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Mi vida terminó el día que los tleilaxu invadieron este planeta. Durante todos estos años de resistencia, he sido un hombre muerto, sin nada más que perder.
C’TAIR PILRU, diarios personales (fragmento)
Las escaramuzas continuaban en el subsuelo, entre fábricas ixianas y centros tecnológicos. Los suboides, una vez hubieron dado rienda suelta a su ira y frustración, desgarraban uniformes de los soldados Sardaukar muertos, se apoderaban de armas y disparaban de forma indiscriminada, hasta destruir las pocas líneas de producción existentes.
Detrás de Rhombur, una estatua tleilaxu erigida en honor a los invasores había sido decapitada durante la lucha, y había fragmentos de su cabeza diseminados por el suelo.
—Esto no va a acabar nunca.
Tropas Atreides, aliadas con los rebeldes ixianos, habían logrado reconquistar los edificios estalactita, los túneles y el Gran Palacio. Bolsas de frenéticos Sardaukar luchaban en el suelo de la caverna, donde la Casa Vernius había construido en otros tiempos los cruceros. Daba la impresión de que el derramamiento de sangre no disminuía.
—Necesitamos otro aliado —reflexionó C’tair—. Si podemos demostrar que la especia artificial defectuosa provocó la muerte de dos Navegantes, incluido mi hermano, la Cofradía Espacial nos apoyará.
—Eso han dicho —dijo Rhombur—, pero habíamos pensado llevar a cabo esta acción sin su intervención.
Gurney parecía preocupado.
—La Cofradía no está aquí, y no llegará a tiempo.
Los ojos oscuros de C’tair centellearon, inyectados en sangre, pero llenos de determinación.
—Yo tal vez podría conseguirlo.
Les guió hasta un pequeño almacén que parecía abandonado. Rhombur miró mientras C’tair sacaba su transmisor rogo improvisado de un contenedor oculto. El extraño aparato estaba manchado y chamuscado, con señales de frecuentes reparaciones. Estaba erizado de varillas de energía cristalinas.
Sus manos temblaron cuando lo sujetó.
—Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona este trasto. Está configurado con la electroquímica de mi mente, y fui capaz de comunicarme con mi hermano gemelo. Estábamos muy unidos cuando éramos jóvenes. Aunque su cerebro cambió y dejó de ser humano, aún podía comprenderle.
Los recuerdos de D’murr se acumularon en él como lágrimas, pero los rechazó. Sus manos temblaron sobre los controles.
—Ahora, mi hermano ha muerto y el rogo está averiado. Esta es la última varilla de cristal, que ya fue… reparada más o menos durante mi última comunicación con él. Quizá si… utilizo suficiente energía, pueda enviar al menos un susurro a otros Navegantes. Quizá no entiendan todas mis palabras, pero sí captar la urgencia.
Rhombur estaba abrumado por todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. Nunca había imaginado algo semejante.
—Si eres capaz de traer a la Cofradía, haremos lo posible por enseñarles lo que Shaddam ha estado haciendo tras un manto de secretismo.
C’tair apretó el brazo artificial de Rhombur con tal fuerza que los sensores cyborg detectaron la presión.
—Siempre he deseado hacer lo necesario, mi príncipe. Si puedo seros de ayuda, para mí sería el mayor honor.
Rhombur vio una extraña determinación en los ojos del hombre, una obsesión que desafiaba el pensamiento racional.
—Hazlo.
C’tair aferró engarces de electrodos y sujetó sensores a su cráneo, nuca y garganta.
—Desconozco la capacidad de este aparato, pero pretendo utilizar toda la energía que pueda enviar por su mediación y por la mía. —Sonrió—. Será un grito de triunfo y un grito de ayuda, mi mensaje más potente al exterior.
Cuando el rogo recibió toda la energía, C’tair respiró hondo para darse fuerzas. En el pasado, siempre hablaba en voz alta durante las transmisiones con D’murr, pero sabía que su hermano no oía las palabras. El Navegante captaba los pensamientos que acompañaban a las palabras. Esta vez, C’tair no diría nada en voz alta, sino que concentraría toda su energía en proyectar sus pensamientos a enormes distancias.
Oprimió un botón de transmisión y envió una descarga de pensamientos, una andanada de señales desesperadas dirigidas a cualquier Navegante de la Cofradía que pudiera oírle, una llamada de socorro cósmica. No sabía lo que fallaría primero, si el rogo o su cerebro, pero sintió que se conectaban… y buscaban.
La mandíbula de C’tair se tensó, sus labios resbalaron hacia atrás y sus ojos se cerraron, hasta que derramaron lágrimas. El sudor cubría su frente y las sienes. Su piel adquirió un tono rojizo. Los vasos sanguíneos abultaron en sus sienes.
La transmisión era mucho más poderosa que cualquiera de las que había intentado con D’murr, pero esta vez no contaba con la inexplicable conexión mental con su hermano.
Rhombur comprendió que C’tair estaba muriendo a causa del esfuerzo, se estaba matando literalmente en un intento final de usar el transmisor. El demacrado rebelde chillaba en silencio dentro de su cabeza.
Antes de que pudieran desconectarle, el transmisor rogo echó chispas y se quemó. La máquina se sobrecargó, y sus circuitos se fundieron. Las varillas de cristal se convirtieron en copos de nieve negros. La cara de C’tair tenía una expresión extraña. Sus facciones se tensaron, como si padeciera un dolor insufrible. Las sinapsis se fundieron en su cerebro, y le impidieron emitir cualquier sonido.
Con la mano que le quedaba, Rhombur arrancó los engarces de electrodos de la cabeza y cuello del rebelde, pero C’tair se desplomó sobre el suelo del almacén. Sus dientes castañeteaban, su cuerpo se retorcía, y sus ojos humeantes no volvieron a abrirse.
—Ha muerto —dijo Gurney.
Rhombur, abatido por la tristeza, acunó al rebelde, el más leal de todos los subditos que habían servido a la Casa Vernius.
—Después de tanto luchar, duerme en paz, amigo mío. Descansa sobre suelo libre.
Acarició la piel fría.
El príncipe cyborg se puso en pie, con su cara surcada de cicatrices más sombría que nunca, y salió del almacén, seguido de Gurney Halleck. Rhombur ignoraba si la transmisión de C’tair había tenido éxito, o cómo reaccionaría la Cofradía a la llamada, si la había captado.
Pero a menos que recibieran refuerzos pronto, la batalla podía resultar estéril.
El noble ixiano habló con voz profunda e implacable a los soldados Atreides que le rodeaban.
—Terminemos de una vez.