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Los que están vivos a medias piden lo que les falta…, pero lo rechazan cuando se lo ofrecen. Temen la prueba de su propia insuficiencia.

Atribuido a SANTA SERENA BUTLER, Apócrifos de la Jihad

En el salón de banquetes del castillo de Caladan, criados vestidos con elegancia mantenían la apariencia de normalidad, aunque su duque solo era una sombra de lo que había sido.

Mujeres ataviadas con vestidos de colores alegres corrían por los pasillos de piedra. Velas perfumadas iluminaban cada cavidad. Pero ni los mejores platos preparados por el cocinero, ni la vajilla y cubertería de excelsa calidad, ni la música relajante podían disipar la tristeza que se había apoderado de la Casa Atreides. Todos los criados notaban el dolor de Leto, y no podían hacer nada por ayudarle.

Lady Jessica ocupaba una silla de madera de elacca tallada cerca de un extremo de la mesa, su lugar oficial como concubina favorita del duque. A la cabecera se sentaba Leto Atreides, alto y orgulloso, tratando con distraída cortesía a los criados que traían los diferentes platos.

Había numerosos asientos vacíos en la sala, demasiados. Para apaciguar el lacerante dolor de Leto, Jessica había hecho desaparecer con discreción la sillita fabricada para Victor, el hijo del duque, muerto a la edad de seis años. Pese a su formación Bene Gesserit, Jessica había sido incapaz de calmar el dolor de Leto, y su corazón sufria por él. Tenía muchas cosas que decirle, si tan solo quisiera escucharla.

En lados opuestos de la larga mesa se sentaban el mentat Thufir Hawat y el contrabandista Gurney Halleck. Gurney, que por lo general alegraba cualquier reunión con una canción y su baliset, estaba ocupado con los preparativos para el viaje secreto a Ix que Thufir y él emprenderían dentro de muy poco, con el fin de intentar descubrir algún punto débil en las defensas tleilaxu.

Con su mente de ordenador, Thufir era capaz de imaginar cientos de planes y contingencias en un instante, lo cual le convertía en un elemento vital de la misión. Gurney era un especialista en infiltrarse en lugares donde nunca había estado y en escapar en las circunstancias más difíciles. Tal vez aquellos dos triunfaran donde todos los demás habían fracasado…

—Tomaré un poco más de ese Caladan blanco —dijo el maestro espadachín Duncan Idaho, al tiempo que levantaba su vaso. Un criado se precipitó hacia delante con una botella de costoso vino local, Duncan sostuvo la copa en alto mientras el criado decantaba el delicioso líquido dorado de la botella. Levantó una mano para indicarle que aguardara, probó el vino y pidió más.

En el incómodo silencio, Leto miraba hacia las puertas de entrada…, como si esperara impaciente la llegada de alguien más. Sus ojos eran como carámbanos de hielo humeante.

La explosión en el dirigible, el aparato en llamas…

Rhombur mutilado y quemado, Victor muerto…

Y después, averiguar que todo había sido provocado por Kailea, la celosa concubina de Leto, la propia madre de Victor, que se había arrojado desde una alta torre del castillo de Caladan, abrumada por la vergüenza y el dolor…

El cocinero salió de sus dominios, portando con orgullo una bandeja.

—Nuestro mejor plato, duque Leto. Creado en vuestro honor.

Era un parapescado carnoso envuelto en hojas aromáticas. Había ramitas de romero encajadas en los pliegues de la carne rosada. Enebrinas de un color azul púrpura estaban esparcidas por la bandeja-como joyas. Aunque sirvió a Leto el mejor trozo, el duque no levantó su tenedor. Siguió con la vista clavada en la puerta principal. Esperando.

Por fin, reaccionando ante el sonido de unos pasos y el zumbido de un motor, Leto se levantó, con expresión de impaciencia y preocupación. La Bene Gesserit Tessia entró en el salón de banquetes. Examinó la estancia, observó las sillas, el suelo de piedra sin la alfombra, y cabeceó en señal de aprobación.

—Está haciendo admirables progresos, mi duque, pero tendréis que ser paciente.

—Él tiene paciencia por todos nosotros —dijo Leto, y su expresión empezó a insinuar el pálido amanecer de una sonrisa.

El príncipe Rhombur Vernius, con una precisión calculada que se reflejaba en levísimos movimientos de músculos electrolíquidos, la flexión de hilo shiga y nervios microfibrosos, entró en el salón de banquetes. Su rostro surcado de cicatrices, una combinación de piel natural y artificial, transparentaba su intensa concentración. Gotas de sudor perlaban su frente marfileña. Vestía un manto corto y suelto. En la solapa brillaba una hélice púrpura y cobre, orgulloso símbolo de la caída Casa Vernius.

Tessia corrió hacia él, pero Rhombur levantó un dedo de polímeros y metal pulido, para indicar que le dejara continuar solo.

La explosión del dirigible había destrozado su cuerpo, quemado sus extremidades y la mitad de su cara, y destruido casi todos sus órganos. No obstante, se había aferrado a la vida, un ascua casi apagada de una llama otrora brillante. Lo que quedaba ahora era poco más que un pasajero de un vehículo mecánico en forma de hombre.

—Voy lo más rápido posible, Leto.

—No hay prisa. —El corazón del duque sufría por su valiente amigo. Habían pescado juntos, practicado toda clase de juegos, flirteado y planeado estrategias durante años—. No me perdonaría que cayeras y rompieras algo, como la mesa, por ejemplo.

—Muy divertido.

Leto recordó que los infames tleilaxu habían querido recoger muestras genéticas de las estirpes Atreides y Vernius, con la intención de chantajear al duque en esos momentos de dolor. Habían hecho al angustiado Leto una oferta diabólica: a cambio del cuerpo mutilado pero todavía vivo de su mejor amigo, Rhombur, cultivarían un ghola, un clon extraído de células muertas, de su hijo Victor.

Odiaban a la Casa Atreides, pero todavía más a la Casa Vernius, a la que habían expulsado de Ix. Los tleilaxu habían querido acceder al ADN completo de los Atreides y los Vernius. Con los cuerpos de Victor y Rhombur, habrían podido crear un número ilimitado de gholas, clones, asesinos y replicantes.

Pero Leto había rechazado su oferta, y contratado los servicios de Wellington Yueh, un médico Suk especializado en la sustitución de extremidades orgánicas.

—Os agradezco la cena que celebráis en mi honor. —Rhombur contempló los platos y bandejas dispuestos sobre la mesa—. Siento que la comida se haya enfriado.

Leto inició los aplausos. Duncan y Jessica, sonrientes, le imitaron. Jessica observó un brillo de lágrimas cautivas en la mirada del duque.

El doctor Yueh caminaba al lado de su paciente, mientras estudiaba una placa de datos manual que recibía impulsos de los sistemas cibernéticos de Rhombur. El médico frunció los labios.

—Excelente. Funcionáis tal como estaba previsto, aunque hay que afinar todavía algunos componentes.

Caminó alrededor de Rhombur como un hurón, mientras el príncipe avanzaba con pasos lentos y estudiados.

Tessia apartó una silla para Rhombur. Sus piernas sintéticas eran fuertes y robustas, pero carentes de gracia. Sus manos parecían guantes blindados. Sus brazos colgaban a los costados como remos recorridos por circuitos.

Rhombur sonrió al ver el enorme pescado que acababan de servir.

—Eso huele de maravilla. —Volvió la cabeza, un lento movimiento de rotación, como sobre una banda de rodamiento—. ¿Cree que podría comer un poco, doctor Yueh?

El médico Suk se acarició el largo bigote.

—Probadlo tan solo. Vuestro sistema digestivo necesita trabajar más.

Rhombur volvió la cabeza hacia Leto.

—Parece que, al menos durante un tiempo, voy a consumir más células de energía que postres.

Se acomodó en la silla, y los demás le imitaron.

Leto alzó la copa e intentó pensar en un brindis. Después, su rostro adquirió una expresión de angustia, y se limitó a tomar un sorbo.

—Lamento que te haya pasado esto, Rhombur. Estas… prótesis mecánicas… son lo mejor que he podido encontrar.

El rostro surcado de cicatrices de Rhombur se iluminó con una combinación de gratitud e irritación.

—¡Infiernos carmesíes, Leto, deja de disculparte! Si intentas descubrir todas las facetas de la culpa, la Casa Atreides se consumirá durante años, y todos nos volveremos locos. —Levantó un brazo mecánico, giró la mano unida a la articulación de la muñeca y la miró—. No está tan mal. De hecho, es maravillosa. El doctor Yueh es un genio. Deberías contratarlo para siempre.

El médico Suk se removió inquieto, en un esfuerzo por disimular el placer que le causaba el cumplido.

—Recordad que procedo de Ix, de manera que admiro las maravillas de la tecnología —dijo Rhombur—. Ahora, soy un ejemplo viviente. Si hay alguna persona mejor preparada para adaptarse a esta nueva situación, me gustaría conocerla.

Durante años, el príncipe exiliado Rhombur había esperado con paciencia, y prestado apoyo al movimiento de resistencia de su devastado planeta, incluyendo discos explosivos y suministros militares proporcionados por el duque Leto.

En los últimos meses, a medida que Rhombur recuperaba las fuerzas, también se había fortalecido mentalmente. Aunque apenas era un hombre, cada día hablaba de la necesidad de reconquistar Ix, hasta el punto de que el duque Leto, e incluso su concubina Tessia, le aconsejaban que se calmara.

Por fin, Leto había accedido a correr el riesgo de enviar un equipo de reconocimiento, compuesto por Gurney y Thufir, con el fin de lograr algo que le compensara de todas las tragedias a las que había sobrevivido. La cuestión no era si podían lanzar un ataque, sino cuándo y cómo.

Tessia habló sin mover su mirada.

—No subestiméis la fortaleza de Rhombur. Vos, más que nadie, sabéis a lo que hay que adaptarse con el fin de sobrevivir.

Jessica reparó en la expresión de adoración de la concubina. Tessia y Rhombur habían pasado años juntos en Caladan, y durante ese tiempo, ella le había alentado a prestar apoyo a los luchadores de Ix, para así recuperar su trono. Tessia le había apoyado en las peores épocas, incluso después de la explosión. Tras recobrar la conciencia, Rhombur le había dicho:

—Me sorprende que te hayas quedado.

—Me quedaré mientras tú me necesites.

Tessia no paraba de trabajar para su bienestar, supervisaba las modificaciones de sus aposentos de Caladan y preparaba aparatos auxiliares. Dedicaba la mayor parte de su tiempo a fortalecerle.

—En cuanto el príncipe Rhombur se sienta mejor —había anunciado—, conducirá al pueblo de Ix hasta la victoria.

Jessica ignoraba si la mujer obedecía a los dictados de su corazón o a las instrucciones secretas que le había dado la Hermandad.

Durante su infancia, Jessica había escuchado a su profesora y mentora, la reverenda madre Gaius Helen Mohiam. Había seguido hasta la última de sus instrucciones draconianas y aprendido todas sus lecciones.

Pero ahora, la Hermandad quería que los genes del duque se combinaran con los de ella. Le habían ordenado, de manera muy explícita, que sedujera a Leto y concibiera una hija Atreides. Sin embargo, cuando había empezado a experimentar sentimientos de amor desconocidos y prohibidos hacia este sombrío duque, Jessica se había rebelado y retrasado el momento de quedar embarazada. Después, tras la muerte de Victor y la depresión autodestructiva de Leto, se había permitido concebir un hijo varón, contraviniendo las órdenes. Mohiam se sentiría traicionada y decepcionada, pero Jessica siempre podía concebir una hija más adelante, ¿no?

Rhombur dobló el brazo izquierdo e introdujo con cautela sus dedos rígidos en un bolsillo del manto. Tras algunos intentos, agarró un trozo de papel, que desdobló con dificultad.

—Fijaos en la sensibilidad del control motriz —dijo Yueh—. Esto va mejor de lo que yo esperaba. ¿Habéis estado practicando, Rhombur?

—Cada segundo. —El príncipe alzó el papel—. Cada día recuerdo cosas nuevas. Este es el mejor boceto que he sabido hacer de algunos túneles secretos de acceso a Ix. Serán de utilidad para Gurney y Thufir.

—Las demás entradas han resultado ser muy peligrosas —dijo el mentat. Durante decenios, los espías habían intentado penetrar las defensas tleilaxu. Varios agentes Atreides lo habían conseguido, pero nunca habían regresado. Otros no habían sido capaces de infiltrarse en el mundo subterráneo.

Pero Rhombur, el hijo del conde Dominic Vernius, se había devanado los sesos en busca de información sobre los sistemas secretos de seguridad y las entradas ocultas a las ciudades subterráneas. Durante su larga y forzosa convalecencia, había empezado a recordar detalles que creía olvidados, detalles que tal vez allanarían el camino de los espías.

Rhombur dedicó su atención a la comida y cogió un generoso pedazo de parapescado con el tenedor. Después, al reparar en la mirada de desaprobación del doctor Yueh, dejó el pedazo en el plato y cortó un trozo más pequeño.

Leto contempló su reflejo en la pared de obsidiana azul de la sala.

—Como lobos dispuestos a saltar sobre una presa que dé señales de debilidad, algunas familias nobles están esperando que yo vacile. Los Harkonnen, por ejemplo.

Desde el desastre del dirigible, un endurecido duque Leto se había negado a aceptar la injusticia en silencio. Necesitaba demostrar algo tanto como Rhombur, y sería en Ix.

—Hemos de demostrar a todo el Imperio que la Casa Atreides es más fuerte que nunca.