombre de este. Tyros Reffa. Gracias a sus contactos con su Casa Taligari adoptiva, Reffa había pasado gran parte de su vida en Zanovar, un planeta taligari dedicado al turismo. Como vivía una existencia regalada, el hombre debía estar todo el día soñando con apoderarse del poder imperial.

Sí, el bastardo de Elrood podía causarle muchos problemas. Pero ¿cómo matarlo? Shaddam suspiró. Aquellos eran los retos del liderazgo. Tal vez debería consultarlo con Hasimir.

Pero en cambio, se devanaría los sesos, con la intención de demostrar que Fenring se equivocaba con él…, que podía gobernar sin constantes entrometimientos y consejos. ¡Yo tomo mis propias decisiones!

Shaddam había nombrado a Fenring ministro imperial de la Especia, le había enviado a Arrakis, además de encargarle en secreto la responsabilidad de supervisar el desarrollo del amal. ¿Por qué tardaba tanto en volver de Ix con su informe?

El aire era tibio, y soplaba la brisa suficiente para que las banderas ondearan. El Control Meteorológico imperial había cuidado todos los aspectos del día, siguiendo las especificaciones del emperador.

Las tropas se desplazaron hasta un campo de polihierba dispuesto en mitad de la plaza, y dieron una demostración de lucha cuerpo a cuerpo. Dos grupos atacaron, mientras fuego enemigo falso iluminaba la plaza con destellos púrpura y naranja. En los palcos que rodeaban el perímetro, un público compuesto por nobles menores y funcionarios de la corte prorrumpieron en vítores de cortesía.

El veterano Zum Garon iba impecablemente ataviado, con expresión crítica, pues había puesto el listón muy alto en todas las representaciones que tenían lugar ante el emperador. Shaddam fomentaba tales demostraciones de poderío militar, sobre todo ahora que diversas Casas del Landsraad empezaban a mostrarse rebeldes. Tal vez, muy pronto, tendría que hacer una demostración de fuerza…

Una gordezuela araña marrón colgaba frente a él, suspendida de un hilo de telaraña que procedía de la marquesina escarlata y dorada.

—¿No sabes quién soy, pequeño monstruo? —susurró, irritado—. Yo rijo incluso sobre las cosas más diminutas de mi reino.

Más banderas, más desfiles, más fuego simulado en la trastienda de sus cavilaciones. Un caleidoscopio de Sardaukar atravesó el campo. Pompa y gloria. En lo alto, pasaron tópteros en formación y ejecutaron osadas maniobras aéreas. El público aplaudió, pero Shaddam apenas se dio cuenta, obsesionado por el problema de su hermanastro bastardo.

Sopló y vio que la araña se ha balanceaba. El insecto empezó a ascender por su hilo hacia la marquesina.

No estarás a salvo de mí ahí arriba —pensó Shaddam—. Nada escapa a mi ira.

Pero sabía que se engañaba. La Cofradía Espacial, la Bene Gesserit, el Landsraad, la CHOAM… Todos tenían sus planes, le ataban y amordazaban, impedían que gobernara el Universo Conocido como un emperador debería.

¡Maldito sea su control sobre mí! ¿Cómo habían permitido sus antepasados Corrino que se instaurara una situación tan lamentable? No había cambiado en siglos.

El emperador alzó la mano y aplastó la araña antes de que se revolviera y le mordiera.